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Algunas reflexiones sobre el trabajo dependiente

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En días recientes, en autos: “Rodríguez López de Osorno, Edgardo Martín c/ Rava Sociedad Bolsa SA y otro s/ Despido” (1), la Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo sostuvo, en el caso, que para probar en contra de la presunción del art. 23, LCT, la demandada debió acreditar que el actor era un trabajador autónomo, es decir, que no trabajaba para ella sino para su propio provecho, y agregó que la mera alegación de que fuera contador público, que facturara sus servicios o que tomara cursos de especialización como “operador en el mercado bursátil”, no excluyen la posibilidad de tipificar la relación como laboral. Aditó que la dependencia en la relación contractual laboral es un efecto de estructura, donde el sujeto trabajador coloca su fuerza de trabajo como medio de un recurso personal, en un establecimiento total o parcialmente ajeno (arts. 5 y 6, LCT). Remata su pensamiento afirmando que en ese particular el actor trabajó, ya sea como técnico o asesor, para la empresa demandada con un destino funcional a su fin.
El precedente invita, sencillamente, a ensayar algunas reflexiones sobre el trabajo dependiente. O, dicho de otra manera, a repensar cuándo se presenta, en verdad, el trabajo subordinado.
El tema viene a cuento de una suerte de avanzada en torno del servicio autónomo que, advertimos, tiene cada día menos espacio, al punto que en algún ámbito se opina que el contrato de locación de servicios ya no existe como tal, lo que hemos refutado en alguna oportunidad anotando un fallo relacionado con el tema (2).
Pues la piedra de toque del asunto está en el artículo 14 bis, CN, cuya premisa es la protección del trabajo en sus diversas formas. Y, a nuestro ver, la garantía constitucional no está dirigida exclusivamente a la actividad dependiente o, en otros términos, a la hipótesis de empleo, sino que es más amplia y, por ende, abarca también la labor que no es subordinada, pues para la primera el constituyente dispuso una serie de mandas cuya reglamentación se fue sucediendo a través de diferentes leyes que establecen la duración de la jornada de trabajo, la indemnización por despido incausado, el salario mínimo vital y móvil, la igualdad remunerativa ante la igualdad de la tarea y, afortunadamente, ahora también se proyecta hacer realidad la participación del trabajador en las ganancias de las empresas. Del mismo modo determinó la estabilidad absoluta para el empleado público y el derecho a la actividad gremial.
Empero, para el segmento del trabajo autónomo, la disposición constitucional, malgrado no tener directivas expresas, establece sí un principio general que es el que “abre” la norma, o sea que el trabajo (sin distingos) debe gozar de la protección de las leyes, pues sea en forma subordinada o autónoma, es el esfuerzo y la creatividad del hombre, como centro del sistema, lo que debe preservarse y, en tal inteligencia, ampararse con normas que impidan el abuso –sea del empleador o del cocontratante– si la relación no indicara dependencia o subordinación.
Es cierto que el derecho laboral contiene normas imperativas que ni siquiera con asentimiento de parte pueden vulnerarse (orden público laboral); pero no lo es menos que, en materia de labor autónoma, median previsiones normativas que protegen la legalidad y legitimidad de la contratación y, con ello, inequívocamente el servicio independiente (v., arts. 953; 1071 y cc, CC).
El problema radica en conceptualizar y definir justamente cuándo media labor subordinada y cuándo no la hay. El tema no es nuevo, y más allá de las obras de doctrina, la jurisprudencia está en constante evolución y son numerosos los pronunciamientos que se dictan sobre la materia, de diverso tenor aunque –a nuestro ver– con una marcada limitación que va “in crescendo” respecto del servicio autónomo, ciertamente desplazado por la tarea dependiente. Es más, se habla de las “nuevas formas de trabajo” como tópico a abordar en este desafío constante que la realidad le presenta al derecho. Con referencia a ello, en una obra interesante Alejandro H. Perugini analiza la crisis del concepto de subordinación advirtiendo que el concepto de dependencia, originado en una situación de carácter social y económico ligada a las necesidades de los trabajadores manuales, no sólo resulta de dificultosa aprehensión, sino que también ha ido decantando en una tipificación jurídico-contractual sumamente rigurosa desde lo conceptual, que provee protecciones fuertes –aunque cada vez menos– a los trabajadores que prestan sus servicios para otros en el marco de organizaciones empresarias y en condiciones de “sujeción jurídico-personal”; otras no tan fuertes para algunas formas emparentadas que no responden a los caracteres típicos de la figura por medio de legislaciones especiales (trabajadores a domicilio, del servicio doméstico, etcétera) y que deja a los restantes librados a la suerte de lo que sus propios medios o la asistencia social pueda brindarles (3).
Marcamos nuestra respetuosa disidencia con este principio, pues se parte de la base – errónea a nuestro ver– de que lo que no está absorbido por la legislación laboral carece de suficiente cobertura. No es exacto; hay un sinnúmero de actividades –que en no pocas oportunidades se juzgan dependientes, cuando no lo son– en cuya ejecución o desarrollo no se aprecia desprotección alguna, al menos para el que ejecuta el servicio; las hipótesis se presentan en el campo del profesional, del técnico o del especialista que realiza tareas para cuya ejecución ni siquiera puede recibir órdenes e instrucciones, y que el precio de su labor es libremente negociado con el cocontratante, sin que medie la nota de “hiposuficiencia” en quien lo realiza, al menos que justifique recurrir a normas imperativas que regulan una relación de empleo –llamémosle– “pura”.
Bien, la disposición del art. 23, LCT, durante mucho tiempo –a nuestro ver y más allá de las consideraciones sobre si su contenido debe abordarse con criterio amplio o estricto– anunció una respuesta más o menos razonable que permitía resolver con justicia cuándo mediaba trabajo subordinado y cuándo no. El criterio generalizado era (y es) que, acreditada la prestación de la tarea, se presume salvo prueba en contrario que media un vínculo de labor dependiente.
Empero, la inferencia que documenta la norma fondal antedicha parece no ser ya la respuesta más idónea a esos efectos; o, al menos, la interpretación amplia en cuanto a su operatividad, ante la discusión acerca de si el servicio es o no dependiente, ha entrado en crisis, y no porque la labor subordinada no merezca la máxima cobertura sino porque los paradigmas de antaño, entendemos, merecen una suerte de debate revisor.
Es así que el trabajo dependiente se distingue (aun hoy) en función de la concurrencia de una triple vertiente de subordinación: económica, jurídica y técnica.
El precedente que se cita nos ha invitado a revisar esos parámetros, en tanto el razonamiento que parece imponerse en la actualidad es que, acreditada la efectiva prestación del servicio, se infiere que la tarea desplegada se ha materializado bajo condiciones de dependencia económica, jurídica y técnica, frente a lo cual el demandado debe acreditar que el vínculo ha sido de otro jaez. Ya no estamos de acuerdo en eso.
Por de pronto, la sola prestación de una tarea determinada no puede sino hacer presumir la realización efectiva del trabajo como tal (eso y sólo eso), mas no que éste se haya desarrollado en modo subordinado. Quienes censuran tal razonamiento sostienen que, de adherirse a él, la presunción del art. 23, LCT, quedaría reducida a la nada, pues se impondría al supuesto trabajador acreditar algo más que el servicio como hecho, sino que, además, ha sido desplegado en modo dependiente, para lo que ya no haría falta inferencia alguna pues estaría derechamente acreditada la relación de empleo. No es así.
Precisamente, si la dependencia es un “efecto de estructura” (como bien se predica en el fallo citado), la nota saliente que potencia la subordinación es, sin duda, la económica, o sea, habrá relación de empleo (a nuestro ver) siempre que medie dependencia en ese plano y, con ello, que quien presta el servicio sea ajeno a los riesgos propios de la actividad, en modo que el beneficio de su tarea repercuta directamente, siempre, en el patrimonio del co-contratante, quien debe retribuir, obtenga o no ganancias de su labor. En buen romance, si quien debe prestar el servicio tiene derecho a ser retribuido por el solo hecho de poner su fuerza de labor a disposición del otro, el trabajo será subordinado, pues en ese caso, al margen de las facultades de dirección y organización, el resultado de la explotación le es indiferente a quien tiene a su cargo la ejecución de una determinada tarea.
Empero, cuando quien ejecuta la labor no está emplazado en esa estructura de funcionamiento (ergo, poner o no poner su capacidad de labor a favor de otro es absolutamente intrascendente), en tanto la actividad que desarrolla lo es en beneficio directamente propio y, en tal entendimiento, asociada al devenir económico de la labor del cocontratante –en punto tal que solamente en la medida en que ambas resulten exitosas habrá retribución–, la tarea será autónoma. Ello porque el dato saliente es la independencia económica que, quiérase o no, termina por anular las pretendidas facultades de dirección y organización, desde que no hay conceptualmente posibilidad alguna de que una persona dirija y organice a cabalidad la actividad de otra, si la retribución de la misma depende siempre y en todos los casos del éxito económico de quien intente el ejercicio de tales supuestas atribuciones. Sucede que, quien trabaja para sí –y ése es el punto que define la ausencia de subordinación económica– en realidad organiza y dirige, él mismo, su propia labor y se apropia de sus frutos, en tanto que al compartir el riesgo empresario, esa situación lo desaloja de cualquier dependencia estructural ajena, pues la persona ya no trabaja “para” otra, sino “con” otra, mas atendiendo siempre a que –reiteramos– el beneficio, aunque indirectamente produzca rédito en el cocontratante, es propio de quien presta el servicio.
El trabajo, así, ya no se inserta en o a favor de una organización empresarial estrictamente ajena, lo que requiere de la nota de dependencia económica, que, a nuestro ver, reside en que para que exista relación de empleo, lo que se retribuye (o debe retribuirse) es la mera puesta a disposición de otro de la fuerza de labor propia (art. 103, LCT), lo que no acontece cuando el alea patrimonial se comparte; tal lo que sucede cuando el resultado económico es lo que define la contraprestación por el trabajo efectivo.
Uno de los ejemplos –a nuestro ver, clásico– es el del conductor de un taxi o “remis”, en aquellos lugares en que no hay norma convencional que fije una retribución mínima de pago obligatorio aun cuando no se haya hecho ningún viaje (en el caso de los viajantes de comercio, existe también un mínimo, independientemente de la comisión de ventas o cobranzas, que opera tanto en caso de exclusividad y no exclusividad). En el caso del “remisero” o “taxista”, sin esa cobertura, en realidad no hay trabajo subordinado ni desde el punto de vista técnico ni del económico, porque a más de disponer de los horarios (porque el cocontratante no tiene posibilidad de control), en realidad, no hay retribución alguna por la sola circunstancia de haberse puesto la fuerza de labor a favor del otro, sino que la contraprestación sólo nace, y con acuerdo previo de partes, cuando media resultado económico, es decir, cuando el chofer concreta algún viaje aunque haya pasado largas horas dentro del vehículo. Lo mismo acontece con quien efectúa publicidad para un establecimiento gastronómico en la vía pública, y que sin exclusividad, sólo es retribuido (en un porcentaje pactado previamente con el cocontratante) si la persona invitada a concurrir al negocio efectivamente lo hace y consume; de otro modo, por más que haya pasado importante tiempo en la calle, carece de derecho a retribución.
Es cierto que la LCT en sus artículos 104 y 108 establece formas remunerativas que estarían indicando que en los ejemplos que anteceden se trataría de trabajo subordinado remunerado a comisión. No coincidimos en que para quienes no se encuentran incorporados a una convención colectiva, la comisión revista naturaleza “salarial”. Es que esa forma de remunerar es incompatible con la manda que define la subordinación económica que emana del art. 103, LCT, pues la retribución en esos casos (incluso las contempladas en el art. 105, LCT) no está atada a la inserción del trabajo en una organización ajena ni tampoco depende de la capacidad y dedicación del prestador del servicio, sino del “beneficio” que se genera para el cocontratante (al que mal se le nomina “empleador”) en la medida en que, si ese beneficio no existe, no hay obligación de remunerar. Al menos, en los casos que a modo de ejemplo señalamos supra y en tanto otros que no encuentran otra inserción en las leyes laborales, lo que no significa desprotección, como erróneamente se razona en tantísimas oportunidades. Por tanto, en esas hipótesis, la suerte de la remuneración está inexorablemente vinculada al resultado económico y, con ello, al riesgo empresario. En consecuencia, la persona no trabaja para otro, sino para sí misma. Nótese que la participación en las ganancias que prevé el art. 14 bis, CN, es una suerte de plus a fin de que el trabajador reciba en algún grado el beneficio de la empresa, mas en ningún caso desplaza el derecho al salario que tiene por el solo hecho de haber puesto su fuerza de labor a favor del empresario.
En consecuencia, entendemos que, a través de la forma de remunerar, en cuanto refiere al pago mediante comisión (que la ley agrega por “operación concertada”) se desfigura la esencia que distingue a la labor subordinada, que en la vertiente que se analiza es aquella por la cual el trabajador pone su capacidad de labor a favor de otro, que debe remunerar siempre esa sola circunstancia, independientemente del resultado o del rendimiento del presta el servicio. Por tanto, el pago a comisión, que es la figura por la cual bien podría refutarse la tesis que mentamos, no participa –a nuestro humilde entender– de naturaleza salarial, ni por resultado ni por rendimiento, salvo que el acuerdo de partes indique lo contrario. En cuanto a lo primero, no, porque para quien realiza la labor, el derecho a percibir el precio nace con el “beneficio” para el cocontratante. Y por rendimiento tampoco, porque por más esfuerzo que se ponga, si no hay beneficio económico no hay cobro; luego, la ley refiere siempre al ejemplo de la venta concertada y los ejemplos que existen escapan muchas veces a esa directiva. Porque, en los casos dados, no hay posibilidad de concertar nada: se hace un viaje y se cobra el porcentaje. Si la publicidad rinde el fruto esperado, habrá derecho a percibir la contraprestación por ello.
Y de calificada doctrina surge la limitación que indicamos, porque se dice –y bien– que el salario del trabajador no puede ser enteramente aleatorio, pues aun cuando perciba comisión, sola o en forma mixta, tiene siempre derecho a que ella sea conjugada con el mínimo de convenio o con el salario mínimo vital y móvil (v., Juan Carlos Fernández Madrid, Ley de Contrato de Trabajo – Comentada – Anotada, T. II, LL, diciembre de 2009, p. 1241). Precisamente, cuando la contraprestación es siempre aleatoria no hay trabajo dependiente. Es que si lo que se remunera no es la sola puesta de la fuerza de trabajo a disposición de otro y el precio depende de la ganancia del cocontratante, no hay subordinación económica y, con ello, tampoco vínculo de empleo.
Para que exista trabajo dependiente debe mediar la triple subordinación, en algunos con acentos más marcados en un tópico que en otro, pero siempre la concurrencia debe existir. No mentamos una regresión a formas privadas de contratación (las cuales, en las actuales circunstancias de la legislación constitucionalizada tienen escaso margen de autonomía), sino que, por un lado, nuestra opinión tiende a compatibilizar conceptos para evitar deformaciones que, en la práctica, terminan por consagrar injusticias con resultados económicos, en algunos casos, graves.
Nos referimos a asumir una relación de empleo cuando no la hay. Y, por el otro, a insistir con que el trabajo autónomo existe y no está desplazado del principio protectorio del art. 14 bis, CN, sólo que hay que bucear en normas comunes (que las hay) para evitar el abuso o la ilicitud ■

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1) www.eldial.com.ar, jueves 13/1/11.
2) Vide, José Ernesto Magnetti: “La liquidación pretoriana del contrato de locación de servicios (nota a fallo)”, Semanario Jurídico – Laboral y Previsional, VI, T. IV, 1/7/09.
3) Op. cit., “Relación de dependencia”, Hammurabi, agosto de 2004, p. 251.

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