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El ejercicio del ius variandi y el mantenimiento de la relación de empleo. Un fallo que invita a la polémica (Nota a fallo)

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El fallo que brevemente glosamos sostiene que: “…el lugar de trabajo es una estipulación esencial del contrato de trabajo, y si el empleador pretende cambiarlo, el trabajador no debe alegar ni probar, para justificar su resistencia al cambio, perjuicio alguno, ya que el cambio del lugar de trabajo, como el de la jornada, se encuentra excluido de las hipótesis de ejercicio regular del ius variandi y su imposición coactiva por parte del empleador constituye incumplimiento contractual…”

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Esa es –a nuestro ver– la “esencia” del decisorio.
Y se nos ha ocurrido –quizá equivocadamente– que la norma del art. 66 de la LCT, incluso con la modificación actual (ley 26088), permite sostener posiciones dogmáticas que, en realidad, y en no pocos casos, terminan por consagrar un abuso del derecho –que el sistema jurídico, aprehendido como un todo, no tolera– o, peor aún, echan por tierra el principio de preservación de la relación laboral que consagra el art. 10 de la LCT.
No estamos afirmando categóricamente que el fallo en comentario haya caído en ese desacierto, pero sí que sus líneas conceptuales posibilitan un debate que apreciamos –humildemente– necesario, acerca de cuándo, en verdad, el ejercicio unilateral del poder de dirección y organización por parte del empleador, faculta la resistencia del trabajador y la liquidación del vínculo (o la medida precautoria hoy vigente).
Calificada doctrina apunta que el ius variandi es una facultad orientada a que el empleador pueda variar, modificar, cambiar determinadas condiciones. Ermida Uriarte señala que al utilizarse el verbo “variar” para comenzar a explicitar el contenido de esta facultad patronal, se busca resaltar que su objeto no es una modificación de cualquier importancia, sino solamente aquellos cambios menores que impliquen una mera variación y no una alteración. De ahí que la modificación de las condiciones del contrato puede referirse sólo a aspectos no esenciales (accidentales o secundarios) –las modalidades de la prestación de tareas–, debe estar justificada en las necesidades funcionales de la empresa y no debe causar perjuicio material o moral al trabajador. Con esto queda claro que se trata de un derecho discrecional pero no absoluto; es una facultad del empleador –fundada y derivada de los poderes de organización y dirección– que debe ejercitarse con prudencia y razonablemente, y que está limitada por el cumplimiento de determinados requisitos. En este contexto, para el trabajador constituye un deber aceptar las órdenes que importen un ejercicio legítimo y razonable del ius variandi. Sin embargo, con decidida intención protectora y para hacer efectivo el programa constitucional vigente a partir de la sanción del art. 14 bis, CN, el legislador confirió tal posibilidad con claras limitaciones o condicionamientos. Como apunta Fernández Madrid, se trata de una facultad residual en la medida en que se encuentra sumamente restringida por el ordenamiento jurídico

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Pues –a nuestro ver– la cuestión atinente al ejercicio del derecho de variar las formas y modalidades en la ejecución del débito laboral (propio de la relación de subordinación) debe tener, para su legitimidad y como “piedra de toque”, la indemnidad para el trabajador (ausencia de agravio cierto), prescindiendo de diferenciar –lo que de suyo es opinable y muchas veces artificioso– condiciones esenciales y secundarias del contrato. Nos explicamos. Es de la esencia de la relación de empleo, su indeterminación; o sea, el vínculo implica que el trabajador prestará servicios hasta que esté en condiciones de acceder a su beneficio jubilatorio. Esta es la regla general que, se sabe, en el propio sistema normativo encuentra sus excepciones. Bien, en este marco, y tomando en cuenta el dinamismo propio que la economía real derrama hoy en el mundo del comercio, los servicios, la industria, las finanzas y, por ende, el trabajo, los poderes de dirección y organización propios del empleador deben tener la suficiente “plasticidad” para ejercerse, en todos los casos, con un doble objetivo: uno, “adecuar” la actividad productiva al cambiante escenario que un universo económico globalizado impone sin consulta previa, so riesgo de perder competitividad y con ello, la propia empresa; y el otro, por implicancia necesaria, “mantener” la fuente de trabajo, lo que importa –en tres palabras– preservar el empleo formal, sin perjuicio claro, de aumentarlo, si las condiciones lo permiten; el nivel de actividad –guste o no– condiciona el mercado del trabajo.
Desde esta perspectiva entonces, y dicho con todo respeto, somos de la idea –a diferencia de lo que se predica en el fallo – que la “legitimidad” del ejercicio unilateral del ius variandi no puede depender de lo que en cada caso se entienda o interprete –resulte o no pacífica la doctrina y la jurisprudencia a tal respecto– como modalidad esencial o secundaria del contrato, sino que, en cambio, su directriz debe ser inevitablemente otra: la de la ausencia de daño (material o moral) cierto para el trabajador, lo que involucra el ejercicio razonable de aquella facultad, porque la irrazonabilidad en su concreción, aun en el marco de lo discrecional, es fuente productora de perjuicio seguro.
Por ende, frente a una hipótesis de alteración no consensuada de alguna (o algunas) de las condiciones originarias del contrato, si ella no genera nocimiento concreto, patrimonial ni extrapatrimonial al trabajador, el ejercicio del poder que autoriza el art. 66 de la LCT, así ejecutado, no podrá juzgarse causa suficiente para disolver el vínculo, salvo que la modificación importe agravio cierto a disposiciones en cuyo seno anida el orden público laboral y cuya afectación sería igualmente ilegal aun cuando no resultara derivación necesaria de la facultad consagrada en la noema referida. Y además, excepción hecha de la notoriedad o la patencia, el perjuicio debe acreditarlo el propio trabajador.
Es que, y abundan los casos, puede resultar necesario modificar –de acuerdo con el tipo de actividad– el lugar de tareas o el horario de trabajo inicialmente acordado (caracterizados como “elementos esenciales” de la relación) por razones que, objetivamente ajenas al empleador, las impone el propio “mercado” o, por qué no decirlo, la razonable búsqueda de una mejor calidad en el producto fabricado o en el servicio prestado. Y también, cuando es de la esencia de la tarea, la variación de aquellas modalidades.
Pues en estos casos, si el ejercicio de esa potestad no conlleva un objetivo inconfesable (sancionatorio o de persecución) y el trocamiento no genera agravio concreto al empleado, bien porque no le produce lesión concreta ni a su categoría, ni a su sueldo, ni tampoco a sus afecciones legítimas, o bien porque es compensado en el mayor costo (verbigracia, transporte) que la variación le puede provocar, cuál es el motivo entonces para abortar esa decisión y permitir, por la sola circunstancia de haberse variado o modificado una de las llamadas modalidades esenciales de la relación, que el trabajador pueda disolver el vínculo con derecho a indemnización, o bien recurrir a la medida restauratoria de la ley 26088. Ninguna, al menos que no rompa con una regla elemental que es la que consagra, para todo el universo de relaciones jurídicas (sin excepciones) el art. 1071 del Código Civil: la interdicción del ejercicio abusivo del derecho, porque –no está demás decirlo– la licitud proviene de su ejercicio regular, o sea, acorde con los fines que tuvo la ley al consagrarlo, sin desborde de límites propios de la buena fe, y (los también difusos, hoy por hoy) de la moral y las buenas costumbres. En consecuencia, esa intelección nos permite afirmar que, sin daño concreto para el trabajador, convertir en pétreas determinadas modalidades de la relación laboral, vulnera ese principio y es fuente segura de abusos que, a la par de limitar injustificadamente el ejercicio de una atribución propia del trabajo subordinado, cohonestan (quizá involuntariamente) resistencias inmotivadas del trabajador a cambios sin perjuicios efectivos y terminan por conspirar contra la propia regla de protección de la labor dependiente, incardinada en el art. 10, LCT. Precisamente, se dice que la facultad del art. 66, LCT, es de ejercicio discrecional, no absoluto. Correcto. La discrecionalidad no es irrazonabilidad, porque lo “irrazonable” –como se dijo– genera nocimiento seguro, material o moral. La praxis cotidiana lo confirma.
A propósito de ello, hace poco tiempo, la Corte Suprema de Justicia de la Provincia de Buenos Aires rechazó un recurso extraordinario de inaplicabilidad de ley, que si bien no ingresa derechamente en el análisis del ejercicio del ius variandi, en ese caso confirma la sentencia objetada, que había legitimado la decisión de despedir al trabajador renuente en aceptar el cambio de horario de trabajo, al invocar el dependiente –según surge del fallo– reiteradas y genéricas negativas a aceptar dicha decisión justificándolas en perjuicios materiales y económicos no verificados en autos. En buen romance, el supuesto perjuicio alegado para resistir el cambio de horario no fue acreditado y, con ello, la rebeldía del trabajador de no presentarse a trabajar –ni siquiera en su anterior horario, aclara el pronunciamiento de grado– evidenciaba un desinterés de su parte en prestar servicios, lo que comportó una injuria grave a los intereses del empleador, que impedía la continuación del vínculo

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. Lo gravitante de este antecedente es que sin perjuicio probado, la resistencia al cambio por el trabajador no encuentra fundamento y, por ende, no merece amparo jurídico.
Retomando conceptos, cabe destacar que si la atribución no puede ser materializada abusivamente –postulado que compartimos, por –- discrepamos entonces en que el límite frente a ese peligro pueda fincar en la sola “inamovilidad” de lo que cada juez pueda, en cada caso concreto, conceptualizar o definir como modalidad esencial del vínculo, si no hay daño cierto (probado) que avale la doble opción que la ley le confiere al trabajador: el despido indirecto o el restablecimiento de la condición anterior. Y esa prueba –excepción hecha, como dijimos, de aquellos casos en que la lesión emerja indudable (hecho notorio o patente) o violente mínimos inderogables e indisponibles (arts. 12 y cc. LCT)– la prueba del nocimiento debe rendirla el trabajador (no el principal) desde que, si asume la determinación de liquidar el contrato frente al ejercicio del derecho que consagra el art. 66, LCT, a favor del empleador, es –como en la generalidad de los casos de despido indirecto– quien alega la disolución de la relación quien carga con la actividad de demostrar la inconducta grave e injuriosa del contratante que impide la continuación de la relación.
O sea, prueba quien invoca causa suficiente para desplazar el principio que consagra el art. 10, LCT, sin que pueda recurrirse a la interpretación que propone el actual art. 9 (su texto recientemente modificado), en tanto esa directiva opera sólo en caso de duda, mas de ningún modo invierte la carga de la prueba.
A diferencia de lo que pensamos, el decisorio anotado indica que la sola alteración unilateral de una de las nominadas modalidades esenciales de la relación, el lugar de tareas, importa ejercicio irregular de la facultad del art. 66, LCT, y el trabajador está liberado de acreditar su resistencia al cambio. Disentimos, como se dijo, en ambos postulados. Primero, porque la sola modificación del lugar de trabajo, sin derivación perjudicial para el trabajador, no puede nunca legitimar la rebeldía de éste, quien, en todo caso, deberá acreditar el motivo de su negativa (a nuestro ver, el agravio que le provoca la modificación; no que ésta recae sólo en una condición esencial de la relación) y, de disolver el contrato por ello, probar no solamente la inconducta atribuida al empleador, sino que además, ella es grave y suficientemente injuriosa como para extinguir el vínculo.
De lo contrario ingresamos –planteado respetuosamente– en el campo de los dogmas y, de allí al abuso hay un paso, porque en nuestro criterio, la idea protectiva que recorre la cláusula del art. 66, para el trabajador, es precisamente evitar que el ejercicio del poder de organización y dirección por parte del empleador sobre las formas y modalidades de la prestación inicialmente acordadas, le provoque un daño, sea patrimonial, sea moral. En consecuencia, cuando ese daño no existe, la sola circunstancia de trocarse unilateralmente una modalidad llamada “esencial”, no justifica que el trabajador liquide la relación, salvo que, repetimos, acredite un efectivo nocimiento derivado directamente (relación causal adecuada) del ejercicio de dicha potestad, en el caso concreto, o bien que se está ante un ostensible quebrantamiento de disposiciones mínimas e indisponibles para las partes, en razón del orden público laboral ■

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1) CNAT, Sala VIII, 05/03/09, in re: “Klener, Rosa Judit c/ Inversiones en Clubes de Campo SA s/ despido”, MJ-JU-M-44553-AR.
2) Grisolía, Julio Armando – Hierrezuelo, Ricardo Diego, Derechos y deberes en el contrato de trabajo, Prólogo de Estela Milagros Ferreirós, Abeledo Perrot, mayo de 2008, pp. 119/120, notas 13 y 14.
3) CSJBA, in re: “Lissarrague, Gastón Esteban c/Sarbed SRL s/ indemnización por despido”, fallo del 15/4/09, www.microjuris.com.ar”, del 16/7/09, MJ-JU-M-44527-AR.

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