José Emilio Ortega y Santiago Espósito (*)
Desde diciembre de 1991, el surgimiento de 15 nuevos estados -por la desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS)- produjo un cambio sustantivo en el escenario global, no sólo por el vacío ideológico generado por la disolución del proyecto comunista, sino por los dilemas identitarios que algunos estados han tenido durante la post Guerra Fría.
El caso de Ucrania es muy representativo debido, por una parte, a su naturaleza política, próxima a la tradición e influencia rusa. Por otra parte, un elemento importante también es la tensión generada al interior de un país multiétnico, donde la fragmentación histórica entre Oriente y Occidente ha traído un sinnúmero de consecuencias de orden territorial, racial, cultural, geopolítico determinantes de su configuración nacional; repercusiones que se han ido hilvanando en el período poscomunista.
Durante el mandato de Mijail Gorbachov se abrieron las oportunidades para que los pueblos y nacionalidades que formaban parte de la URSS se independizaran. “Gorby” ni siquiera pudo imponer un rediseño de las fronteras para recuperar al menos Crimea. Debilitado, no quería que la desintegración terminara en una Yugoslavia. Ello, a pesar de que el separatismo cundió, finalmente, en muchas regiones del ex imperio comunista.
Caído el muro de Berlín, EEUU apuntaló un desarrollo dependiente del capitalismo ruso, tratando de evitar la recuperación de Moscú como actor internacional trascendente. Bajo la presidencia de Bill Clinton buscó expandir la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y el resto de las estructuras intergubernamentales de Occidente a los antiguos miembros del Pacto de Varsovia.
Washington desconoció desde el inicio los intereses de seguridad nacional de Rusia en estas regiones adyacentes a su órbita, en aras de un posicionamiento estratégico.
Ya en los años 2000, durante el primer mandato de Vladimir Putin, no hubo conflictos significativos entre EEUU y Rusia, aunque Moscú no apoyó la invasión a Irak y mostró resistencia a la expansión de la OTAN hacia el este.
Durante su segundo mandato, los roces con Washington fueron in crescendo por el resurgimiento de Rusia como potencia respaldada por su crecimiento económico, alcanzado por los altos precios de los hidrocarburos, la recuperación de la centralidad de su Estado y el aprovechamiento del boom de las materias primas.
Mientras tanto, Ucrania -oscilante en el período, con gobiernos prorrusos y prooccidentales- cambiaba su política exterior para vincularse a la Unión Europea y a la OTAN mediante la Revolución Naranja, en 2004.
Sin embargo, los problemas económicos y la dependencia energética con Rusia dificultaron dicha tarea. En 2013, el entonces presidente de Ucrania, el prorruso Victor Yanukóvich, suspendió la firma de un acuerdo de asociación con la Unión Europea por las presiones del Kremlin.
Yanukóvich fue destituido en 2014 (los revolucionarios fueron asistidos por Occidente). Ese año empezaría el separatismo en el Donbás (regiones colindantes con Rusia, más industrializadas) y Putin anexaría Crimea. Se trató del certificado de defunción de aquella revolución.
Rusia interpretó la crisis de 2008 como una expresión de las debilidades estructurales de Occidente, lo que contrastaba con la tendencia hacia la multipolaridad del sistema internacional.
A partir de 2009, Barack Obama aplicó la estrategia llamada “Russian Reset”, buscando cooperación. Pero el bombardeo de la OTAN a Libia en 2011, la interferencia de EEUU en los comicios parlamentarios en Rusia del mismo año y el auge del nacionalismo ruso frustraron la estrategia. Putin aprovechó el período de buenas relaciones de la era “Reset” para reconstruirse militarmente, fortalecer su esquema represivo interno e invertir en medios de comunicación y empresas europeas.
En 2014, Putin recordaría la decisión de Catalina la Grande (siglo XVIII), quien anexionó el sur de la actual Ucrania. Para el Kremlin, Ucrania no deja de ser un Estado tapón, y considera que la legitimidad de Rusia como potencia sólo puede descansar en el mantenimiento de su dominio sobre Asia Central. Putin se sentía seguro luego de las campañas rusas en Chechenia, Georgia, Siria y Libia, pero también porque ratificó aquel predominio y logró inserción económica y militar en el escenario europeo.
A pesar de la oposición de EEUU, de la UE y de Ucrania, los intereses rusos primaron sobre Crimea, recuperando un punto geoestratégico sin parangón en el mar Negro.
Obama empezó con el “Reset” y terminó con sanciones económicas a individuos y empresas rusas, que se mantuvieron. Trump las mantuvo.
Por un entendimiento previo, y presuntamente ajeno a la política entre Trump y Putin, se especuló con la normalización de las relaciones estadounidenses-rusas, pero ello no sucedió, deteriorándose tras del anuncio de la salida del Tratado INF (eliminación de misiles de corto y medio alcance).
Este derrotero intermitente e inestable, en el que subyacía un entendimiento precario que logró evitar el resurgimiento de la enemistad y desconfianza características de la Guerra Fría, se rompió con la invasión a Ucrania. ¿Por qué Occidente debe tomar decisiones y dictar soluciones en un conflicto que no le compete de manera directa? ¿No se retrasa de esta forma un diálogo entre las partes que conlleve a una solución negociada?
Como explicó Henry Kissinger hace algunos años, tan difícil y complicado sería buscar un total distanciamiento político, económico, administrativo y cultural entre Ucrania y Rusia como fomentar una separación entre los territorios del este y del oeste del actual Estado ucraniano, o alimentar pretensiones rusas hacia el poniente de su vecino -prooccidental-, como de las potencias europeas hacia la frontera ucraniana con Rusia.
Ninguno de estos procesos lograría consolidar una paz duradera en la región. El equilibrio, señala el exsecretario de Estado estadounidense, debe buscarse entre los actores en conflicto.
EEUU y Rusia han exacerbado y explotado sus mutuas debilidades para ocupar cada una el espacio que tenga que dejar la otra.
La historia diplomática demuestra que a lo primero que hay que aspirar es a lograr relaciones estables. La genuina paz, a mil años de que el “Rus de Kiev” inició su historia en un territorio vastísimo y complejo, no se ha conseguido aún.