Liliana Páez tendría hoy 60 años, pero vivió sólo 25. La mataron el 20 de agosto de 1976, durante un simulacro de intento de fuga, al igual que a otros 28 presos políticos víctimas de esta causa. Era la compañera de López, uno de los alrededor de cien testigos que pasaron por este juicio histórico.
Cuesta imaginar las arrugas en ese rostro eternamente joven. Sonríe hasta con la chispa de sus ojos. Es el retrato de un tiempo. Reuniones entusiastas, apasionadas, de gran participación. Se conocieron militando en el Ejército Revolucionario del Pueblo, en la Córdoba de principios de los setenta.
Héctor Jerónimo Enrique López declaró en la Audiencia 22 del Juicio contra Videla, Menéndez y otros 29 represores, el martes 24 de agosto de 2010, cuatro días después del aniversario del asesinato de su compañera, 34 años atrás.
“Yo perdí la libertad en un secuestro el 29 de octubre del 75, junto con Liliana Páez y su hijito Guillermo. Fue a plena luz del sol, en la casa en que vivíamos, que era la casa de su madre (…) Yo estaba en un almacén. Escucho unas frenadas, me asomo, me agarran, hay gritos, y me meten en el baúl de un auto, delante de algunos vecinos, incluso el mismo almacenero”.
-¿Por qué habla de secuestro? -pregunta el juez.
-Es que no me dijeron: “¡Señor, está detenido!”
-¿Qué pasó con Guillermo, el niñito?
-Fue llevado también a las dependencias del D2. Y en un primer momento la amenazaban a ella con que lo iban a torturar si no decía lo que querían que dijera. Ella lo escuchaba llorar, porque le pegaban delante del niño. A esto me lo contó luego en la cárcel. Después supe que a Guillermo lo habían llevado con su abuela.
“Biqui” López tenía 22 años. Era obrero metalúrgico. Todos lo conocían en barrio Jardín, en donde transcurrió su infancia y juventud, muy cerca de Corcemar.
“Creo que me decían así por alguna palabra que pronunciaba mal de chico, pero es con ‘b’ y ‘q” -aclara al Tribunal y se toma su tiempo para explicar que una maestra en el primario, para evitar las cargadas de los chicos, lo escribió de ese modo en el pizarrón para diferenciarlo de “Vicky”, una compañera del colegio cuyo apodo sonaba igual al suyo.
Tres horas dura el relato de su encierro. Esta anécdota es casi el único momento de distensión, en una sala repleta que escucha en absoluto silencio.
Héctor creció en el seno de una familia sencilla y numerosa, bajo la tutela de una madre que fue aumentando su compromiso a medida que más se perseguía a su hijo.
En dos oportunidades Biqui se emociona. Una es cuando recuerda la lucha incesante de doña Clara: “Mi madre hizo una presentación para que me legalizaran, y a los dos o tres días comenzamos a recibir comida en la cárcel de Córdoba, lo que indicaba que habíamos sido legalizados”. Se refiere a la Penitenciaría de barrio San Martín (UP1), uno de los cinco penales en los que estuvo alojado. Los otros son Sierra Chica, Rawson, Devoto y la nueva cárcel de Caseros, que inauguró Videla, “la más horrible”, asegura: “Locutorios con vidrio, celdas abiertas sin la mínima intimidad, falta total de sol. Eso generó serios problemas psicológicos en muchos compañeros”.
Su memoria va y viene en el tiempo. Hurga. Busca. Encuentra. Parece que se guarda detalles tenebrosos, por pudor quizás. Mejor cita hechos, nombres, fechas, que ayuden a esclarecer la causa.
Recuerda la última celda al lado del baño, “yendo de frente por el pabellón 6, a mano derecha”, desde donde vio irse a la muerte a Cristian Funes, “el Diablito”. Dice que nunca olvidará sus ojos en el momento de la despedida: “Nos saludamos como pudimos, en la cárcel uno aprende a abrazar con la mirada”.
Recuerda el asesinato de “Paco” Bauducco: “Yo estaba a dos o tres compañeros”, y el de José René Moukarzel, estaqueado en medio del patio de la prisión una fría noche de invierno, por recibir un paquete de sal de un preso común.
Dice que a este último episodio lo conoce por referencias de los presos comunes, cuya solidaridad destaca una y otra vez.
Recuerda que gracias a ellos pudieron hacer conocer a sus familiares la situación que atravesaban.
Dice que ese lugar -por entonces- “no era una cárcel, sino un campo de concentración”.
Recuerda a Hugo Vaca Narvaja, a quien llama “doctor” siempre que lo nombra. A Toranzo. A Schiavoni. Huber. Florencio Díaz. José Ángel Pucheta. Carlos Alberto Sgandurra. Marta Rosetti de Arquiola. La lista sigue. Es larga.
Dice que por las condiciones en que estaba, es imposible que su compañera intentara fugarse, tal como expresaron los comunicados oficiales transcriptos en los diarios de la época.
Recuerda que le contaron que en aquella noche fatal Liliana estaba en una celda especial, castigada por hacer muñequitos con miga de pan.
Dice que “todo estaba prohibido, hacer manualidades era una forma de ir contra la legalidad, contra lo que ellos consideraban la Patria Argentina”.
Recuerda que su cuerpo fue entregado a sus familiares tiempo después, en un cajón cerrado y con la expresa orden de no abrirlo.
Dice que nunca dejó de denunciar el caso.
Recuerda cuando fueron trasladados en calidad de rehenes de Sierra Chica a Córdoba, porque Videla estaba por viajar a esta provincia.
Dice que nunca supieron por qué no los mataron el día en que les hicieron cavar su propia fosa: “Nos atan las manos atrás con alambres, nos llenan de trapo la boca, nos vendan y nos suben a un vehículo tipo colectivo. Después de andar un tiempo llegamos a un lugar descampado, nos sacan el alambre de las manos, nos dan palas y nos dicen que hagamos un pozo, que vamos a cavar nuestra propia fosa. Empezamos, como pudimos, pero en eso alguien nos ordena dejar de cavar y nos suben de nuevo al colectivo”.
La causa de López llegó hasta la Comisión Interamericana de la OEA.
Las denuncias escritas por los mismos presos en papeles de caramelos o de cigarrillos, que doña Clara Aurelli sacó del país, fueron escuchadas en el exterior. A la demanda la inició Inés Valdez de Lascano. Héctor se conmueve hasta las lágrimas, por segunda vez. Quiere homenajear a la abogada, ya fallecida, y a los doctores Elena Moreno y Octavio Carsen, que lograron la sentencia del organismo internacional.
Él estaba condenado a cadena perpetua, “juzgado con pruebas obtenidas bajo tortura”. No pedía amnistía sino ser juzgado como corresponde.
Una resolución de la OEA hizo lugar a lo solicitado y recomendó al Estado argentino que lo juzgara nuevamente, algo que nunca ocurrió. Incluso luego de la recuperación de la democracia.
El 14 de febrero de 1988, a la hora cero, aquel obrero metalúrgico había cumplido legalmente su condena. La lucha de organismos de derechos humanos logró que se promulgue una ley que contemple como dobles los años de encierro bajo régimen de dictadura militar.
Sin embargo, la libertad llegó tres días después.
El 17 de febrero a la hora 19.30.
Tres días eternos en los que debió permanecer tras las rejas “por supuestos problemas burocráticos”.
Y salió con cinco años de libertad condicional, que pasó en Buenos Aires, trabajando en una imprenta que montó en San Telmo.
“Biqui” pertenece a una generación que se sintió protagonista del cambio con los ejemplos claros del “Gringo” Tosco, de Atilio López: “Tuve mucho tiempo para pensar, para revivir cada momento feliz y cada acontecimiento trágico. Entiendo que de a poco me fui reafirmando en nuestros aciertos y tratando de reconstruir cada ladrillo roto por nuestros yerros y eso me permitió ir despojándome de la piel seca, del cuero usado y gastado en vivir la vida como se nos presentaba (…) No siento que he superado nada, lo que siento es un profundo agradecimiento a los cumpas caídos, a los sobrevivientes, a los familiares que nos sostuvieron el alma y el esqueleto, en fin, a todos los que han permitido que la vida aún esté entera dentro mío”.