Por Ezequiel Starobinsky
Director de Liebre Capital
¿Qué pesa más al tomar una decisión importante? ¿La sensatez o los sentimientos? Contrariamente a lo que algunos podrían pensar, está demostrado que los seres humanos somos mucho menos racionales de lo que nos gustaría creer.
Así lo comprobó hace años el psicólogo Daniel Kahneman, Premio Nobel en Economía en 2002. El investigador expuso que cometemos errores lógicos básicos e, inclusive en decisiones que deberían estar basadas en análisis racionales con estructura y robustez estadística, optamos por seguir la intuición, el ego y sentimientos. Cuando eso sucede hacemos malas elecciones.
Ante este peligro, los recursos de la inteligencia emocional tienen más vigencia que nunca. Daniel Goleman, psicólogo estadounidense precursor de esta disciplina, la define como la conciencia y el manejo de los sentimientos propios, una condición necesaria para gestionar las relaciones personales y tomar decisiones de calidad. También, para el desarrollo y prosperidad de nuestra economía individual.
Desarrollar este tipo de inteligencia y estar al tanto de los peligros de la falta de análisis es clave para todo buen inversor. A continuación, las cinco “trampas emocionales” más comunes:
1 . ¿Altos rendimientos? Mejor averiguar los riesgos
No existe ningún activo financiero que ofrezca altas rentabilidades sin implicar algún tipo de riesgo. Muchas veces, por desconocimiento o por la tentación de una rápida y buena ganancia, tendemos a minimizarlo. No está mal correr riesgos en pos de altos beneficios, pero hay que evitar desconocer o evaluarlos erróneamente. En este sentido, algunos tips:
–Evitar pronósticos de punto fijo. Nadie conoce el futuro; por eso, a la hora de elegir una inversión hay que hacer pronósticos para escenarios optimistas, neutrales y pesimistas.
-Comparar con la tasa “libre de riesgo”. Si un bono de Estados Unidos rinde 3% anual, la sobretasa de cualquier inversión en dólares por arriba de ese rinde habla directamente del riesgo del activo, lo que el mercado percibe que tiene el país desde donde se emite.
2. El miedo es imaginario; el riesgo es real
Al invertir pueden aparecer dos tipos de miedo: a lo desconocido y a la pérdida. El primero explica por qué tanta gente que no sabe de finanzas sólo ahorra como sabe hacerlo: comprando dólares (lo que es muy inconveniente cuando analizamos por largos períodos de tiempo).
El segundo puede llegar a ser tan desproporcionado que termina resultando mayor que la pérdida de dinero en sí. La emoción se desasocia de la realidad. Quienes operamos en finanzas hemos visto a inversores de alto poder adquisitivo muy enojados cuando pierden sumas mínimas, incluso irrisorias. A diferencia del miedo a lo desconocido, esta trampa emocional se relaciona con el ego, el fracaso y el dolor de equivocarse. También puede ocurrir que una pequeña pérdida active un miedo injustificado a perderlo todo.
¿El consejo? Pasar la inversión por un tamiz técnico y no emocional. La medición objetiva del riesgo -por ejemplo, calcular bien la máxima pérdida posible o pensar en términos probabilísticos- ayuda a minimizar el temor a lo desconocido.
3. Parálisis por análisis
¿Cuántas opiniones vamos a pedir? ¿Cuánta más información vamos a buscar? ¿Cuánto tiempo más vamos a demorar la decisión para estar más seguros? La “parálisis por análisis” puede afectar a los inversores. Si bien las decisiones impulsivas pueden ser peligrosas, sobreanalizar tiene un costo que suele pasar desapercibido: el del tiempo.
4. ¿Qué habría pasado si…?
Un enredo emocional similar al anterior es la “trampa del contrafáctico” que se traduce en un eterno “¿qué habría pasado si…? Es el caso del inversor que elige la opción A pero, en lugar de comprometerse al cien por ciento con esa alternativa -al menos por un tiempo-, está constantemente comparando con lo que habría pasado si hubiera elegido la opción B.
5. El ego y la falacia de los costos erogados
Las inversiones no siempre generan los resultados esperados. En esos casos, lo más sano sería salir de esa inversión. Sin embargo, esta decisión no se presenta siempre de manera tan clara y en su lugar aparece el “sesgo del costo hundido” o “falacia de los costos erogados”.
Son los casos en que el inversor empieza a hacerse la incómoda pregunta de hasta dónde sostener la decisión, cuánto esperar “para que la cosa cambie”.
¿Qué suele suceder? Que cuando algo no funciona es bastante probable que lo sostengamos más tiempo del que deberíamos y ello genera más pérdidas. El ego no nos permite aceptar la pérdida de dinero, esfuerzo y tiempo. Hay una necesidad emocional de “amortizar” los costos del pasado (es la misma que lleva a algunos a comer de más en un tenedor libre).
Dicen que las decisiones de negocios hay que tomarlas con la cabeza, y las decisiones del amor, con el corazón. Muchas veces lo hacemos al revés, lo que es una fórmula garantizada para la equivocación.