Por Karina Zeverin (*)
A quienes vivimos en Argentina nos resulta inentendible lo que ocurre cuando acudimos al Estado en busca de información y/o respuesta, ya sea para una causa judicial o un trámite común.
En tiempos digitales y de una supuesta centralización de la información, peticionar al Estado resulta, aún hoy, toda una odisea.
Hace años, ya los distintos gobernantes de turno vienen publicitando acciones que informan cuánto hemos avanzado en el “entrecruzamiento de datos” en todas las dependencias estatales, sobre la eficacia de los trámites a distancia, etcétera. Un ejemplo de ello es el avance del CIDI (Ciudadano Digital).
A quienes vivimos en Córdoba nos han digitalizado la vida mediante un sistema de gestiones ómnibus que, en general, nos brindó facilidades y otras veces complicaciones, pero lo cierto es que existe y ha sido un esfuerzo loable disponible para todos.
Es un sistema del cual, por cierto, nos hemos beneficiado sólo por nuestra condición nata de autodidactas, ya que escasa o nula fue la capacitación ciudadana que se brindó con respecto al uso y bondades del mentado CIDI, pero de este tema no trata este texto. Sí se trata de la ineficacia funcional, coordinada e intencional del Estado cuando de él se requiere “algo”. Veamos, pues.
Un Estado es una organización política constituida por un conjunto de instituciones burocráticas que deberían trabajar coordinada y competentemente. Pero ¿qué pasa cuando algún poder o dependencia del Estado, para tomar una decisión necesita información producida por otro poder o dependencia?.. y esa decisión es la que necesitamos por “hache” o por “b”.
Nada. Lamentablemente es allí cuando no pasa nada.
Mágicamente y de repente “nadie sabe nada”, “el funcionario no está, “el sistema se ha caído” y el ciudadano, quien debería haber sido el beneficiario de la información tan eficazmente recopilada, se convierte en víctima de lo opuesto al verse obligado a transitar un camino sinuoso que se traduce en pérdidas de dinero y tiempo, como mínimo.
Paradójicamente ante lo arriba señalado, nos preguntamos: ¿por qué en pleno 2023 nos sigue ocurriendo esto? La respuesta es tan simple como desalentadora y se reduce a una sola palabra: supervivencia.
Es el Estado justificándose así mismo. ¿De qué otra manera justifica aquél el monstruoso aparato que lo compone y la exorbitancia de sus gastos?
Hace semanas, en una charla de café mantenida con un colega, se hablaba de la sinrazón del Estado que se pregunta así mismo, pese a tener ya digitalizadas y a disposición las respuestas a lo que pregunta. Vamos con una muestra de ese absurdo: un detenido, para acceder a beneficios procesales y avanzar en el tratamiento penitenciario -entre otros requisitos-, debería estudiar y trabajar intramuros. Para ello se le solicita su DNI físico, pero resulta que en la mayoría de los casos ese DNI ya está en custodia del propio Estado desde la detención del sujeto.
Si esa incongruencia no fuese suficiente, ese mismo Estado que requiere la acreditación de identidad de la persona es el que la detuvo previo a constatar su identidad. Entonces, ¿cómo sin DNI esa persona privada de su libertad podrá hacer fajinas o estudiar? La oficina móvil del Registro Civil solo visita la cárcel a lo sumo tres veces al año.
Ese ciudadano seguirá “ocupando” una cárcel, sin progreso en su tratamiento penitenciario, por culpa de la burocracia del Estado que se preguntó así mismo.
Igual circunstancia ocurre con los certificados analíticos que se les requiere a los detenidos para acceder a la educación.
El Estado solicita a los familiares de aquél que concurran presencialmente a gestionar ese documento al colegio en el que, quizás, una persona cursó sólo hasta cuarto grado cuando tenía 9 años… y hoy tiene 50. Les pide también que realicen tres legalizaciones en oficinas distintas, todo pese a tener a su disposición -pagado por todos nosotros- un banco de datos digitalizado con esa información.
Aun si no empatizáramos con personas privadas de su libertad o tuviéramos la marginal idea de que ellas no tienen derechos, cabe recordar que de esta burocracia somos víctimas todos, todos los mortales que pisamos este bendito suelo.
Si no, hagamos memoria o seamos más observadores. ¿Cuántas veces se nos requirió “el sello del sello”? ¿Cuántas veces debimos recorrer oficinas abarrotadas -o vacías- y dijimos “hoy me tomo un día para hacer trámites”? Entonces, si y sólo si es un hecho que el Estado argentino se pregunta y se responde así mismo, ¿es la burocracia en Argentina una política de Estado? Sí; y una muestra del instinto de supervivencia demodé.
(*) Titular del estudio Zeverin & Asociados