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Cuando la insolencia puso en jaque el orden establecido

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 Por Silverio E. Escudero

¿Cincuenta años es tiempo suficiente para intentar un balance medianamente objetivo?
La nostalgia nos envuelve con su manto. Trata de abrigar a una generación que recuerda con los ojos cuajados de lágrimas una edad de oro, la edad de los paraísos perdidos, el tiempo en que buscábamos ansiosos el cuenco con las monedas de oro al final del arco iris. Nostalgia que rodea, como un halo de leyenda a los protagonistas de una autere en todos los rincones del mundo.

Fue la carta de presentación de un nuevontica revolución, una revolución cultural, cuyos ecos resonarán por siemp sujeto histórico, político e ideológico que reclamaba que respeten su protagonismo: que le decía a la sociedad que celebraba la vida; que no estaba dispuesta a seguir desangrándose en las guerras imperiales; que estaba a la par de los movimientos de liberación nacional y dispuesta a protagonizar todos los cambios que fueran menester para que la humanidad pueda ser “feliz cuando el último burócrata sea colgado con las tripas del último capitalista.”
Fue el intento más serio de fundar un nuevo mundo, una nueva identidad que no hiciera tabla rasa con las ilusiones y los deseos, teniendo a la vista la degradación del sistema político en el que se vienen alternando las derechas y el socialismo que abonan el aumento de la xenofobia, cédula de identidad del hombre del siglo XXI.

El año 1968 aparece en el inventario de la historia como un año extraordinario. El paso del tiempo le engrandece.
Un año asombroso dentro de una década extraordinaria que le permitió al hombre soñar con derrotar el clima de crisis permanente que se había heredado de la Segunda Guerra Mundial y era moneda corriente en esos tiempos de tensión entre Washington y Moscú. Fue testigo y protagonista de una gran explosión de ira y cólera contenida contra toda representación de lo viejo, lo achacoso y en descomposición.
Han trascurrido apenas los primeros 50 años. ¿Tiempo suficiente para intentar sintetizar todas las visiones, todos los balances de estas cinco décadas? Recuento que, con su debe y haber, discutimos –ayer y hoy- hasta la extenuación en las calles, en los parques y paseos, en las puertas de fabrica, en la universidad y en los acogedores cafetines donde aprendimos, entre otras cosas, a perder el tiempo con elegancia blandiendo una supuesta erudición.
Cincuenta años en que, a pesar de todo, continuamos celebrando la vida. En los que hemos sido los sumos sacerdotes de una misa laica donde la razón y la utopía ocupan en centro del altar. En la que los obreros y estudiantes, en el corazón del poder mundial, combatían, con ideas y adoquines, para conquistar la calle y la posibilidad de decir basta a un régimen injusto, insolidario y represivo que consumía la vida de miles de jóvenes mientras los bombarderos se encargaban de sembrar millones de toneladas napalm y los torturadores hacían escuela.
Ésta es la historia de nuestra generación. De los que los que la protagonizaban y de los que despertábamos con los ojos llenos de asombro. Asaltados por el ansia de saber, de comprender.
En esa búsqueda, en nuestros morrales, aun cohabitan, como cuando los bolsillos eran más flacos, entre muchos otros, Upson Sinclair, Howard Fast, Raymond Aron, Herbert Marcuse, Sartre, Bertrand Russel, la Poniatowska, Patrice Lumumba, García Márquez, Juan Gris, Cortazar, Borges, Picasso, John Lennon, Juan XXIII, Carlos Monsiváis, Leopoldo Zea, Francisco Romero, Claude Leví-Strauss, Fidel, Mao junto a revistas que acercaban el mundo de la música y, los cineclubs acogían interminables debates que se prolongaban hasta el amanecer en cualquier esquina.

¿Qué más anotar en este juego de recuerdos a vuela pluma? Fuimos, somos, protagonistas de la mayor revolución sexual de la historia. A riesgo de comparecer ante el Inadi ¡viva la minifalda!
El aborto, la anticoncepción y el respeto por los derechos de la mujer fueron cuestiones esenciales aún pendientes de resolución porque sobrevive una estructura que impide denunciar la violencia doméstica, la violencia y abusos que padecen nuestras compañeras de ruta en sus propios hogares, en el trabajo, en el transporte masivo de pasajeros o, adonde quiera que vayan.
1968 fue el año del “sexo, droga y rock’n’ roll”; de los inexplicables asesinatos de Martín Luther King y de Robert Kennedy que, como ministro de Justicia del gobierno de JFK, había puesto contra la pared al poderoso gremio de los camioneros; de la primavera de Praga y las revueltas en el seno en las universidades norteamericanas; de la lluvia de balas y muertes que acabaron con cientos de estudiantes en Tlatelolco.
Estudiantes en los que “Había belleza y luz” y pretendían hacer de México una “morada de justicia y verdad: la libertad, el pan y el alfabeto para los oprimidos y olvidados. Un país libre de la miseria y del engaño”, como editorializó un emocionado José Alvarado, en la revista “Siempre”. Matanza en la que el ejército mexicano comprometió sus mejores cuadros y armamentos. Fue, quizás, la puerta de entrada más sangrienta a la tragedia que envolvió a todo el continente.
Cualquier “biografía” del 68 debería decir que nos hizo amar la política y sus complejidades. Que cada obrero, cada estudiante, era un partisano ocupando su puesto en la vanguardia.
“1968 es significativo –escribe Elena Poniatowska en el prólogo de su La noche de Tlatelolco- porque en el mundo entero hubo manifestaciones en defensa de los derechos humanos, en contra de la opresión y en Francia, en Japón, en Checoslovaquia los jóvenes se levantaron para decir que no aceptaban el mundo que les habían heredado sus padres y que no seguirían las reglas del pasado, no irían a Vietnam, exigían paz y amor, flores amarillas y cabellos largos, la “V” de la victoria y las canciones de Joan Baez en contra la condena de Sacco y Vanzetti”.
El Mayo francés, lapidado a izquierda y derecha, corre la suerte de los precursores. La derecha sostiene que las ideas del 68 son hijas de Satanás porque se atrevieron a pisotear el antiguo orden y se burlaron de sus jerarquías. Pero no las han podido invalidar habida cuenta de que los increpan y no pueden, siquiera, levantar los ojos frente al poder de la utopía. Temor que se transformó en un brutal azote cuando un ignoto cronista le preguntó al presidente conservador Nicolas Sarkozy sobre las razones de su tránsito hacia la derecha.
Y en el siempre extraño mundo de la izquierda radical el castigo es igual de brutal. La acusan de complicidad y entrega. De no haber continuado la lucha a pesar de su evidente debilitamiento por el transcurso del tiempo y los acuerdos alcanzados por los obreros que lograron mejoras considerables en sus condiciones de trabajo, reconocimiento legal a sus nuevas estructuras gremiales y una mejora de 35% en el salario vital, mínimo y móvil.

La enorme seducción del Mayo francés radica en que demostró que es posible marchar a la huelga general, no sólo en contra del poder sino contra los aparatos político-sindicales concebidos por la burocracia para dar la espalda a los intereses de los trabajadores.
Desnudó la incapacidad y el desapego por los que menos tienen, por los pobres y desarropados que son despreciados hasta por los de su propia clase lo que provocó un marco de confusión que muchos aprovecharon para señalar la debilidad de un movimiento que no supo –o no pudo- tomar conciencia de su enorme potencialidad y forjar, sobre la marcha, una estructura que permitiera disputar el poder.
De Gaulle aprendió la lección tal como enseñaban Mark y Engels. El sufragio da el derecho a gobernar, pero no el poder. E, inversamente para ganar sufragios, o ganar por el sufragio, la oposición debe de haber demostrado de antemano que es capaz de tomar el poder y de ejercerlo de una manera sustancialmente diferente.

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