Una singular serie de acontecimientos llama la atención mundial sobre la triple frontera donde concluyen los territorios del Congo, Ruanda y Uganda. Lugar sensible en el centro de África, a orillas del paradisíaco lago Kivu, en el Gran Valle del Rift -una fractura geológica en crecimiento cuya extensión es superior a 4.800 kilómetros-.
Ese espacio geográfico no sólo aparece en un lugar destacado en las noticias por estar en el centro de la aterradora epidemia de ébola; sino, también, por ser uno de los lugares de irradiación del mayor brote de sarampión de los últimos 50 años, que ha causado la muerte de cerca de 250 niños, según los registros de la Oficina Coordinadora Sanitaria Internacional, creada con urgencia para tratar de organizar el caos que vive la región.
Frente a esa crisis humanitaria, los países implicados no saben, no quieren o no pueden desarrollar estrategias sanitarias más efectivas ni distribuir la ayuda humanitaria que se acumula en depósitos de la Unicef y de la Cruz Roja Internacional, por el clima de guerra civil permanente en el que masacrar y mutilar es moneda corriente, según denuncia la Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH).
La matanza se profundizó en los años 60 del siglo pasado, después de los asesinatos del primer ministro del Congo Patrice Lumumba y del secretario General de las Naciones Unidas Dag Hammarskjöld, cuyo avión fue atacado con misiles tierra-aire lanzados por las fuerzas armadas belgas desplegadas en la región con apoyo estadounidense.
La situación, con el paso de los días, se tornó más compleja. En ese difícil contexto debemos anotar la presencia de empresas mineras chinas que extraen, sin control estatal, diamantes, oro, casiterita, manganeso, coltán y cobalto.
La Unicef y un consorcio de organizaciones no gubernamentales de carácter humanitario, con el que guardamos estrecha relación, coinciden en aseverar que estas empresas cuentan con fuerzas de seguridad propias para repeler eventuales ataques externos. Y, a la vez, ejercer un férreo control interno en prevención de posibles rebeliones de los mineros, cuya situación ha sido denunciada en forma reiterada ante la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
Así, se torna imprescindible conocer el tenor de las investigaciones de la Corte Penal Internacional de Justicia (CPI) sobre crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad ocurridos en el Congo, que dieron comienzo gracias a la activa militancia de Amnistía Internacional (AI) y de los Tribunales Russell para la Paz; indagaciones que deberían servir para hacer justicia a millones de víctimas causadas por el odio y la venganza que acompañó al presidente Joseph Kabila, en su pretensión de perpetuarse en el poder.
Detalle que, quizás, sea el primer paso en la larga marcha para abordar los delitos imprescriptibles tipificados en el derecho internacional, según reitera en forma constante AI.
La organización advirtió de que es menester hacer justicia a los millones de víctimas causadas por la guerra, por lo que ofrece a la Fiscalía de la CPI un informe sobre los padecimientos de la población civil que soporta los vaivenes de la guerra sin esperanza alguna.
Pruebas y testimonios cuyo valor probatorio conduzcan al procesamiento de los principales responsables, incluidos los “altos cargos políticos y militares de todas las fuerzas y grupos armados que hayan ordenado o aprobado delitos comprendidos en el derecho internacional, como homicidios en gran escala, violaciones y utilización de niños soldados”.
Es necesario precisar, entonces, que la CPI tiene competencia sólo para iniciar investigaciones y enjuiciar por delitos cometidos a partir del 1 de julio de 2002, esperando que las acciones del fiscal sirvan de “catalizador” para garantizar la elaboración estrategias nacionales y regionales de justicia que sean eficaces. “Estrategias que deben incluir la reconstrucción del sistema nacional de justicia capaz de abordar todos los delitos cometidos en el país y garantizar una reparación justa a las víctimas a fin de ayudarlas a rehacer su vida”, se aclara.
Por todo ello, se reclama a la comunidad internacional que ayude a la República Democrática del Congo (RDC) a reformar su sistema de justicia para garantizar que tenga capacidad y recursos para iniciar investigaciones y procesamientos justos en los que no se recurra a la pena de muerte por delitos que la CPI no puede ocuparse.
Las limitaciones del poder coercitivo sólo le permiten a la CPI llevar a los estrados judiciales a un número pequeño de autores de los graves delitos cometidos en la RDC. Es un avance notable porque el debate generó la conciencia colectiva para abordar los delitos cometidos en el curso de un conflicto armado.
El Congo, Angola, Ruanda y Uganda han despertado un renovado interés en una decena de universidades europeas y de América. Para ello se han convocado a historiadores y sociólogos especializados quienes, en los primeros borradores, aparecen dispuestos a profundizar la historia regional a partir de la Conferencia de Berlín (1884-1885), en la que, a instancia de Francia y Alemania, se resolvió la partición de África.
Es de interés de los investigadores el perfil psicológico de los líderes europeos que estuvieron en Berlín. Decisión que encubre un ardid: se podrá indagar sobre los puntos oscuros de la personalidad del rey Leopoldo II de Bélgica y sus conductas perversas hacia los habitantes –negros o blancos- de sus nuevas posesiones africanas.
Escrutarán sus decisiones que -según las fuentes a las que se recurra- llevaron a la muerte a entre 2 millones y 15 millones de congoleños. Bertrand Russell estimó el número de víctimas en 8 millones, mientras que el censo realizado por Bélgica en 1924 mostró que la población durante el Estado Libre de Leopoldo había descendido 50 por ciento (10 millones de personas).
Otros, sin embargo, argumentan contra esta cifra debido a la ausencia de censos fiables, a la enorme mortalidad de las enfermedades -como la viruela o la enfermedad del sueño- y al hecho de que en 1900 sólo había 3.000 europeos en el Congo, de los cuales sólo la mitad era belga.
En lo personal sugeriríamos que se incluya en la lista de temas la Caravana de la Muerte del coronel belga Jean Schramme, que arrasó aldeas y poblados mientras sumaba en las banquinas miles de muertos y heridos, hasta ser derrotado por un vacilante ejército congoleño.
En septiembre de 1967, Schramme acordó evacuar sus tropas bajo la protección de la Cruz Roja Internacional. Los Espartanos (blancos) debían ser trasladados a la isla de Malta, y en Zambia buscaron refugio los de la división katanguesa (de la provincia congoleña Katanga, que trató de independizarse del Congo con apoyo de las empresas mineras belgas).
La Cruz Roja levantó su voz de protesta. Advirtió de que no podía sacar del país a los guerrilleros hasta tanto pactaran un cese del fuego con el gobierno. Las autoridades congoleñas, a su vez, explicaron que primero debía fijarse la fecha de la repatriación y luego formalizarse la tregua; mientras tanto el Ejército siguió en operaciones.
A pesar de ello, mientras se burlaba el acuerdo, el coronel Leonard Monga, jefe de los katangueses, resistía. Se dio por ofendido por no haber sido invitado a la mesa de negociaciones. Y temía que sus hombres fueran asesinados al llegar a Zambia. En una conferencia de prensa que convocó, gritó a voz en cuello: “Nos degollarían. Además, ¿quién quiere ser granjero? La Cruz Roja pretende acabar con nosotros”.
Ante ese hecho se reabrieron las negociaciones que encontraron cauce. Los mercenarios katangueses podían, ahora, ser recibidos en Madagascar o Costa de Marfil, cuyos gobiernos daban su conformidad. La prensa internacional, en tanto, denunció que dos columnas de mercenarios ingresaron en el territorio del Congo.
Detrás de los invasores estaba Portugal y el presidente de EEUU, Lyndon B. Johnson.