Presiento que las mujeres estamos corriendo un nuevo peligro. Los tiempos de alteración y conmoción femenil que corren nos han puesto en una situación de defensa constante, al punto de estar caminando ahora por un borde lábil.
Hemos pasado de venerar al hombre como padre, marido, hijo, jefe y proveedor a ponerlo en un lugar de objeto peligroso, potencialmente dañino para el género femenino. La relación
equilibrada y de colaboración mutua que debe existir entre los géneros se encuentra tam-
baleando. Sin embargo, en el fondo, aún se trasluce una su misión hacia ellos que, muchas veces, sale a la luz de manera inconsciente.
La cuestión de género es una construcción socio-cultural, arraigada profundamente dentro de la sociedad y que excede a la mera división de poderes.
Se nos presenta como un eje transversal en todos los aspectos de nuestras vidas. Cada persona, desde que nace, está bajo las expectativas del mandato social.
En un primer momento, el núcleo familiar infundirá y anhelará de nosotros conductas y actitudes predeterminadas por nuestros genitales. A su turno, el sistema educativo estará a cargo de institucionalizar el adoctrinamiento hogareño, estimulando machos viriles y salvaguardando princesas pudorosas. Y así continuará a lo largo de toda la vida. Son ideas interesadas que se han naturalizado y que se ven respaldadas a su vez por otras tan fuertes como invisibles: raza, orientación sexual, posición socioeconómica; entre otras varia-bles igualmente desalmadas.
Quien no cumpla con su rol asignado sufrirá consecuencias. Humillación, vejaciones, exclusión social y hasta la muerte (aún por propia autoría) son algunas de las penas no judiciales que esta sociedad nos depara.
En las mediaciones comunitarias he observado diversas situaciones que dan reflejo de
lo comentado. Siete de cada 10 personas que requieren nuestra intervención son mujeres. Pero una vez que comienza el proceso de mediación, muchas de ellas ceden el mandato a su
marido o hijo para que actúen en su lugar. Pareciera ser que sólo los miembros masculinos
del hogar están capacitados para hacerse cargo del conflicto.
En otras ocasiones, cuando se presentan parejas, las mujeres suelen ser apartadas explícitamente al elaborar posibles alternativas de resolución al conflicto. Esta situación es siempre consentida por ellas.
Es así que, voluntariamente y aunque sin ser plenamente conscientes, se colocan en situación de vulnerabilidad.
Lo que intento manifestar a través de estos ejemplos es que, aunque el nuevo paradigma de género parezca ser sólido y recio, tiene todavía un largo camino por recorrer. Debemos abocarnos a educar mejor a nuestras mujeres y empoderarlas para alcanzar un cambio real en el inconsciente colectivo; impulsarlas a actuar sabiamente desde su propia autonomía. Hacerlas conocedoras del lugar de real de poder que ocupan y de las herramientas con las que cuentan para actuar y resolver las situaciones cotidianas que enfrentan. Que puedan ver la posibilidad de encontrar un punto de equilibrio desde el cual hombres y mujeres puedan actuar juntos, a la par.
Esta es la única transformación verdadera, duradera a largo plazo, de la sociedad. Es nuestra tarea entonces tender un puente entre el paradigma de género y la práctica del diálogo, y superar así la dicotomía entre hombres y mujeres. La meta es alcanzar la estabilidad y desarrollo de nuestra sociedad como valor innegociable que nos conduzca a la cohesión social y a la paz.
Cabe así preguntarse: ¿Cómo puedo desde mi rol mediador empoderar a las mujeres para que asuman el rol que les pertenece en sus conflictos?
¿Ejerzo adecuadamente una escucha activa, atendiendo a quien habla desde el género al
que pertenece?
Evacuados estos interrogantes, será fundamental analizar si convergen expectativas y necesidades diferentes, evitando generalizaciones. Debemos ver a cada persona en su totalidad, su género, sus vivencias, sus creencias, sus necesidades. Así tendremos una mirada desembarazada que nos permitirá aprovechar al máximo las herramientas con las que contamos como mediadores.
(*) Abogada. Mediadora.