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La estatua de Artigas y el destrato de los cordobeses

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 Por Silverio E. Escudero

Santiago Horacio del Castillo gobernó Córdoba. Un dirigente político probo y honesto que mantuvo una estrecha y fraterna relación con la República Oriental del Uruguay desde su juventud. El contacto se profundizó en la década de 30 del siglo pasado porque Uruguay fue refugio de cientos de radicales perseguidos por los gobiernos de José Evaristo Uriburu y el de su continuador, el general Agustín Pedro Justo.
Existía entre el gobernador y el pueblo uruguayo un vínculo fraterno que había nacido en 1925 cuando Del Castillo, estudiante de nuestra querida Facultad de Derecho, refundó y presidió su Centro de Estudiantes. De inmediato, recreó la Federación Universitaria de Córdoba, de la que fue electo presidente y a cuya asunción concurrió una conspicua delegación de estudiantes “orientales”.
Esos mismos personajes, de los cuales tengo algunos testimonios logrados en algunas de mis largas permanencias en el querido “paisito”, volverían el 17 de mayo de 1940 para estar presentes en la asunción de su amigo Santiago como olvidado gobernador. En la provincia que, por su condición de maestro de escuela, tuvo como norte revolucionar la educación.
Esa visita, tan bullanguera como otrora, sirvió para profundizar los lazos de amistad entre uruguayos y cordobeses. Fue el momento elegido para que se propusiese la idea de celebrar, tanto en Córdoba como en Montevideo y el resto de las provincias que integraron la Liga de los Pueblos Libres o Unión de los Pueblos Libres, la sanción de las Instrucciones de Artigas a los diputados orientales a la Asamblea del. Año XIII.

Las instrucciones, con su férrea impronta federal, fueron bandera y destino de las provincias de Córdoba, Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos, la Banda Oriental y los pueblos de las misiones jesuíticas, bajo la égida de don José Gervasio de Artigas, protector de los Pueblos Libres.
Los diputados uruguayos fueron rechazados por los asambleístas a instancias de Carlos María de Alvear, Manuel de Sarratea y Bernardino Rivadavia y de la representación de Buenos Aires, todos convencidos de que serían un obstáculo para entregar las Provincias Unidas del Río de la Plata a la regencia de la princesa Carlota Joaquina –hermana del Rey de España prisionero de Napoleón- o la creación de un protectorado británico en manos de Lord Strangford, el embajador británico ante la corte portuguesa en Río de Janeiro.
Pero retomemos la idea central de nuestro encuentro. La delegación “oriental”, luego de los plácemes y los brindis, prometieron a Don Santiago un presente que sería un motivo de orgullo para Córdoba. Cuestión que los historiadores del radicalismo soslayan como su obra de gobierno, influenciados por la brutal expulsión que sufrió de las filas de su partido por sostener su apoyo irrestricto a la revolución cubana.
Los días pasaron. En un taller de forja montevideano se trabajaba a destajo. Corrían los primeros días de enero de 1943 cuando llegó la buena nueva. En el tren de la noche llegaba, al fin, la estatua de don José Gervasio, salida del talento de ese enorme escultor que fue José Luis Zorrilla de San Martín. Cerca de un millar de personas se dieron cita en la estación de trenes y marcharon dando vivas al general Artigas y a Uruguay a lo largo de la calle San Jerónimo-27 de abril, hasta la sede gubernamental.

Se esperaba, de esa manera, rendir tan postergado homenaje al general uruguayo que había frenado mil veces la pretensión portuguesa de apropiarse de la Banda Oriental, territorio constitutivo de las Provincias Unidas del Río de la Plata y detuvo, alzado contra las autoridades de Buenos Aires, sus pretensiones hegemónicas y “los vicios” de sus habitantes, mostrando un desprecio absoluto por el prójimo. Solían cruzar “el charco” para cazar y degollar negros cuyas cabezas eran expuestas, en bandejas de plata, como auténticos trofeos ante la expansiva satisfacción de Manuel de Sarratea, invitado obligado a esas orgías de sangre y perversión denunciadas por cronistas de la talla de fray Francisco de Paula Castañeda.
El general Artigas tuvo que librar cruentas batallas burocráticas antes de ocupar su puesto de vigía en ese puesto maravilloso que le guardaba el parque Sarmiento. Batallas que no serían las últimas. Esta vez contra la burguesía portuaria, mercantil y contrabandista que alguna vez le puso precio a su cabeza, según el decreto firmado el 11 de febrero de 1814 por el Director Supremo de las provincias Unidas del Río de la Plata Gervasio Antonio de Posadas.
Esta vez, la aduana inventó mil y una objeciones –absurdas en su mayoría- para evitar el ingreso de la efigie y congraciarse con el presidente Ramón S. Castillo, notorio admirador de Adolf Hitler y militante destacado del partido nazi en el exterior, que conducía el ministro de Agricultura del Tercer Reich, el argentino Richard Walter Darré. Artigas era una amenaza para el nazismo criollo.
Acaecido el golpe de Estado del 4 de junio de 1943 y entregada la conducción política de la educación al nacionalismo católico, visitaron la provincia, entre otros, Gustavo Martínez Zuviría, ministro de Instrucción Pública y Educación; Jordán Bruno Genta, el cura Gustavo Franceschi y una enorme comitiva. Muchachos que, más allá de su pía misión, encararon –con escándalo- hacia los lupanares, donde tuvieron asistencia perfecta.

Más allá de esta pintura procaz, los censores dieron con los cajones que contenían la estatua de bronce prohibiendo que sea mostrada y, en esos gestos de censura tan característicos del período, ordenaron arrancar las hojas de los libros de lectura (que usaban nuestros padres y abuelos) referidas a José Gervasio de Artigas y a la República Oriental del Uruguay.
Luego de la liberación de París, llegó la persecución y el encarcelamiento de una gran masa de los celebrantes que dieron con sus huesos en la Isla Martín García y las cárceles del sur.
El arribo del peronismo profundizó las tensiones. El interventor federal, Román Alfredo Subiza, ordenó secuestrar y fundir la estatua de Artigas allí donde se encontrara. “Forma parte de quienes, junto al liberalismo, la masonería, el socialismo, el comunismo y el totalitarismo atacan al Episcopado Argentino y al Jefe del catolicismo, el Soberano Pontífice”, afirmó.
Adentrada la década del 50, el vicegobernador Federico de Uña encabezó un nuevo tribunal inquisitorial. Debía quemar en el centro de la plaza San Martín, la estatua del “impío oriental”, como reza la copia del radiograma que obra en mi poder.
Los aires políticos cambiaron y llegó el tiempo de la Revolución Libertadora. Pocos días después de que concluyeran los combates, Godofredo Lazcano Colodrero dirigió una carta al interventor federal donde dio cuenta de la historia que narramos y develó el lugar donde estaba guardada la estatua.

Después de los trámites de rigor, se erigió en el coniferal el pedestal que sostendría la estatua de Artigas. El acto fue multitudinario. Ese día, de aquel noviembre inolvidable, había amanecido soleado, brillante. Cientos de alumnos y millares de cordobeses se dieron cita en la rotonda. Alfredo Palacios, embajador argentino en Uruguay, fue el orador de fondo.
El 19 de octubre de 1965 los cordobeses se dieron cita al pie de la estatua al prócer uruguayo. Esta vez, al acto lo presidió el gobernador Justo Páez Molina. Fue una auténtica fiesta de confraternidad rioplatense con la presencia del consejero nacional uruguayo Héctor Lorenzo de Lozada. Hecho que se recuerda en una placa de bronce.
Córdoba, desde entonces, nunca más homenajeó al Protector de los Pueblos libres. Por este motivo reiteramos el reclamo. Lo hacemos desde 1983, a pesar de las malas caras y las amenazas porque: “Con libertad, ni ofendo ni temo”.

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