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Observaciones al debate sobre la interrupción voluntaria del embarazo

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Por Silverio E. Escudero

El reciente debate sobre la legalización del aborto, que tuvo como escenario la Cámara de Diputados de la Nación, ha dejado un cúmulo de enseñanzas interesantes de analizar con detenimiento. En lo posible, despojados de fanatismos que obnubilan y entorpecen el diálogo democrático y la construcción de una sociedad plural, mucho más armónica, dentro de los límites que establece la pasión y la exaltación que enciende la política.
Una de las razones para traer este recuerdo reciente es para inscribirlo, con sus luces y sombras, en la historia parlamentaria de nuestro país.
Historia que hemos recorrido con extremo detalle y anotando las grandes disputas que llevaron adelante parlamentarios de fuste que honraron la representación popular y que conmovieron, hasta sus cimientos, a nuestra sociedad.
El espacio y el tiempo es exiguo para relatar y retratar las impresiones que causaron la cuestión de las carnes y el escándalo de los frigoríficos ingleses.

Las controversias por la firma del pacto Roca-Runciman, la creación del Banco Central de la República Argentina, las idas y vueltas sobre las concesiones petroleras o la sanción de la Ley de Medicamentos que causó, en aquel aciago 28 de junio de 1966, el derrocamiento del presidente constitucional Arturo Umberto Íllia.
Igual tiempo e interés requiere –aquí y ahora- atender la discusión de la ley 1420 -uno de los más intensos de nuestra historia parlamentaria- por la cual el Estado debía garantizar a todos los habitantes del país el acceso a la educación laica, común, gratuita y obligatoria. Obligatoriedad que fue incorporada a la Ley Federal de Educación en su artículo 8.
Esta disposición fue expresamente derogada mediante un ardid legislativo durante la presidencia de la señora Cristina E. Fernández.
El repaso de los diarios de sesiones enriquece nuestras alforjas con las diversas interpretaciones sobre la solución de los distintos diferendos limítrofes con Uruguay, Brasil, Paraguay, Bolivia y Chile, y el alcance de nuestros derechos soberanos, así como el valor de los fallos de los tribunales arbitrales cuyo desconocimiento, por parte de una junta militar de triste memoria, puso al país al borde de la guerra.

Con el mismo valor testimonial aguardan ser reestudiadas las sanciones de las leyes que consagran los derechos políticos de la mujer, la patria potestad compartida y el divorcio vincular. Y, por cierto, las apasionantes interpelaciones a los ministros del Poder Ejecutivo, figura parlamentaria en desuso desde 1990 a causa de un acuerdo oscuro entre las fuerzas con representación parlamentaria, previo a la reforma constitucional de 1994.
Decíamos, antes, del debate por la legalización del aborto que los apuntes obtenidos a lo largo de las 23 horas que duró la sesión guardan una inmensa riqueza para quienes aborden, con seriedad, tamaña cuestión que está en vías de ser tratada en el Senado de la Nación.
A pesar de la enorme trascendencia del tema, la mayoría de los argentinos fuimos testigos de un debate desequilibrado, mediocre, que excedió, por falta de dedicación y estudio, la comprensión de la mayoría de quienes debían votar en uno u otro sentido.
Por momentos sorprendía lo ramplón de los discursos. Algunos oradores no tuvieron el tino de respetar su propia investidura.
La gestualidad de los señores diputados demostró temor a la hora de fundar sus votos.
Ante el miedo escénico pudieron haber optado por insertar sus alocuciones en el Diario de Sesiones. La desesperación por cinco minutos de fama en televisión causó estragos. Debilidad que se notó en forma especial entre los que pretendían erigirse en custodios o censores de la conciencia de la sociedad.

La reiteración en los argumentos y los rostros desencajados ayudaron a comprender que no sabían muy bien de qué se trataba. Estaban sentados en la banca atados a otros compromisos u obediencias no compatibles con la política ni la vida parlamentaria.
Se debatía una cuestión de salud pública y no otra cosa. Hasta aquí, esta primera aproximación al debate en los límites precisos de nuestra columna. Era necesario hacerlo para redactar el presente informe. De esa forma se obtuvo un caudal de información que, de otra forma, habría sido difícil procesar.
Mientras repasaba los videos de la totalidad de los discursos sentí una extraña sensación.
Como en las horas más trágicas de la historia de la República, tuve miedo. Miedo a esos hombres y a esas mujeres que se transfiguraban y proferían amenazas apocalípticas, y que hacían de Torquemada un tímido y piadoso monje de la Orden de los Predicadores.
Cada uno de ellos pretendía encender una hoguera con leña verde para asar a quienes se atrevían a pensar de manera diferente, a quienes tomaban como bandera los reclamos de una sociedad que procura la ampliación de sus derechos.
Tanta fue la desazón que participé del desasosiego a un antiguo condiscípulo con el que compartimos gran parte de nuestra juventud y, por esas cuestiones propias de su actividad política, ocupa un lugar destacado en el hemiciclo. El diálogo, que se suponía enriquecedor, se tornó tenso. La primera diferencia surgió cuando abordamos la naturaleza de la representación parlamentaria y el compromiso que el legislador asumía frente a sus representantes.
La divisoria de aguas se profundizó cuando avancé en apuntar contradicciones ciertas entre su libérrimo discurso de campaña y su voto. Necesitaba saber de las formas que utilizó para consultar a sus votantes el cambio de postura.

¿Les había dicho que tiraba por la borda sus propios dichos y se aprestaba a cerrar el cauce que habían abierto para siempre millones de mujeres que pretenden discutir, de una vez y para siempre, su integración a una sociedad de iguales, de igualdad y paridad absoluta, reclamo fundacional que hace a la esencia de la condición humana? Resulta ocioso comentar el tono autoritario de su reacción. Esta vez la distancia se tornó abismal. Por un momento, habíamos retrocedido en el tiempo.
Otra vez, como antes, estábamos frente a frente. Uno aferrado a la razón y el otro, a una deidad que le impedía, con sus preceptos, ser libre. La tan larga como tensa conversación fue apenas la continuidad de aquellas otras del pasado y que, por distracción, había olvidado.
La segunda observación al debate es de mera técnica legislativa, que la mayoría de los señores legisladores parecía desconocer. Conjunto de reglas que rigen los cuerpos colegiados y las maneras de elegir sus autoridades, las formas de trabajo en comisión, la estructura de los despachos que llegan al recinto y el debate consecuente.
Es decir, para participar en los debates de la Cámara de Diputados la palabra será concedida a los diputados en el siguiente orden: 1. Al miembro informante de la comisión que haya dictaminado sobre el asunto en discusión; 2. Al miembro informante de la minoría de la Comisión, si ésta se encontrase dividida; 3. Al autor del proyecto en discusión; 4. Al diputado que asuma la representación de un bloque y, 5. Al que primero que la pidiera entre los demás diputados hasta concluir con la nomina de diputados que se han anotado en la lista de oradores. Aspecto que se cumplió escrupulosamente.

Sin embargo, en el fragor de a discusión se soslayó un “detalle menor” que hace a la naturaleza del Congreso: el orador, al hacer uso de la palabra se dirigirá siempre al presidente o a los diputados en general y deberá evitar en lo posible el designar a estos por sus nombres. En la discusión de los asuntos, los discursos no podrán ser leídos. Se podrán usar apuntes y leer citas o documentos breves.
Esta vez, como muchas otras, sobreabundaron “los lectores”, lo que se tornó una verdadera tortura por los graves problemas de lectocomprensión que presentaron los señores representantes de la voluntad soberana de los habitantes de la Nación Argentina.

 

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