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Comercio y Justicia 85 años

La revolución es un sueño eterno

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El crudo relato de los acontecimientos que hace 38 años, en Chile, terminaban con la vida de Salvador Allende y un proceso de cambio social en democracia. Escrito por un cordobés que protagonizó aquellos momentos.

Por Eduardo Dalmasso / Profesor por concurso de la UNC. Septiembre de 2011.

Estábamos tomando el café con Sergio Valdebenito y Enrique Ferreyra, cuando escuchamos la noticia que en realidad todos esperábamos. El gobierno nos alertaba sobre la traición del general Pinochet y del movimiento de tropas en dirección a la casa de la moneda.

Ya había sucedido la asonada de junio. Ésta fue un alerta que no pasó a mayores, pero flotaba en las movilizaciones la sensación de que un enfrentamiento mayor era inminente. Un millón de personas se manifestó el 4 de septiembre, como coronación de otras importantes marchas. Tanta gente, tanto pueblo, tanta alegría, no fueron suficientes para parar un ejército disciplinado y con el claro objetivo de derrocar, no sólo un gobierno sino su intento de cambio de sistema hacia formas más democráticas.

Estábamos atentos. Sergio y Enrique, en esa noche previa, habían dormido en nuestro departamento, esperando instrucciones que nunca llegaron.

Un cuadro caótico
Las discusiones sobre el modelo de cambio político social eran interminables y entre nosotros no fue una excepción. Si mal no me acuerdo, pudimos acordar que el intento de cambio había navegado entre las acciones de los activistas ultras, el intento de conformar un bloque político social para la concreción de las reformas hacia un capitalismo de Estado inclusivo de una reforma agraria dentro de un proceso inflacionario acentuado por las maniobras de especulación y el lock out de los camioneros.

En suma, el cuadro existente en los meses que precedieron a la muerte del político más coherente que he podido vislumbrar en mis ya muchos años de vida, era caótico.

Coherente en su dignidad, coherente en sus valores, por supuesto, también un ser humano con errores, como lo demostraba el propio cuadro de desinteligencias de gobierno y resultados negativos del propio proceso que lideraba. En verdad era un demócrata, pero ni él ni su gobierno tomaron conciencia práctica que lo que se estaba jugando no era independiente del campo de disputa entre el campo socialista liderado por la URSS y el campo capitalista liderado por EEUU. En suma, un Estado dentro de una situación que le limitaba el campo de independencia. Todavía no se vislumbraba la implosión de la URSS.

Nos miramos y hablamos hasta que uno de nosotros expresó: “No podemos quedarnos quietos, éste es nuestro gobierno, este gobierno con sus errores y aciertos, ha cambiado la vida del pueblo chileno”.

Sergio estaba como atontado, en su experiencia de vida lo militar no entraba, no podía dimensionarlo. Enrique, en realidad asustado, médico cordobés, amigo de la bohemia, simpatizante de la Unidad Popular, más proclive a la música que a la lucha, sentía, como muchos que estaban en el Chile de entonces, que todo lo que estaba pasando era una pesadilla.

Lo que nos estaba sucediendo no era lo que esperaban. Sergio era hijo de un trabajador, ingeniero comercial, militante del Partido Socialista. Inteligente, agudo, ducho en los juegos universitarios, otro de los que quizás por ser parte de un partido que hacía galas de exitismo revolucionario, sin serlo, le costaba digerir lo que estaba sucediendo.

Saludamos a mi mujer, supongo que sintiéndonos héroes y sin saber bien lo que nos esperaba, nos subimos a mi Citroën 3 CV y partimos. Tomamos un teléfono de campaña y nos dirigimos hacia la casa del Gringo Lorenzo. No habíamos hecho muchas cuadras cuando nos topamos con la columna militar, calculo que a una distancia de cuatro a cinco cuadras de la Casa de Gobierno. Un suboficial nos detuvo para preguntarnos adónde nos dirigíamos y pedirnos los documentos, en verdad con suma amabilidad. La reflexión que tuve luego sobre ese momento, es que gran parte de la tropa no tenía en claro que el cometido era derribar y hasta matar al presidente si fuera necesario. Si bien nosotros no teníamos seguramente pinta de militantes según las películas de revolucionarios, estábamos atravesando las filas, dos éramos extranjeros y si la indagatoria hubiera sido dura, mal podíamos justificar qué hacíamos en un día de pleno enfrentamiento, en ese lugar y a esa hora. Luego por supuesto fue diferente, muerto el “Chicho” Allende y desbarrancado el gobierno, los movimientos de las fuerzas armadas se me asemejaban al terror nazi, según las películas norteamericanas. Daban miedo.

Superada esa instancia, continuamos con palidez cadavérica. Había que llegar a lo del Gringo. Era un artesano que con su mujer y su hija, luego de trabajar en Kaiser Argentina decidió irse a Chile para luchar por la Revolución. La casa que ocupaba, medio derruida, había sido seguramente principesca muchos años atrás. Lo recuerdo como un soñador que vivía de la artesanía y que hacía gala de un discurso de transformación social, que lo encuadraba dentro del proceso allendista. Por esa casa pasaba todo el mundo afín a la Unidad Popular y también gente que no podía permanecer en la Argentina, fundamentalmente del ERP. Personajes que me parecían rarísimos. Uno de ellos pintaba magistralmente.

Ávidos de noticias, nos lanzamos decididos para llegar y alistarnos en la defensa del Gobierno; todos los meses anteriores mi humilde Citroën había servido de transporte de elementos necesarios para prevenir el golpe o contratacar. Fieros revolucionarios de América Latina estaban presentes en ese convulsionado Chile. La fiebre revolucionaria nos inundaba y para eso miles de activistas saldrían como un sólo hombre a defender el proceso. Dentro de esos miles, me había tocado actuar con un grupo de venezolanos y colombianos, más chilenos, por supuesto.

Nos sentíamos revolucionarios. Sin embargo, no las tenía todas conmigo. Nunca estuve de acuerdo con esos desmadres de tomar desde pizzerías a invadir pequeñas propiedades agrarias en nombre de una Revolución, que a lo sumo, como se demostró después, podía aspirar a un profundo cambio social.

Ante esos hechos, el gobierno estaba atado de manos. Su práctica y discurso le impedían actuar. La extrema izquierda no daba tregua y el proceso inflacionario y la escasez desbordaban la paciencia de los sectores más conservadores de la sociedad y no sólo de ellos. Sus brillantes ministros de Economía fueron sobrepasados por las demandas, la consecuente inflación y la especulación.

Nada fue suficiente
Los militantes y la clase obrera estrechaban filas pero el resto se embanderaba en la oposición. En aquel desfile del 4 de septiembre no sé por qué se me ocurrió que la felicidad que emanaba de los rostros de quienes desfilaban seguramente también habría emanado de la misma forma en los trabajadores peronistas, pero al igual que en el ‘55 de la Argentina, estas movilizaciones no fueron suficientes.

Nunca entendí, quizás por mi experiencia de Argentina y mis años de Liceo Militar, el discurso de Carlos Altamirano Orrego en el estadio Caupolicán, incitando a la división de las fuerzas armadas. Su inflamado discurso explicitando que estaba seguro de que un sector apoyaría al Gobierno, me pareció -a pesar de mi juventud- de una ingenuidad y peligrosidad manifiesta. Expresaba, sí, el ardor de un revolucionario pero al mismo tiempo un desconocimiento supino de lo que se estaba jugando.

En realidad ya era tarde y con su discurso seguramente precipitó el triunfo de los duros. Por otra parte, los ejercicios de movilización generados dentro del Partido Socialista eran de una precariedad y desorganización manifiesta. Por supuesto, secretamente y no tanto, vastos sectores de los partidos de izquierda esperaban el apoyo de la URSS. Un apoyo que no llegó. La larga permanencia de Fidel en Chile tampoco ayudó. En el tablero mundial, Chile no era prioritario para la Unión Soviética y sí para el poder imperial de EEUU. Los hechos lo demostraron.

Fuera de esas cavilaciones, nosotros seguíamos nuestro rumbo para alistarnos. Al final llegamos, nos metimos rápidamente en la sonambulesca casa, sorteando vigas caídas y salones vacíos. No me acuerdo bien pero creo que llegamos a la antecocina; en la misma y con el formato de “u,” sentados en el suelo estaban los compañeros revolucionarios y Miguel también, escuchando las noticias.

Nos sentamos con mis compañeros y después de tratar de conocer qué era lo pergeñado ante el cuadro de situación por “tan experimentados cuadros” ,me dirigí al jefe del grupo. Sabía quién era por las acciones en las que habíamos colaborado con mi Citroën y le disparé secamente, aunque nervioso: “¿Qué hacemos? ¿qué hay que hacer? ¿Cómo está organizada la resistencia?” Carlos me mira, nos observa quedamente y en esa eternidad que nos sacude cuando estamos inmersos en un estado de ansiedad, nos dice: …. “Nada. Es imposible hacer nada”. Yo lo miré, y recuerdo haberle dicho, “¿Cómo nada? ¿Qué hay de todo lo que hicimos? -Lamentablemente nada, es imposible defender nada”, me contesta.

No lo podíamos creer, pero si esta gente supuestamente entrenada para la acción se manifestaba de esa manera, qué podíamos hacer nosotros, universitarios devenidos en revolucionarios…

Luego, lo que sabemos: el presidente muerto heroicamente, el terror con tanques en las calles, patrullas permanentes, entradas a las viviendas de cualquier sospechoso… La huida, los campos de concentración, un nuevo orden social. En el medio, mis amigos asilados, uno en la embajada de Bélgica, otro en la de Alemania, otros que en esos días no estuvieron conmigo o murieron se asilaron o se anularon de la vida pública en el mejor de los casos.

Al poco tiempo yo regresaba a mi amada ciudad en donde también se vendría la noche. En el devenir, a partir de la derrota plebiscitaria de Pinochet, los dirigentes de la Concertación luego de su exilio, administran el modelo impuesto, se reconocen en su verdadera clase social y atienden las nuevas realidades. Sin embargo y no solamente por las movilizaciones estudiantiles, estimo que (¡valga la paradoja!), al presidente Piñera justo le toca actuar dentro de un modelo de derecha que muestra claros signos de agotamiento y no me refiero a esta hipótesis por las movilizaciones estudiantiles. Ellas son la fiebre que revelan la emergencia de un nuevo cuadro de situación y de nuevos dirigentes. Final abierto, dada la composición social de Chile.

Creo que ha llegado la hora de reinvidicar a un gran patriota latinoamericano. Para mí está claro: la democracia es un norte. Dentro de ese proceso las libertades son esenciales para la dignidad del ser humano, la justicia social su condición manifiesta. Han pasado 38 años y todavía me recuerdo del surrealismo en que estábamos insertos. Salvador Allende, un monumento a la dignidad y a la coherencia.

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