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Control de Constitucionalidad: cuestiones políticas no justiciables*

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Introducción. El constitucionalismo en sentido pleno. El principio de supremacía constitucional. La función judicial. Génesis del control de constitucionalidad. El deber de ejercer el control de constitucionalidad por parte de los jueces. Las cuestiones políticas no justiciables. La doctrina de la judiciabilidad plena. Conclusiones.
Introducción
El ejercicio del control de constitucionalidad por parte de los jueces – traducido en la facultad de examinar si las leyes y actos de gobierno, en su aplicación a los casos sujetos a su decisión, guardan conformidad con la Ley Fundamental– constituye una atribución esencial de los magistrados como integrantes del ordenamiento institucional, pues representa una garantía de la mayor eficacia para asegurar los derechos esenciales de las personas frente a los excesos de los otros Poderes del Estado en el ejercicio de su autoridad. Esta facultad, derivada del art. 31, CN, se traduce en un imperativo constitucional pues “todos los jueces de cualquier fuero, jurisdicción y jerarquía, nacionales o provinciales deben examinar las leyes en las causas concretas que deben decidir, confrontándolas con el texto y la significación de la Constitución para decidir si son compatibles con ella, absteniéndose de aplicarlas cuando las encuentren en pugna”

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. La cuestión es de enorme trascendencia e impacto, porque en el ejercicio del control de constitucionalidad no sólo está comprometida la vigencia de la norma cuya constitucionalidad se cuestiona, sino la supremacía de la propia Constitución, norma fundamental, pilar fundante del orden jurídico

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y continente de los principios rectores que configuran un sistema de valores esenciales que informan el ordenamiento jurídico todo. Y el sistema de control de constitucionalidad de las leyes y actos de gobierno por parte de los jueces se muestra como el mecanismo de defensa más eficaz para garantizar la plena vigencia de la Ley Suprema

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. Karl Lowenstein manifestaba enorme preocupación por lo que denominaba el “carácter demoníaco del poder”, pues –señalaba– el poder tiende a corromper, por lo que resulta imperativo que el ejercicio del poder político sea limitado y controlado

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. El control de constitucionalidad es, pues, un sistema inherente al propio Estado de Derecho. La teoría de las “cuestiones políticas no justiciables” pretende sustraer determinadas áreas o esferas de actuación del poder político al control de constitucionalidad o, más aún, de la judiciabilidad; la teoría no puede tener cabida en el imperio de un Estado de Derecho, pues importa tanto como sostener que la autoridad pública, en determinada esfera de su actuación, está fuera del ordenamiento jurídico. El postulado aparece así como contrario al constitucionalismo que es, precisamente, la construcción jurídica tendiente a someter el ejercicio del poder a la Constitución. La afirmación de una esfera de poder omnímoda en el ámbito institucional es incompatible con los postulados en los que se asienta el Estado constitucional de Derecho.

El constitucionalismo en sentido pleno
En líneas muy generales pueden sintetizarse en dos los tipos o modelos de sociedad que dan sustento a sus correspondientes tipos constitucionales: un modelo de sociedad cerrada, en la que la unidad moral básica no es el individuo, la persona, sino la comunidad, a la que se concibe como una unidad basada en valores o tradiciones, modelos válidos para ser impuestos por estar orientados –según esta concepción autoritaria de la organización del Estado– al bien común, por lo que resulta imperioso sean preservados sacrificando toda idea de libertad o individualidad, pues la finalidad primordial en esta clase de sociedades no es otra que la de mantener la uniformidad en la concepción del bien personal, generalmente fundado en valores religiosos

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. Este modelo constitucional se caracteriza por estructurar el Estado sobre la base de una severa concentración del poder que es la que permite sostener el modelo cerrado, en el que la “autoridad” decide acerca del bien individual (que no es otro que el bien común) y también acerca de los medios adecuados para alcanzarlo. Para el modelo de sociedad abierta o liberal, por el contrario, la persona no puede ser considerada como una parte indiferenciada –y uniformada– de una comunidad a cuyo interés deba quedar supeditada, sino dueña soberana de su propia individualidad y por ende de su propio destino, su proyecto vital un fin en sí mismo y el que determina la concepción del bien a la que ajusta su vida, pues la persona es el mejor juez de sus propios intereses. El tipo constitucional que responde a la concepción liberal o individualista garantiza los derechos individuales sin subordinación a cualquier concepción del bien en particular, y propone un severo sistema de frenos y contrapesos en el ejercicio del poder para evitar la preponderancia –o la tiranía– de un Poder del Estado sobre los otros. El modelo liberal consagra y defiende la inviolabilidad de los derechos individuales: cada individuo es libre de decidir acerca de su propio proyecto vital pues las personas son libres e iguales y cada persona merece igual consideración y respeto; no hay autoridad legitimada para indicarle cuál es el modelo de vida que debe seguir, ni los ideales que debe adoptar. Dentro de este esquema, se fortalecen los derechos individuales y sus garantías; cobra así preponderancia el rol asignado al Poder Judicial como el bastión al que acuden los particulares cuando sus derechos esenciales han sido vulnerados merced al accionar de los otros Poderes del Estado –o de particulares–, que quedan así sujetos al estricto control de los jueces: el control de constitucionalidad de las normas y de los actos de gobierno aparece como un mecanismo fundamental de control institucional; la “última palabra” la tienen los jueces, al quedar el poder político sujeto a su estricto control. Ahora bien, si el constitucionalismo en su etapa inicial se desarrolla en torno a la idea de libertad –constitucionalismo liberal–, la evolución se orienta hacia el constitucionalismo social sobre el que se asientan los cimientos del Estado Social de Derecho en el que la igualdad es también valor fundamental. El Estado Social de Derecho no sólo asegura y garantiza al hombre las condiciones naturales de su existencia –derecho a la vida, a la libertad, a la intimidad–, garantías negativas porque se traducen en prohibiciones tendientes a defender aquellas condiciones, sino que también asume el deber de asegurar las “garantías positivas”, pues el Estado no se limita a no interferir en esas condiciones naturales sino que se obliga a garantizar mejores condiciones de vida, derecho a la salud, a la educación, a condiciones de vida dignas. El derecho de acceso a la jurisdicción y la tendencia hacia la plena judiciabilidad de los actos de gobierno se muestran como la ampliación de nuevas garantías específicas destinadas a limitar el poder del Estado y a reforzar la plena exigibilidad de los derechos fundamentales.

El principio de supremacía constitucional
El ordenamiento jurídico destinado a reglar la convivencia en sociedad requiere, por su propia naturaleza, de una norma superior, fundante de las restantes normas jerárquicamente inferiores y destinada a conferirles validez y unidad. La supremacía de la Constitución es, pues, principio de lógica jurídica impuesto desde diversos puntos de vista: desde un punto de vista sociológico, al contener la Constitución el sistema de valores sobre el que se asienta la organización social; desde el punto de vista político, al contener la estructura básica de la organización política del Estado, y desde el punto de vista jurídico como cimiento sobre el que descansa el resto del ordenamiento

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. Ahora bien, si en un Estado de Derecho el ejercicio de la autoridad pública está sometido al ordenamiento jurídico y éste a su vez debe ajustarse a los mandatos de la Constitución, principio y meta del sistema, es indispensable organizar un mecanismo que asegure su plena efectividad y vigencia a fin de que el principio de supremacía constitucional no sea una mera expresión de deseos. Kelsen sostenía que el control de constitucionalidad es esencial para mantener la supremacía de la Constitución cuya garantía –según el jurista vienés– reposa, precisamente, en la posibilidad de invalidar las normas que le sean contrarias, invalidez que no podría ser declarada por el mismo órgano que dictó la ley, sino por el órgano encargado de su aplicación e independiente del primero. El sistema de control de constitucionalidad es, pues, lógico corolario del principio de supremacía constitucional sobre el que se asienta el Estado de Derecho.

La función judicial
El ideal de la democracia liberal es que entre el individuo y la coacción estatal se interponga siempre un juez

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. De allí la necesidad imperiosa de que quienes ostentan esa condición sean independientes con relación a los restantes Poderes del Estado, pues el Poder Judicial –través de quienes lo integran– se erige en aquel Poder autónomo que ejerce la función primordial de controlar el ejercicio del poder. El principio de la inviolabilidad de la dignidad de la persona –de carácter radical y absoluto– impone que, frente a toda acción del Estado traducida en una lesión o restricción de algún derecho individual, la persona tenga la posibilidad de participar en un proceso que le permita hacer valer sus argumentos en defensa de su posición. Fácilmente se colige que la garantía del debido proceso no puede hacerse efectiva sino mediante jueces independientes e imparciales a quienes los individuos puedan fácilmente acceder para reclamar en defensa de sus derechos.

Génesis del control de constitucionalidad
El principio de supremacía de la Constitución y el control de constitucionalidad se desarrolla en los Estados Unidos de América como garantía contra los abusos en el ejercicio del poder y la tiranía de la ley. El control de constitucionalidad de las leyes se ejerce por parte de todos los jueces en el ámbito de su actuación, en los casos traídos a su decisión. Los principios fundamentales del modelo norteamericano de control de constitucionalidad fueron enunciados por Alexander Hamilton en diversos artículos posteriormente recogidos en “El Federalista”. Dice Hamilton en el artículo número 78: “…Una Constitución es de hecho, una ley fundamental y así debe ser considerada por los jueces. A ellos pertenece, por lo tanto, determinar su significado, así como el de cualquier ley que provenga del cuerpo legislativo. Y si ocurriere que entre las dos hay una discrepancia, debe preferirse como es natural, aquella que posee fuerza obligatoria y validez superiores; en otras palabras, debe preferirse la Constitución a la ley ordinaria, la intención del pueblo a la intención de sus mandatarios”

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. Estos principios fueron recogidos por la CSJN en “Marbury v. Madison” (1803), en el voto del juez Marshall, quien en su pronunciamiento destaca: “O la Constitución es la ley suprema, inalterada por medios ordinarios, o se encuentra al mismo nivel que las leyes y, de tal modo, como cualquiera de ellas puede reformarse o dejarse sin efecto siempre que al Congreso le plazca… sin lugar a dudas la competencia y la obligación del Poder Judicial es decidir qué es ley… Los que aplican las normas a casos particulares deben por necesidad exponer e interpretar esta norma. Si dos leyes entran en conflicto entre sí, el tribunal debe decidir acerca de la validez y aplicabilidad de cada una. Del mismo modo, cuando una ley está en conflicto con la CN y ambas son aplicables a un caso, de manera que la Corte debe decidir conforme a la ley desechando la CN, o conforme a la CN desechando la ley, cuál de las normas en conflicto gobierna el caso. Esto constituye la esencia misma del deber de administrar justicia. Luego, si los tribunales deben tener en cuenta la Constitución y ella es superior a cualquier ley ordinaria, es la CN y no la ley la que debe regir el caso al cual ambas normas se refieren…”.

El deber de ejercer el control de constitucionalidad por parte de los jueces
En nuestro país, el ejercicio del control de constitucionalidad de las leyes no es una facultad; es un deber de todos los jueces nacionales o provinciales, sin distinción de fueros o jerarquías, impuesto por el principio de supremacía constitucional consagrado en el art. 31, CN. Los jueces –y en última instancia, la Corte Suprema– están obligados a garantizar la plena efectividad y vigencia de este principio y, por ende, de los derechos y garantías consagrados en la Constitución, velando –en definitiva– por el resguardo del principio de autonomía personal, del respeto irrestricto de la dignidad de las personas. Este deber ha sido ratificado por la Corte en numerosos fallos. En “Caffarena c/ Banco Argentino del Rosario de Santa Fe” (1887), la Corte dijo: “Está en la esencia del orden constitucional que los Tribunales tengan no sólo la facultad, sino la obligación de anteponer en sus resoluciones, los preceptos de la Constitución Nacional”. En “Sojo” (1887), la Corte reafirma el deber de ejercer el control de constitucionalidad por parte de los jueces; en “Municipalidad de la Ciudad de Bs. As. c/ Elortondo” (1888), la Corte sienta definitivamente los principios atinentes a ese control: “Es elemental en nuestra organización constitucional la atribución que tienen y el deber en que se hallan los Tribunales de Justicia de examinar las leyes en los casos concretos que se traen a su decisión, comparándolas con el texto de la Constitución para averiguar si guardan o no conformidad con ésta y abstenerse de aplicarlas si las encuentran en oposición con ella, constituyendo esta atribución moderadora uno de los fines supremos y fundamentales del Poder Judicial nacional y una de las mayores garantías con que se ha entendido asegurar los derechos consignados en la CN contra los abusos posibles e involuntarios de los poderes públicos…”. El principio ha sido reiterado en casos recientes: “González c/ Chubut” (2000)

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; “Famyl c/ Estado Nacional (2000)

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. El deber de ejercer el control de constitucionalidad por parte de los jueces supone un caso sometido a su decisión, es decir, una cuestión judicial que involucre relaciones o situaciones jurídicas respecto de las cuales se haya requerido un pronunciamiento jurisdiccional: los jueces no pueden ejercer el control de constitucionalidad en abstracto, sino siempre que se haya planteado una cuestión sujeta a resolución jurisdiccional. Ahora bien, no obstante haber sostenido enfáticamente el deber impuesto a los jueces de ejercer el control de constitucionalidad, la propia Corte ha enunciado una serie de reglas de autolimitación cuya aplicación ha venido –en los hechos– a desvirtuar la función primordial de los jueces, que no es otra que la de garantizar a las personas –físicas o jurídicas– la efectiva y plena vigencia de sus derechos constitucionales. Tales son: 1) La declaración de inconstitucionalidad de una norma es un acto de suma gravedad institucional y por tanto ha de ser considerada como la última ratio del orden jurídico

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; 2) La declaración de inconstitucionalidad solo puede pronunciarse cuando la repugnancia con la cláusula constitucional que se invoca sea manifiesta y la incompatibilidad inconciliable. En caso de duda ha de estarse a favor de la constitucionalidad

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; 3) Los jueces no pueden declarar la inconstitucionalidad de oficio

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; 4) Los actos que suponen el ejercicio de facultades privativas correspondientes a otros órganos y las cuestiones políticas no son justiciables.

Las cuestiones políticas “no justiciables”
El orden jurídico no constituye una mera formulación teórica y genérica de reglas de conducta; supone la aplicación de esas reglas a conflictos de intereses que involucran a sujetos de derecho, aplicación que se concreta mediante la interpretación que hacen los jueces de las normas genéricas, teniendo en cuenta las circunstancias de hecho vinculadas al caso sometido a su decisión, a fin de que se realice el ideal de Justicia que –se supone– el legislador tuvo en miras al sancionar la ley. Y en este proceso de interpretación y valoración de la norma genérica para su aplicación al caso sujeto a decisión, los jueces deben examinar si la norma en cuestión se ajusta a los mandatos de la Constitución. Esta doctrina ha sido reiterada recientemente in re “Banco Comercial de Finanzas SA (en liquidación Banco Central de la República Argentina) s/quiebra”

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, en los que la Corte dice “…Que reiteradamente ha señalado esta Corte que ‘es deber elemental en nuestra organización constitucional la atribución que tienen y el deber en que se hallan los Tribunales de Justicia de examinar las leyes en los casos concretos que se traen a su decisión, comparándolas con el texto de la Constitución para averiguar si guardan o no conformidad con ésta y abstenerse de aplicarlas si las encuentran en oposición con ella…”. Sin embargo, una de las autolimitaciones más relevantes a este deber ha sido tradicionalmente impuesta mediante la aplicación de la doctrina de las denominadas “cuestiones políticas no justiciables”, según la cual una determinada esfera de actos de gobierno está exenta del control judicial de constitucionalidad. La doctrina aparece enunciada por primera vez en “Cullen c/ Llerena (1893)

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, en que la Corte consideró que “La intervención nacional en las provincias en todos los casos en que la Constitución la permite o prescribe, es un acto político por su naturaleza, cuya verificación corresponde exclusivamente a los poderes políticos de la Nación; y así está reconocido en nuestros numerosos precedentes al respecto, sin contestación ni oposición de ningún género; todos los casos de intervención a las provincias han sido resueltos y ejecutados por el poder político, esto es, por el Congreso y el Poder Ejecuctivo sin ninguna participación del Poder Judicial…”. La doctrina, invocando el principio republicano de la división de poderes, sostiene que los actos cumplidos por el Poder Ejecutivo o Legislativo en el ámbito de facultades que le son privativas no pueden ser objeto de revisión judicial pues ello importaría invadir su esfera de actuación en desmedro de aquel principio. Así lo sostuvo la Corte en precedentes relativamente recientes: en “Guadalupe Hernández s/ amparo (1999)

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; en el voto de la mayoría (Nazareno, Moliné O’Connor, Boggiano, Guillermo A. López y Adolfo Vázquez) sostuvo “…Que en las causas en que se impugnan actos cumplidos por otros Poderes en el ámbito de las facultades que les son privativas, la función jurisdiccional no alcanza al modo del ejercicio de tales atribuciones pues ello importaría la invasión que se debe evitar… Que la cuestión planteada en el sublite concierne al funcionamiento del Senado de la Nación en el cumplimiento de sus funciones privativas (art 64, Carta Magna)… Que como lo ha señalado este Tribunal, no es admisible que los magistrados exorbiten los límites de sus atribuciones y actúen sustituyendo aquellos mecanismos parlamentarios aptos para resolver la controversia. De otro modo, la actividad judicial podría ser utilizada para interferir los resultados que en el marco parlamentario genera la voluntad de las mayorías, lo que no resulta posible admitir sin quiebra del orden constitucional que esta Corte debe preservar…”. La minoría (Carlos S. Fayt, Augusto César Belluscio, Enrique Santiago Petracchi y Gustavo A. Bossert), en cambio, no renunció a la facultad de la Corte de ejercer el control de constitucionalidad en la cuestión. La doctrina de las cuestiones políticas “no justiciables” ha recibido también favorable acogida en el Tribunal Superior de la Provincia: en autos “Miranda Liliana c/ Municipalidad de Córdoba – amparo”

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consideró que “… Es sumamente discutible en el marco del Derecho Público el real alcance de la revisión judicial de materias vinculadas con cuestiones políticas de gobierno o institucionales, excluyéndose generalmente el control judicial en sus aspectos primordiales…”. En “Sucesión de Francisco Panetta c/ Municipalidad de Córdoba– Acción declarativa de inconstitucionalidad”)

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dijo “…El juzgamiento de las circunstancias y a quienes comprende el régimen de regularización de obligaciones tributarias es materia exclusiva de las autoridades políticas y por lo tanto, exenta del ámbito jurisdiccional…”.
En fin, como lo señalaba con su habitual lucidez y agudeza Bidart Campos en 1966, “las cuestiones políticas han nacido como consecuencia de una actitud de abstención por parte de la judicatura; los tribunales no han querido entrar a conocer de determinados casos en los cuales un pronunciamiento adverso al gobierno podía ser inconveniente o fatal”

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. La doctrina de la no judiciabilidad de las cuestiones políticas revela, en los hechos, una ‘decisión política’: la de convalidar la actuación del poder político, eludiendo evaluar si esa actuación se conforma con los preceptos de la Constitución.
El 21/9/04, en autos “Zavalía José Luis c/ Santiago del Estero, Provincia de, y Estado Nacional – s/ amparo”, la Corte admitió la medida cautelar requerida por la actora y en su mérito ordenó suspender el llamado a elecciones para convencionales constituyentes dispuesto por la ley local 6667 “hasta tanto se dicte una sentencia definitiva que determine el alcance de las atribuciones del interventor federal al respecto…”. Consideró que “de proseguirse el proceso de reforma constitucional ya iniciado con el ejercicio de las facultades preconstituyentes que el actor niega al interventor federal y dictarse una sentencia favorable a esa pretensión, o bien la decisión podría ser ineficaz frente a los actos ya cumplidos o bien éstos podrían quedar viciados de nulidad, con el consiguiente trastorno institucional que ello acarrearía y la inútil realización de importantes erogaciones; en cambio, si la sentencia fuese desfavorable, la temporaria suspensión de aquel proceso no implicaría ninguna consecuencia negativa…”. Se advierte cómo la Corte, bien que hasta ahora en el marco de una medida cautelar, ha asumido plenamente su eminente función de ejercer el control de constitucionalidad de una cuestión política.

La doctrina de la judiciabilidad plena
La doctrina de la judiciabilidad plena de la actuación del poder político aparece enfáticamente destacada en el voto en disidencia del juez Luis M. Varela en “Cullen c/ Llerena” (1883). Señalaba el magistrado: “ Si la Constitución Argentina ha dado jurisdicción a los tribunales federales en todas las controversias que versen sobre puntos regidos por la Constitución, ni la ley ni la Corte Suprema pueden hacer distinciones. Allí donde la Constitución no hace distinciones no puede nadie hacerlas…”.
En un Estado de Derecho, los tres Poderes del Estado deben conformar su actuación a los preceptos de la Constitución; es un “absurdo jurídico” suponer que la Ley Suprema, al conferir al poder político determinadas atribuciones ha pretendido colocarlo, por esa virtud, fuera del orden jurídico, pues tales potestades no pueden ejercerse sino en el marco fijado por la Constitución. Y es, precisamente, deber de los jueces controlar que en los casos traídos a decisión la actuación del poder político se haya ajustado a los mandatos constitucionales. Está claro que el Poder Judicial no puede invadir la esfera de actuación de los otros Poderes del Estado: su función no es otra que la de resolver las causas traídas a su decisión y en una tal función, es deber primordial velar por el respeto irrestricto del principio de supremacía constitucional; ello así, cuando los derechos y garantías de rango constitucional aparecen vulnerados merced a la actuación de los otros Poderes del Estado, habrá de declararse su invalidez constitucional cualquiera fuera la índole de la cuestión. La presunción de legitimidad de los actos de gobierno no puede ser sostenida frente a una lesión a derechos constitucionales; al contrario, dada una tal lesión, mas bien cabe suponer la falta de legitimidad del accionar que la ha causado, y al interesado en su validez corresponderá aportar las razones tendientes a su justificación. Ello por cuanto “discrecionalidad” no es sinónimo de “irracionalidad”; y frente a la demanda del damnificado, la revisión de la racionalidad de la medida tachada de inconstitucional es función –y deber– de los jueces. No hay, pues, cuestión política alguna exenta del control de constitucionalidad; afirmar lo contrario importa tanto como concluir que la Constitución ha venido a conferir al poder político una suerte de poder omnímodo, absoluto y de ejercicio arbitrario, conclusión ésta que, afortunadamente, en un Estado de Derecho aparece como impensable y absurda.

Conclusiones
1. En un Estado de Derecho, el Poder Judicial representa el bastión al que acuden los particulares en demanda de protección frente a los abusos o excesos en el accionar de los otros Poderes del Estado. 2. El sistema de control de constitucionalidad de las leyes y actos de gobierno es lógico corolario del principio de supremacía constitucional sobre el que se asienta el Estado de Derecho y un mecanismo fundamental de control institucional. 3. El derecho de acceso a la jurisdicción y la plena judiciabilidad de los actos de gobierno se muestran como la ampliación de nuevas garantías específicas destinadas a limitar el poder del Estado y a reforzar la plena exigibilidad de los derechos fundamentales. 4. La garantía del debido proceso no puede hacerse efectiva sino mediante jueces imparciales e independientes a quienes las personas puedan fácilmente acudir para reclamar en defensa de sus derechos. 5. El Poder Judicial, a través de sus integrantes, se erige en el Poder autónomo que ejerce la función primordial de controlar el ejercicio del poder a fin de garantizar el respeto irrestricto de los derechos individuales. 6. La actuación de los tres Poderes del Estado debe ajustarse a los mandatos constitucionales. No hay cuestión política alguna exenta del control de constitucionalidad ■

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*) El presente artículo es una síntesis del trabajo presentado por la autora en el curso “Temas actuales de Derecho Constitucional” – Carrera del Doctorado – Fac. de Derecho y C. Sociales – Universidad Nacional de Buenos Aires
1) Del voto de los doctores Fayt y Belluscio, CS, 24 abril 1984, ED, 108–475.
2) El principio de supremacía constitucional está consagrado en el art. 3, CN, que reza: “Esta Constitución, las leyes de la Nación que en su consecuencia se dicten por el Congreso y los tratados con potencias extranjeras son la Ley Suprema de la Nación; y las autoridades de cada provincia están obligadas a conformarse a ellas…”. La norma se inspira en el art. VI, cláusula 2ª. de la Constitución de los EE UU: “Esta Constitución y las leyes de los Estados Unidos que se expidan de conformidad con ella y todos los tratados celebrados o que se celebren bajo la autoridad de los Estados Unidos estarán obligados a observarlas, a pesar de cualquier disposición en contrario de las constituciones o leyes estaduales”.
3) CSJN, “Pérez de Smith”, Fallos 300:1282, 1286 (1978).
4) Lowenstein Karl, Teoría de la Constitución, 2ª. ed., Ariel, Barcelona, 1976, p. 28.
5) A esta concepción de sociedad cerrada corresponden los modelos constitucionales típicamente conservadores, frecuentes en la Latinoamérica del siglo XIX, orientados a la preservación de ciertos valores vinculados con determinada concepción del Estado acerca del “bien”, valores a los que se subordina la estructura de los derechos fundamentales. Popper (“La sociedad abierta y sus enemigos”, citado en Nino, Carlos Santiago, Fundamentos de Derecho Constitucional, Astrea, 1992, p.110), asocia el modelo de sociedad cerrada con el historicismo y ve su germen en Platón culminando en Hegel y Marx. Es una concepción profundamente arraigada en el pensamiento hispano, materializado en siglos de lucha contra los moros y disidentes del catolicismo en aras de imponerles los ideales católicos, y exportada por los conquistadores a América, quienes sometieron a los indígenas a las más crueles brutalidades so pretexto de convertirlos a su credo.
6) Sánchez Agesta, Luis, Los principios de teoría política, 6ª. ed., Nacional, Madrid, 1976, p. 374 y ss.
7) Nino, ob.cit., p. 446.
8) Hamilton, citado en Bianchi, Alberto B., ob. cit., p. 75.
9) Fallos, 323:518, 521 (2000).
10) Fallos, 323:2256 (2000).
11) “Lavandera de Rizzi Silvia c/ Instituto Provincial de la Vivienda”, 17/3/1998, LL–1999–D–149.
12) “Agnese Miguel A. c/ The First National Bank of Boston”, 24/11/1998, LL–1999–C–143.
“ Banco Comercial Finanzas SA… s/quiebra”.
14) B. 1160.XXXVI.
15) CSJN Fallos, 53–420.
16) Fallos 322; 1988.
17) Sentencia No. 59 del 18/599.
18) Auto Número 11 – 1/6/2000.
19) Derecho Constitucional, ed. 1966, T. I, p. 800, citado en Bianchi Alberto, ob. cit. T. 2, p. 253.

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