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El cuidado personal. Algunas consideraciones sobre la modalidad alternada. El deber alimentario

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a práctica profesional enriquece tanto como el ejercicio de la magistratura y en el Derecho de Familia, con la particularidad de que (salvo los aspectos estrictamente económicos derivados del divorcio) el compromiso debe ser, siempre y para todos los protagonistas, el del bienestar del menor, que es un mandato legal (con base constitucional) y, agregamos, esencialmente moral.
El asunto estriba en llegar a soluciones justas cuando de la obligación alimentaria se trata. El CCyC ha venido no solamente a democratizar el cúmulo de derechos y obligaciones derivados de la responsabilidad parental, sino a trazar líneas rectoras en las cuales nos corresponde –también a todos los operadores del sistema– bucear infatigablemente para evitar que, con diferentes moldes, se repliquen situaciones de otrora (ajustadas a otros tiempos y a otra cultura social). Veamos.
El codificador, luego de conceptualizar el «cuidado personal» como el conjunto de derechos y obligaciones de los progenitores referidos a la vida cotidiana del hijo, sostiene –a nuestro ver, como regla general– que ante padres no convivientes, cualquiera de ellos o ambos pueden acometer la tarea que el cuidado del hijo menor implica, incluido esencialmente la de alimentarlo, deber que es concurrente pues pesa sobre ambos; para ser más claros, pesa sobre ambos progenitores la obligación inaplazable de alimentar a sus hijos.
Los problemas suelen plantearse (básicamente en torno de los alimentos) a partir de esa suerte de prioridad que la norma consagra en favor de la modalidad indistinta del cuidado personal por sobre la alternada y la unilateral (art. 651). En nuestra humilde opinión, intuimos que la ley ha querido convertir en excepción solamente –como tal– la modalidad unilateral, y de allí que la haya sometido a una serie de pautas evaluativas o de ponderación que para la modalidad alternada no se exigen. Empero, ha ocurrido que la versión literal de las disposiciones legales implicadas (al menos de la que surge del art. 656) parece haber colocado en el marco de la excepcionalidad también la modalidad alternada. Discrepamos de ese desenlace, que es el que se verifica en no pocos casos con derivaciones discutibles en el campo del deber alimentario.
Entendemos que el régimen de cuidado personal les corresponde a ambos progenitores sin distingos, salvo que, en cada circunstancia puntual, el interés superior del niño justifique el tratamiento diferente; interés superior que –debe decirse– no es un concepto abstracto sino referido a la efectiva, cabal y justa atención de las necesidades del menor y de su bienestar general en todos los campos que enlista el art. 659 (educación, salud, alimentos, esparcimiento, vivienda e indumentaria). Puesto entonces en ese escenario, tal que ambos padres comparten (y deben) el cuidado personal del niño, tanto la modalidad indistinta como la alternada deben enlistar, ambas, como opciones igualmente válidas para los padres y para el tribunal que deba resolver el contrapunto, si existiere. No es un dato menor, porque la alternancia no solamente consolida aquel paradigma relativo a la democratización de los progenitores en la faena de educar, acompañar y participar activamente del proceso de crecimiento del menor (enmarcado en otro principio no menos trascendente que es el de autonomía progresiva), sino que refuerza el contacto sano y fluido que el niño tiene como derecho inalienable respecto de sus padres, desde que la propia convivencia distribuida en el tiempo con cada uno de ellos afianza el vínculo, al tiempo que permite edificar una identidad propia desde la diversidad con la que cada progenitor obra su cuidado. Pero no solamente eso, sino que también la modalidad alternada de cuidado personal echa sus redes en aquella responsabilidad concurrente en torno al deber alimentario, desde que impone que cada progenitor asuma esa obligación (sin recurrir al otro) mientras el niño esté a su cuidado, salvo que se pruebe adecuadamente que la escasez insuperable de recursos de uno de ellos efectivamente afecte el nivel de vida del menor (cuando está a su cargo), en cuyo caso, el otro progenitor deberá abonar, en principio y en dinero, una cuota alimentaria.
Como se aprecia, no hay razones para juzgar (ab initio o dogmáticamente) la modalidad alternada como no prioritaria o preferencial, al mismo nivel que se pondera la indistinta. Luego, en la medida en que no se presenten obstáculos materialmente insalvables o que pongan en riesgo real (no simulado ni artificioso) el bienestar del niño, abonamos –o sostenemos– la idea de que la alternancia exhibe más méritos que deméritos. Ello así, pues a los que señalamos respecto de la consolidación del vínculo de los hijos con sus padres y el desarrollo de aquellos en ámbitos que les permitan crecer desde la diversidad de ideas, costumbres, principios y cultura que cada hogar cultive, se suma la evitación (al menos como aspiración legítima) de pretensiones que (y no son infrecuentes) al amparo de supuestos ‘alimentos’, importan en los hechos convertir a los hijos en socios del progenitor/a no conviviente (o a éste en donante de sumas mensuales de dinero tras la formalidad de una supuesta cuota alimentaria) o, en su caso, soliviantar la comodidad del progenitor conviviente que administra el dinero de los alimentos, o (y no exageramos) destinar esos recursos a financiar proyectos propios, cuando no a satisfacer aspectos de la vida personal de quien tiene el cuidado, bien alejados del interés del menor y del destino efectivo que debe tener la mesada alimentaria. La alternancia pone en crisis ese esquema (y allí reside uno de sus méritos) pues tiene como norte –además de las virtudes ya destacadas– emplazar a los progenitores a asumir efectivamente el costo de la manutención de sus hijos cuando están a su cuidado, y evitar la conflictividad que (quiérase o no) genera la determinación de una prestación alimentaria en dinero.
Compartir la convivencia tiene ese doble efecto y en modo alguno puede entenderse injusto, porque en la medida en que se pruebe –y la prueba debe ajustarse al único interés que demanda idónea protección: el del menor– que la ausencia de recursos de uno de los padres (o su limitación insuperable) importa afectar el nivel de vida del niño en el hogar menos beneficiado, deberá el otro abonar una cuota alimentaria –que entendemos no debe ser del mismo tenor que la que abone el progenitor no conviviente– para parificar los escenarios, extremo este que no puede estar atado sólo a criterios de mero lujo, conveniencia del adulto o de placeres innecesarios, en tanto el nivel de vida digno (que es la pauta a considerar) está circunscripto a la satisfacción adecuada (no lujosa) de las necesidades de salud, educación, vivienda, alimentos, recreación y vestuario del menor. Esto no depende (a modo de ejemplo) si un inmueble es más amplio que el otro, o si uno de los progenitores tiene más de un vehículo o, en su caso, un ingreso mayor, si al propio tiempo ello no repercute directamente, afectándolo, en el nivel de vida del menor cuando no está a su cuidado. Luego, el costo de aquellos rubros que no derivan directamente de la convivencia –salud y educación, por caso– deberán compartirse; y los que resultan derechamente vinculados al cuidado deben ser satisfechos por cada progenitor cuando el niño esté a su cargo. Y nos parece atinado advertir que, en orden a la excepción relativa al nivel de vida en ambos hogares, la ley habla de ‘recursos equivalentes’, no exactamente de ‘iguales ingresos’, lo que importa que cada progenitor debe poner el máximo esfuerzo, empeño y dedicación trabajando (o procurar hacerlo), restándole horas al descanso y a la diversión en pos de atender ese derecho humano esencial que implica el alimento.
No es dable simplificar pensamiento y discurso en un tema de altísima sensibilidad y consideración, apelando a la comodidad, despreocupación, la mera conveniencia o las situaciones impostadas que lo que menos atienden es al bienestar de los menores, sujetos –siempre– de preferente tutela. De tal suerte que la falta de equivalencia en los recursos debe provenir –a más de afectar realmente el nivel de vida del niño– de una situación no generada por (o ajena a) el propio progenitor, e insuperable para éste, en el marco del aquellas pautas de máximo esfuerzo, trabajo, dedicación y empeño. No es lo mismo quien puede y quiere trabajar, que aquel que sin portar impedimentos físicos y con tiempo suficiente prefiere no hacerlo. En esta última hipótesis, no será factible alegar la ausencia de recursos equivalentes como argumento para peticionar del otro progenitor el pago de una cuota alimentaria, aun cuando la tarea doméstica de cuidado del menor tenga una significación económica a valorar, pues precisamente en la hipótesis de la modalidad alternada esa faena la despliegan por igual ambos progenitores.
Por tanto, no opugnamos la modalidad compartida de cuidado personal, sino que este pequeño aporte tiende a alentar la alternada, pues la apreciamos «a priori» con muchas ventajas en el devenir de la cotidianidad del niño que, lejos de perjudicar su interés superior, lo fortalece.
Ahora bien, ninguna de las modalidades de cuidado personal legisladas en el CCyC podrá ser fecunda si no se concreta oportunamente la voluntad del menor, quien tiene el derecho inalienable a ser oído y a que sus deseos sean tenidos en cuenta, atendidos y razonablemente ponderados, lo que importa decir que el juez no puede convertirse (sin resignar su compromiso impuesto por normas convencionales, constitucionales y legales expresas) en una suerte de garante acrítico de cualquier ‘decisión’ del niño, pues no obstante que el menor no es objeto sino sujeto de derecho, las resoluciones que sobre su vida cotidiana se asuman deben preservar siempre su bienestar, que no siempre coincide con sus deseos, algunos inaplazables y justos, otros imaginarios y no pocos implantados por la manipulación de los propios progenitores y, también, por esa comodidad que la inmadurez no alcanza a comprender y que es tan efímera como dañosa. Para estos casos en que el niño es oído por el juzgador, propiciamos una escucha profesional (equipo técnico) que coadyuve al juez a ponderar la real madurez del niño, niña o adolescente en cuestión, de modo tal que ese menor que llega por primera vez al proceso judicial, envuelto en la problemática de los adultos, sus padres (usualmente derivada de la ruptura del proyecto de vida en común), sea realmente «su» opinión, sin manipulaciones, la que ayude al juez a tomar una decisión en uno u otro sentido.
Ahondemos ahora en la idea de por qué, a nuestro entender, convierte el cuidado personal compartido y alternado (art. 650, CCyC) en la regla y no en la excepción. En principio, la prestación alimentaria en sí misma y como la vemos en la cotidianidad del ejercicio del foro, desaparece, lo cual elimina del núcleo familiar un foco permanente de conflicto, lo que no es poco, si bien la ley exige como requisito una equivalencia, y repetimos, equivalencia no implica igualdad de recursos entre ambos progenitores, haciéndose cargo en la cotidianidad de su manutención y mientras permanezca bajo su cuidado personal. La situación contraria, es decir, la falta de equivalencia entre ambos ingresos, permite al juzgador analizar el caudal económico de cada progenitor con un único objeto: que el hijo mantenga un nivel similar de vida en ambos hogares, lo que efectiviza el mandato constitucional del «interés superior del niño» permitiendo que este niño, titular de sus propios derechos, goce de una adecuada cobertura de sus necesidades, lo que hará posible, a la larga, que crezca saludable y pueda desarrollarse adecuadamente conforme su propia impronta personal. La familia es la célula social primigenia; por ende, si de su seno crecen niños que pueden convertirse en el día de mañana en adultos íntegros y responsables, toda la sociedad se verá altamente enriquecida.
Así, y en este orden de ideas, se debería considerar la modalidad de cuidado personal alternada como la regla, ya que pensamos solo redunda en beneficios para niño, niña o adolescente, permitiendo que los actores adultos principales (los padres) se vean involucrados en la crianza, educación y desarrollo de sus retoños, lo cual efectiviza en definitiva la principal responsabilidad de éstos. Vemos a diario a padres que bajo la modalidad indistinta se abstraen de sus obligaciones, ya que un «régimen comunicacional», por más adecuado que parezca a las circunstancias del caso, deja muchas veces en mera ilusión la posibilidad de que el progenitor no conviviente pueda verse involucrado en la educación y cuidado del niño, convirtiéndose en muchos casos que vemos pasar por nuestros despachos en objeto de las mezquindades del progenitor conviviente, quien manipula convenientemente las necesidades del hijo en común a su propio antojo y, a veces también, en su propio beneficio.
La modalidad de cuidado personal alternado permite concretar en el plano fáctico el derecho de los hijos de relacionarse con ambos progenitores, siempre partiendo de la base de que para ello debe existir una relación de mutuo respeto en las relaciones personales de las partes involucradas (padres e hijos).
Si en este orden de ideas que se viene desarrollando ambos progenitores cuentan con equivalencia de ingresos para la manutención del hijo, la mesada alimentaria –como usualmente la conocemos– pierde razón de existir, ya que en cada hogar se proveerán las necesidades del niño menor de edad relacionadas con la vivienda, alimentación, vestimenta, recreación, salud, y sólo restaría acordar o decidir el pago de la educación, la cual podría ser afrontada por ambos padres por igual a los fines de mantener la equidad de gastos.
Podemos preguntarnos ahora, si continuamos defendiendo la modalidad alternada, qué pasaría en los casos en los que no exista tal equivalencia de ingresos entre ambos padres. Pues, es clara la respuesta: la mesada alimentaria cobra vigencia nuevamente respetando siempre el criterio de proporcionalidad entre necesidad del niño y posibilidad económica del alimentante, lo cual se traduce en que el monto de la cuota de alimentos debe guardar siempre correlación con lo que el niño necesita para vivir, crecer, educarse, gozar de esparcimiento y de un sistema de salud adecuado, todo lo que indica que si bien los alimentos se deben conforme condición y fortuna de los progenitores, el quantum de la cuota debe determinarse conforme las concretas y reales necesidades del niño que acontecen mes tras mes, y las posibilidades económicas del padre que tiene mayores ingresos, marcando este último el límite económico de la cuota alimentaria, ya que un progenitor que percibe ingresos mínimos no será exigido a pagar una cuota alimentaria que supere sus posibilidades; y, para el caso contrario, aquel progenitor que posee mayor fortuna y altos ingresos mensuales, no será obligado a pagar más allá de lo que el niño realmente necesita para vivir. Cada caso en concreto aportará las distintas pautas y circunstancias a valorar por el juzgador, pero entendemos que el límite del monto de la mesada alimentaria estará siempre dado por las necesidades del niño.
A modo de conclusión, podemos decir que en la casuística judicial la modalidad alternada de cuidado personal no es la elegida por el juzgador como regla. Si bien la literalidad de la norma planteó la excepcionalidad del cuidado personal como el unilateral, en la práctica parece perfilarse la modalidad compartida y alternada como parte de la excepción; entendemos así, que no es una conclusión deseada por el legislador, sino una derivación incorrecta de la interpretación judicial.
La familia debe ser protegida legalmente como célula madre de la sociedad, y entendemos ese fue el fin primero de la reforma que dio luz al nuevo CCyC, pues así, el desarrollo pleno y armónico de los individuos que en su interior se formen dependerá de la equitativa distribución de las tareas, obligaciones y cargas de los progenitores, lo cual favorece la verdadera igualdad de género, siempre que el entendimiento y respeto mutuo entre los padres permita una modalidad alternada de cuidado personal de los hijos en común, como primera opción■

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*) Abogada.
**) Abogado.

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