Por Silverio E. Escudero
La Guerra en Vietnam afectó la razón de los estadounidenses de todas las edades. Dividía la sociedad entre halcones y palomas. Una ola de suicidios conmovía a toda la nación, en especial a las tranquilas poblaciones del Medio Oeste, cuyos jóvenes se debatían entre morir en el frente de batalla o enfrentarse a la muerte por propia decisión.
Espantaban los relatos de los veteranos de guerra, las narraciones de los padecimientos y torturas en los campos de concentración del Vietcong, que en nada diferían de los que formaban parte del menú premium en los eventos organizados por los yanquis. Hasta los más bravíos anticomunistas temían que les llegara la cédula que los llamaba a las armas.
La crónica recogió el suicidio de Jeff Stelle, cara visible en Tennessee del KKK, quien se mató frente a su familia al enterarse de que tenía fecha para ingresar a la Marina, según anota un periodista de la revista Visión.
La televisión, en tanto, mostraba cómo se descargaban bolsas negras con cadáveres que debían ser velados a cajón cerrado, lo que abría un universo de dudas.
Esas imágenes abonaban la resistencia, que se tradujo en la quema pública de las papeletas de reclutamiento mientras Canadá abrió sin condiciones sus fronteras a los resistentes, a los desertores que eran perseguidos por el FBI y el resto de las agencias de seguridad del gobierno estadounidense.
En tanto, niños, adolescentes, jóvenes y adultos de todas las edades, con la firmeza de las convicciones, ganaban las calles, las aulas universitarias, los conciertos de rock, los estadios de fútbol americano y de béisbol, en un intento por frenar la bestial matanza que tenía por escenario Vietnam.
Hubo hechos simbólicos, pequeños si se quiere, que el paso del tiempo y la arbitrariedad de los cronistas e historiadores omiten en sus papers. Hoy recordamos uno.
Lyndon B. Johnson fue invitado a lanzar la primera pelota en la jornada inaugural –en la ciudad de Saratoga- de un torneo nacional de sóftbol que reunía cientos de escuelas secundarias y millares de jugadores. Al anunciarse la presencia presidencial, un oscuro fildear izquierdo gritó: “No más Vietnam”. Todos los atletas se sentaron en el pasto de espaldas al palco presidencial mientras el estadio estallaba en un portentoso aplauso.
Fue el gesto de desobediencia que más golpeó la conciencia del estadounidense medio que no se atrevió a condenar la decisión de sus hijos. Johnson, pálido, ojeroso y con los ojos cuajados en lágrimas, no comprendió la reacción de ese héroe de 13 años en su cabalidad. Volvió a la Casa Blanca vencido y redactó, una vez más, su renuncia.
Las grandes manifestaciones se multiplicaron. Hasta en el medio oeste conservador, ultrarreligioso, antiliberal y anticomunista, abandonó los templos al grito: “¡No más Vietnam”.
En tanto, Johnson, inerme, vivía en un mar de dudas. Cancela un ataque nuclear a Hanoi, la capital de Vietnam del Norte, cuando el avión portante volaba sobre de África. Lo hace al momento en que pronunciaba una conferencia en la universidad John Hopkins de Baltimore -en abril de 1965-. Allí asegura: “No nos retiraremos, mantendremos la palabra dada. Evacuar ahora Vietnam nos obligaría a acudir muy pronto a otro campo de batalla. Es un deber nacional, una promesa que yo, como presidente, mantendré”.
Johnson decía al natizado. Testigos calificados aseguran que sacó pecho y con una especie de graznido, gritó: “No nos derrotarán, no nos cansaremos”.
Ese mismo día tres mil marines desembarcaban en Da Nang. Al día siguiente Robert McNamara salió a peregrinar por el mundo en busca de apoyo para lanzar la ofensiva final sobre Vietnam. Necesitaban 500 mil soldados para instrumentarla. Otros debían poner los muertos, los heridos, los lisiados, la sangre y los recursos.
Para ganar nuevos aliados, la Casa Blanca fingió un ataque sobre su destructor “USS Maddox”, operación de falsa bandera organizada por los servicios secretos de Estados Unidos. Es decir se simuló un ataque de fuerzas de Vietnam del Norte contra barcos de la Armada de Estados Unidos que habían penetrado en aguas que EEUU reclamaba como internacionales, pero que Vietnam las tenía como suyas.
McNamara exigió a Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Panamá, Haití, Jamaica y la República Dominicana 150 mil hombres armados y en apresto para el combate.
En Sudamérica su éxito fue moderado. Venezuela, Colombia, Brasil, Perú y Chile se alinean con Washington.
En Argentina las influyentes revistas Primera Plana, Panorama y Confirmado lo reciben en triunfo como también el nacionalismo criollo, siempre tan antiimperialista.
Tanto que le organizan un asado de enormes dimensiones que sirvió para disimular su reunión secreta con el comandante en jefe del ejército, Juan Carlos Onganía, quien promete un contingente de tres mil hombres. El presidente Arturo Umberto Íllia lo recibe en su despacho como gesto de cortesía. La entrevista, según la agenda presidencial, duró
-apenas- cinco minutos.
El derrotero del secretario de Defensa continúa por Europa, Asia, Oceanía. Johnson, mediante una carta a cada presidente oficia de abrepuertas. El 26 de julio de 1965 le escribe al presidente peruano Fernando Belaúnde Terry y explica: “A lo largo de estos últimos días he estado revisando la situación a la luz de recientísimos informes procedentes de mis colaboradores de mayor confianza.
Aunque aún no se han adoptado decisiones definitivas, puedo decirle que será necesario incrementar las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos en un número que podría igualar, o ser superior, al de los 80.000 hombres (…).
En esta situación debo expresarle mi profunda convicción personal de que las perspectivas de paz en Vietnam aumentarán en la medida que los necesarios esfuerzos de Estados Unidos sean apoyados y compartidos por otras naciones que comparten nuestros propósitos y preocupaciones.
Sé que su Gobierno ha mostrado ya su interés y preocupación concediendo asistencia. Le pido ahora que considere seriamente la posibilidad de incrementar dicha asistencia mediante métodos que indiquen claramente al mundo (y especialmente a Hanoi) la solidaridad del apoyo internacional a la resistencia contra la agresión en Vietnam (…)”
Entendiendo que las cartas eran de similar tenor nos dimos a la tarea de encontrar algunas respuestas. Entrarlas fue trabajoso. Los alquimistas saben del placer de la búsqueda de la piedra filosofal.
Francisco Franco así le responde a Johnson: “Mi experiencia militar y política me permite apreciar las grandes dificultades de la empresa en que os veis empeñados: la guerra de guerrillas en la selva ofrece ventajas a los elementos indígenas subversivos que con muy pocos efectivos pueden mantener en jaque a contingentes de tropas muy superiores. Las más potentes armas pierden su eficacia ante la atomización de los objetivos.
No existen puntos vitales que destruir para que la guerra termine. Las comunicaciones se poseen en precario y su custodia exige cuantiosas fuerzas. Con las armas convencionales se hace muy difícil acabar con la subversión. La guerra en la jungla constituye una aventura sin límites.
Por otra parte, aunque reconociendo la insoslayable cuestión de prestigio que el empeño pueda presentar para vuestro país, no se puede prescindir de pensar las consecuencias inmediatas del conflicto.
Cuanto más se prolongue la guerra, más se empuja a Vietnam a ser fácil presa del imperialismo chino, incluso suponiendo que se pueda quebrantar la fortaleza del Vietcong.
Subsistirá mucho tiempo la acción larvada de las guerrillas, que impondrá la ocupación prolongada del país en que siempre seréis extranjeros. Los resultados, como veis, no parecen estar en relación con los sacrificios”, insistió el dictador. (Javier Santamarta, Siempre tuvimos héroes, EDAF, 2017).