Existen múltiples maneras de habitar profesionalmente el derecho: ejerciendo, investigando, dando clases, trabajando en algún poder del Estado, asesorando. Hay un elemento transversal a todas esas formas de abogar vinculada con los derechos humanos (DDHH). Sin embargo, la relación entre éstos y la abogacía, lejos de ser armoniosa, es más bien conflictiva y ello, creemos, se debe a tres problemas fundamentales.
En primer lugar, la mayoría de las abogadas y abogados no tuvo DDHH como asignatura en su formación de grado. Si bien existe -desde hace pocos años- un proceso de curricularización de éstos, en la mayoría de las facultades de Derecho continúa siendo un seminario optativo que se sostiene más por el activismo de sus docentes que por una política institucional.
Vinculado con el punto anterior, existe una porción no menor de abogadas y abogados que entiende que en sus prácticas pueden prescindir de los DDHH; como si fueran un campo exclusivo de las personas que trabajan en organismos internacionales de protección de aquéllos y no una mirada transversal del derecho civil, penal, administrativo, contravencional, ambiental, parlamentario.
Por último, creemos que esa tormentosa relación entre abogacía y DDHH también se debe a una mirada despolitizada que tienen quienes la practican, tanto del derecho en general como de aquéllos en particular. La dicotomía positivismo/iusnaturalismo, que se transmite como un Boca vs. River, invisibilizó otras maneras de comprender el derecho más vinculadas con una herramienta y dispositivo de poder. Por eso, esa discusión produjo tres paradojas relativas a la ciencia jurídica: se despolitizó una herramienta de poder, se sacralizó una construcción humana y se borró la historia de la conquista de los derechos, apelando para ello a esa definición -nada neutra por cierto- de que los seres humanos tienen derechos en su condición de tales.
Se construyó así una teoría de los derechos que se asemeja bastante a una metafísica del alma. Parece que, de la misma manera que una persona tiene “alma” cuando nace, tendría en igual sentido derechos. ¿Qué esconde esta manera de comprender los DDHH? Esconde el carácter humano, político e histórico de la conquista de los derechos, que no se da en un proceso consensuado y sin conflictos sino en luchas sociales. Por eso, la contracara de un derecho es el sufrimiento humano. Los derechos son la síntesis de una dialéctica histórica entre violación y reconocimiento. Cada sufrimiento humano bien puede ser traducido luego en una violación de los DDHH.
Pero el dolor no es suficiente para conquistar derechos. Se requiere que el dolor individual se politice y sea sentido como dolor social producido por la injusticia de una estructura social que oprime a determinados grupos por su pertenencia a una clase social, etnia o género, entre otros criterios de estratificación. Incluso, a pesar de que el sufrimiento sea experimentado como social, se quiere otro elemento fundamental para conquistar derechos: la lucha colectiva. Los derechos no nacen de un tratado o de una ley, anidan en la memoria viva de los pueblos, que han sufrido su flagrante violación y que han luchado para evitar el retorno del horror.
En el corazón de los DDHH se encuentra la idea de que son siempre con otros, a diferencia de los privilegios, que son a pesar de otros o incluso, contra otros. Si un interés perjudica a las mayorías, entonces se trata de un privilegio, no de un derecho.
Los DDHH no son sólo un campo que busca disputar sentidos sobre la dignidad humana. También se erigen como una herramienta que tiene mucho para aportar a la ciencia jurídica. Volver a conectar el derecho con la política y con la historia y, sobre todo, volver a conectar el derecho con el sufrimiento humano. Los DDHH pueden correr el velo de la neutralidad con la que siempre gustó presentarse al derecho. Como dijo el Premio Nobel de la Paz Desmond Tutu, “si frente a la injusticia eres neutral, elegiste el lado del opresor”. Más acá en el tiempo, Paul Preciado afirmó que cuando socialmente no percibes la violencia, es porque la ejerces.
Si en nuestra práctica de abogadas y abogados comprendemos que el derecho es una herramienta para evitar el sufrimiento, una herramienta de transformación de las injusticias, entonces hemos aprendido una lección fundamental: que practicar el derecho antes que un privilegio es una enorme responsabilidad.
(*) Abogado y docente