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La política criminal como destructora de la política penitenciaria

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Colaboración especial Inecip /  Por Alberto M. Binder, Director del Ceppas y de la Comisión Directiva del Instituto Latinaomericano de Seguridad y Democracia

Escribir sobre la política carcelaria siempre tiene el riesgo de caer en lugares comunes. Frases hechas que ocultan un dato dificil de digerir: en realidad no sabemos muy bien qué hacer con la cárcel.

Por una parte, todo aquel que se acerque a este fenómeno con un mínimo de sensibilidad no puede dejar de estremecerse frente a las condiciones en que transcurre el encierro de cientos de miles de personas en nuestra región. Por otra parte, todo intento de acabar con ese instrumento vil es atacado de ilusorio, mera utopía benévola pero trasnochada, que poco tiene que ver con la inexorable realidad de la cotidiana maldad del hombre.

Mientras tanto, la carcel esta allí, degradando y degradándose; volviendo maltrecho el espíritu del encerrado y del custodio; ratificando la insensibilidad y la falta de imaginación de nuestras sociedades para encarar un control de criminalidad verdaderamente eficaz y no atado a soluciones mágicas, arcaicas o populistas.

Nos falta, pues, el diseño de una política carcelaria que sepa evadir el horror y la decidia y transite caminos más inteligentes, de uso mínimo y certero de un instrumento tan bárbaro, hasta que aprendamos a prescidir de él; del mismo modo como la humanidad aprendió a prescindir del garrote vil, el descuartizamiento y va aprendiendo a prescindir de la pena de muerte.

Fines positivos
El proceso de humanización del encierro –mucho más vinculado con la práctica cartitativa de un Howard, Montesinos o Arenal que al pensamiento científico o académico- logró instalar la idea de los fines positivos del encierro, es decir, de la utilización de esa privación de libertad para el mejoramiento de la personsa encarcelada.

Esa idea, más allá de las críticas a su indudable moralismo, sirvió para ponerle un norte a la administración carcelaria pero es totalmente insuficiente para fundar una política carcelaria. El movimiento de derechos humanos, frente al hecho insoslayable de que la cárcel estaba muy lejos de cumplir sus promesas resocializadoras y la sociedad muy lejos de tener una sana intención de reinserción, estableció la idea fundamental de los derechos fundamentales del recluso como criterio rector de todo régimen penitenciario y, en ese sentido, sirvió para establecer los límites de toda administración carcelaria pero es insuficiente para fundar una política carcelaria.

En resumidas cuentas,  ambas ideas, centrales en el pensamiento penitenciario contemporáneo de uno u otro signo, no  nos alcanzan para fundar con claridad una política carcelaria en el contexto del control de la criminalidad en una sociedad democrática.

Distinción
Una distinción conceptual se impone. Debemos diferenciar el diseño de la política del uso de la cárcel de la administración de ese instrumento. Naturalmente que las fronteras no son del todo precisas, pero algo muy distinto es discernir en qué casos privaremos de libertad a una persona de lo que haremos con esa persona en su vida privada de libertad.

Esta distinción no debe ser exagerada ya que el modo de administración carcelaria siempre tendrá alguna relación con las decisiones respecto de quién y cuándo debe ser utilizada, pero nos es útil para distinguir entre política de administración de la cárcel -o política penitenciaria-, de la política de utilización de la cárcel que es, sin duda, uno de los núcleos centrales de la política criminal.

Existe una tendencia a ver todos los problemas carcelarios como un problema de política penitenciaria y ello nos impide encontrar muchas veces verdaderas soluciones en ese mismo campo. Por ejemplo, en mi opinión, el mayor problema que hoy existe en toda América Latina es la sobrepoblación penitenciaria.

El uso pródigo de la cárcel es un problema político-criminal que, sin duda, degrada hasta niveles inimaginables la administración carcelaria. Cualquier programa de política penitenciaria, ya sea fundado en la idea de reinserción social o en la de creación de un ambito de derechos en el encierro, se encuentra anulado de raíz por la sobrepoblación.

Una congestión carcelaria que no es circunstancial sino endémica y promueve la generación de un ámbito de degradación de derechos, de corrupción en la administración, de mafias y clanes internos impide el desarrollo de cualquier política penitenciaria.

Algunos proponen superar el problema de la sobreproblación mediante la construcción de nuevas cárceles, pero no solo ello implica desconocer la fuente del problema sino que representa una distorsión de las prioridades de inversión de nuestros Estados, más allá de que una razonable modernización de la infraestructura carcelaria, en reemplazo de edificios vetustos e inservibles, aparece como un medida necesaria.

Población
Frente a este panorama, en el contexto actual de nuestra región, la posiblidad de éxito de una política penitenciaria implica que ella le ponga limitaciones a la política criminal. Es decir, si se quiere tener una política penitenciaria que cumpla sus principales promesas (sea cual fuere el paradigma en que se funda, o en las distintas formas mixtas de fundarla), se debe poner un límite a la población penitenicaria que produce la política criminal.

Con cárceles sobrepobladas es imposible cualquier administración carcelaria salvo aquella que quiera convertir el encierro en un entrenamiento para la violencia, la esclavitud o la degradación de la dignidad humana; todo lo contrario de una política penitenciaria democrática.

Es claro que la administración carcelaria tiene aún muchos problemas que resolver para adquirir la razonabilidad que le exigen los principios del Estado de Derecho, pero limitar el uso pródigo de la cárcel es una primera condición esencial.

Esto se ha intentado realizar mediante clausulas normativas instaladas, incluso, en el nivel constituicional o se intentó resolver mediante la expansión de los jueces de Ejecución penal, como lo propuso el movimiento de reforma de la justicia penal, o mediante cambios en la adminsitración penitenciaria.

Sin embargo, en la medida en que no se puso límite al ingreso en las cárceles (es decir no se limitó la política criminal), todas esas medidas no han podido frenar el notorio deterioro de la vida carcelaria en las última dos décadas.

En síntesis, la condición elemental de toda política penitenciaria de corte democratico consiste en la existencia de un mecanismo fuerte que impida el ingreso de personas a las cárceles cuando ellas ya están llenas.

En esos casos, habrá que sustituir a un preso por otro, en un uso inteligente y planeado de la política criminal, que se oriente hacia los casos más graves y no a la rutina del encierro, convertido casi en un trámite por un Poder Judicial indolente e insensible.

Cupo
De allí en más recién comienzan los verdaderos problemas de la política penitenciaria (el régimen de derechos, el respeto de la autonomía personal, la colaboración con el plan de vida del penado, el sostenimiento de su vida social en tanto sea posible y todos los otros componentes de una política penitenciaria no expiacionista ni retribucionista y muchos menos aún, cruel) pero, sin resolver el problema del cupo penitenciario, es muy probable que la política carcelaria siga su derrotero de retórica hueca que desdice cada celda en la que cinco personas en el lugar previsto para una se turnan para poder dormir o comer.

Quizás sea el momento de fijar un mecanismo nacional o internacional de certificación de cada cárcel que indique el número máximo de personas que ella puede alojar sin degradación y que ese número constituya un límite para todos, incluso para los jueces, quienes en la gran mayoría de los casos condenan sin preocuparse si existirá un lugar digno o la atención primaria para quien envían a la cárcel.

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