Por Silverio E. Escudero
Cuando, allá lejos y hace tiempo, dejaron en mis manos El Señor Presidente (1946) y La trilogía de la república de la banana, conformada por Viento fuerte (1950), El papa verde (1954) y Los ojos de los enterrados (1960), del inmortal Miguel Ángel Asturias, abrieron la puertas a una amplia avenida de la historia de la literatura y de la novela latinoamericana. Parecía que el gran maestro guatemalteco, en ese instante, invitaba a entrar “(…) en nuestras novelas, pero pensando siempre que a pesar de los problemas que plantean, de los sufrimientos que describen, del dolor que emergen de sus páginas, de la sangre que presentan, de sus lágrimas, nosotros, novelistas del hoy americano, ponemos también nuestras manos en la construcción de una mejor América”.
El desafío que surgió ante los ojos azorados de aquel lejano adolescente era ciclópeo. Había un inmenso continente multicolor donde descubrir personajes, hechos, sucesos, lealtades, traiciones, creencias, supersticiones, asesinatos políticos, persecuciones políticas, terrorismo de estado, extrañamientos, en un enorme escenario que va desde México y el Caribe hasta la Tierra del Fuego, mostrando realidades que por momentos se muestran paralelas o antinómicas, aunque serán por siempre complementarias.
El novelista latinoamericano, como los periodistas y poetas, adelanta el juicio a la historia. Desnuda a todos y cada uno de los dictadores y terratenientes y juzga sus miserias. Se asoma a la realidad con los ojos de la contemporaneidad y ausculta las vísceras de la sociedad que expresan. Muy lejos, por cierto, del tono de la novela romántica, de la novela burguesa o aristocrática que se desarrolla en ricas mansiones y espléndidos salones.
Elegimos, a partir de entonces, la novela de la tierra, la novela social con su multitud de personajes marginales -indios, mestizos, mulatos, negros, chinos, hindúes y demás-. Todos braceros, hacheros, pescadores, mineros, arrieros, agricultores, pastores, cosechadores y toda clase de “hombres y mujeres olvidados y abandonados a su suerte”. Esos hombres y mujeres que nacieron o llegaron a esta América para forjar sus múltiples perfiles con su esfuerzo, con su sudor, con sus lágrimas.
Personajes que siempre el enorme Gilberto Freyre –el más importante sociólogo brasileño- defendió con toda sus fuerzas diciendo que pertenecen “a una realidad que las historias y los discursos oficiales ignoraron o silenciaron y que forman, sin embargo, el fondo auténtico de América: simbolizan su drama y también su futuro, a lograrse aún, en una forma todavía no dibujada, a través de sufrimientos, injusticias y rebeliones, que en caótica ebullición están ya revelando un clima y una vivencia propios de esta parte del mundo.”
Los detractores de la novela social –que son muchos y poderosos- afirman que tiene aspectos panfletarios. Quizás sea cierto. Aunque sólo trata de equilibrar, apenas, el odio racial que inculca en la población el conservadurismo político, los gobiernos y las organizaciones de una “sociedad decente, de pro y de buenas costumbres”, responsable de los mayores latrocinios. Rapiña y depredación que, regada con sangre, ha servido para enriquecer una tribu de facinerosos que se autodenomina “padres de la patria.”
Eduardo Mallea y el exquisito Enrique Anderson Imbert coinciden que señalar que Latinoamérica, por medio de sus escritores, resiste en un mundo confuso e insensibilizado y se proclama un espacio de libertad y rebelión. Rebelión muchas veces macerada en la pretensión de del capitalismo de uniformar la vida del hombre como método de dominio político y sumisión en nombre del progreso “(…) técnico y social que está a nuestra disposición. Pero, al propio tiempo, estamos atrapados en el laberinto de eso que nos seduce como comodidad y bienestar. De pronto advertimos que algo nos falta, que algo ya olvidado ha sido desalojado de nuestro interior. No somos ya tan capaces de piedad; nuestra sensibilidad se ha endurecido; leemos noticias de matanzas de mujeres y niños casi sin convencernos y comentamos sin llanto pavorosas descripciones de humillaciones y degradaciones en nombre del gran capital. Penetran –de esa manera- en nuestra corteza emocional más fácilmente las alternativas de una carrera de automóvil o de un match de fútbol. Quizás porque estamos movidos por fuerzas ajenas, cuyo lejano origen ignoramos y cuyos mandatos obedecemos ciegamente”.
El patrioterismo de la derecha latinoamericana es la virtud de los salvajes. Responsable de todas y cada una de las grandes matanzas que se sucedieron a lo largo de los siglos. De la violencia institucionalizada sucedida después de la llegada de los conquistadores. La violencia que conllevó el tráfico de esclavos y la que enmascaraba la legislación indiana en las encomiendas. Que se hermanaban en crueldad con la mita y el yanaconazgo, instituciones de origen precolombino y de las que supieron hacer uso los conquistadores.
La novela latinoamericana también mostrará en plenitud las sublevaciones de blancos, indios, mestizos y negros que se extendieron a lo largo y ancho del continente durante todo el siglo XVIII. Muchas, en especial la de los Comuneros, enarbolando el grito de “Viva el Rey, muera el mal gobierno”. Las guerras por la emancipación, como toda la guerra civil, estuvieron aderezadas de animadversiones, odio, rencores, enconos e inquinas que aún subsisten en pleno siglo XXI.
Esta realidad yuxtapuesta está cuajada de enfrentamientos de continuo. Quienes levantan las banderas de la antipolítica han hecho las mayores contribuciones a nuestra tragedia continental. Han favorecido el intervencionismo norteamericano y han delatado a los resistentes a los que acusan de terrorismo y justifica el uso de la tortura y el asesinato en masa.
Es preciso hablar claro. La violencia primigenia la ejercen los grupos detentadores del poder para asegurar sus canonjías y prebendas. Razón por la cual el gobernado –en el ejercicio de su derecho a rebelarse contra el tirano- intentará contrarrestar la violencia oficial con la contraviolencia. Aun siendo acusado de subversivo, siendo la guerrilla una de sus manifestaciones. Historia en la que han triunfado dos, tres o cuatro revoluciones a lo largo del siglo XX; revoluciones en las cuales la violencia, la brutalidad y lo cruel del combate se dibujó en el horizonte del hombre. Y, en la cuenta del fracaso, anotamos centenares.
El novelista, entonces, es algo más que un testigo. Es el propagandista de una causa justa y junto con los periodistas disputan el rol del historiador primero. Expositor en los foros internacionales de la tragedia que está engendrada en los países de América Latina y el Tercer Mundo, arriesga su vida en la denuncia porque conoce la injusticia que produce la miseria, “contra esta violencia de la injusticia –clamaba Hélder Câmara, el legendario arzobispo de Olinda y Recife- se alza la violencia revolucionaria, que toma las armas contra la primera violencia y el poder desencadena, a su vez, la tercera violencia, que es la más dura, porque el poderoso impone sin piedad se alza la razón de la fuerza.”
América Latina vive horas fragorosas. No sólo sus intelectuales están frente a la fragua. La realidad, en tanto, modela el Nuevo Hombre. ¿Será distinto del borrego vociferante que acunan las redes sociales? ¿Del amante de la delación que, desde su comodidad, lanza rayos y centellas, contra las dificultades de la cotidianeidad, pero huye, escapa, no se compromete, para transformarse en una argamasa de la que solo es posible sacar siervos y esclavos.
Muchos, en tanto, preguntan, como ocurre desde la invención de la escritura, si vale la pena escribir. Si alguien se detendrá a leer testimonios tan ardorosos o si preferirá edulcorados manifiestos de propaganda. Los manifiestos y pasquines de los nuevos políticos que odian la política, aborrecen a los trabajadores y creen que sus salarios son una dación del patrón que sueña con volver al pasado en el que el látigo servía como incentivo de la producción.