Por Edmundo Aníbal Heredia (*)
A los argentinos les gusta visitar Brasil, sobre todo en tiempo de vacaciones y en especial para disfrutar de sus hermosas playas. Generalmente van a las ciudades más próximas; otros se alejan un poco más, alternando el mar con las bellezas de una ciudad maravillosa como Río de Janeiro. Otro lugar de atracción es su capital, Brasilia, lo que requiere internarse en el Cerrado del Planalto, bastante lejos de la costa. Algunos llegan hasta Salvador, en el estado de Bahía, que agrega al encanto de sus playas el colorido y riqueza de la cultura africana.
Así, en ese orden, se concretan las experiencias de los argentinos. Algunos más decididos acuden a las playas más norteñas, pero son los menos. Y allí es aún más raro que se alejen de la costa. En fin, pocos son los que van más al norte del estado de Bahía, y los que lo hacen se quedan exclusivamente frente a las playas, sin intentar aventurarse más allá.
Sin embargo, es posible encontrar un argentino que se ha atrevido a introducirse en el sertão y que se ha animado a recorrer sus pueblos, sin tener la pretensión de alojarse en un hotel que cuente con estrella alguna. Seguramente debe ser una rara especie de argentino, digno de museo.
Es que el interior del nordeste brasileño es, para los argentinos, tierra ignorada u hostil. En efecto, allí está el sertão, una región áspera y seca, de escasa y pobre vegetación. El gran problema del lugar es el agua, que es cuidada en cada gota debido a las escasas lluvias. La consecuencia es la extrema aridez del suelo. Los intentos por represar y desviar aguas del San Francisco, el río nacional que marca el inicio del nordeste, apenas alcanzan para aliviar la situación.
Un fenómeno social propio del nordeste son las emigraciones masivas y colectivas, que recrudecen en tiempos de crisis. Estos desplazamientos de multitudes constituyen un triste espectáculo a los costados de las rutas, con personas albergándose precariamente por las noches a orillas del camino hasta llegar a zonas aparentemente más promisorias pero en las que difícilmente podrán abandonar la pobreza.
Son los retirantes, protagonistas de novelas y películas que dan testimonio de esta dura realidad, como en la famosa novela de Jorge Amado –Gabriela, cravo e canela-, cuya protagonista principal es una joven mulata retirante, que llega a una ciudad rica de cacao en el estado de Bahia –Ilhéus- en procura de mejorar su suerte.
Obviamente, la vegetación en el sertão es escasa. Algunos árboles se atreven a crecer y a ganar altura, pero no les alcanza para ofrecer un follaje que proteja del sol al caminante. Predomina una variedad de plantas rastreras, que casi por milagro culminan en unas florecillas coloridas pródigas para la libación de las abejas, dando lugar así a una industria deliciosa de la que saca provecho una parte de la población. El resto practica la agricultura o la ganadería, ambas de difícil explotación.
Esta región produce hombres singulares, que no se condicen para nada con la imagen que el mundo tiene de la gente del Brasil festivalero, multicolor, extrovertido y divertido.
Un filósofo de la geografía, como lo fue el bahiano Milton Santos, hubiera podido decir convincentemente que es la región del planeta donde la naturaleza modela con más fuerza el carácter de la gente. Y con algo de atrevimiento, podría conjeturarse que también modela su anatomía. En efecto, el sertanejo típico es huesudo, seco, desgarbado y su carácter es severo y reconcentrado, y estas características se destacan más si se piensa en el contraste con el bahiano de la costa, tan eufórico, atlético y amigo de fiestas.
En pocas palabras, si es cierto que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, también es verdad que la naturaleza del sertão hizo al sertanejo a su imagen y semejanza.
Del sertão fue Antonio Conselheiro, el santón fundador de la ciudad religiosa de Canudos, que fue destruida por el ejército nacional brasileño en una guerra impiadosa y exterminadora. Dos estatuas, una en el Canudos Velho y otra frente al Canudos Novo lo presentan así, como un sertanejo con aspecto de un sufrido Cristo americano. Hoy sólo emerge de las aguas el campanario de la iglesia del Canudos histórico, porque la ciudad fue cubierta por un lago artificial, quizá para ocultar el latrocinio, mientras un escueto y sencillo museo registra ahí cerca una parte de esa historia. Hoy es un caserío disperso con muchos niños que amenizan el severo paisaje. Es probable que uno de esos niños ofrezca al visitante una bala oxidada de aquel exterminio a cambio de dos reales. Pero una historia mayor ha quedado registrada en los libros que son sus testimonios, como la crónica de Euclides da Cunha y la novela de Mario Vargas Llosa. Pero mejor aún en la memoria de la gente del sertão.
De allí fueron también Lampião y Maria Bonita, una pareja de cangaceiros bandidos que robaban a los ricos y causaban espanto en los poblados, tan famosos que son los protagonistas principales de un género literario particular y único en el mundo: el de la literatura de cordel, que si bien por su nombre tiene su origen en la península ibérica, fue en el sertão donde adquirió su valor identificable con temas y formas muy diferentes a los de sus orígenes europeos. Como que ese estilo literario y el formato con que se presenta –el basto papel de un cuadernillo gris, sus ilustraciones sencillas, su tipografía rudimentaria- condicen totalmente con la región nordestina.
La figura de Lampião y de su compañera, ambos con sus sombreros de cuero duro y crudo, las bandoleras cruzadas sobre el pecho, los fusiles entre los brazos y sus rostros siempre tiznados por el sol, sudorosos e impregnados por las polvaredas que levantaban sus correrías, difieren notablemente cuando se las compara con la de Antonio Conselheiro, vestido con ropaje sacerdotal, estoico, mostrando (casi esgrimiendo) una cruz en la mano.
Sin embargo, las tres figuras se asemejan profundamente: las dos primeras desde la violencia sin límites, la tercera desde el fanatismo. Los tres querían hacer el bien, cada uno a su modo, y a los tres su rusticidad los hacía productos netos de la naturaleza del sertão.
Luego que Antonio Conselheiro arrastrara una multitud para fundar una ciudad de casi menesterosos en la extrema aridez del desierto y que el racionalismo positivista –la del Orden y Progreso- la redujera a escombros, Lampião y su compañera recorrerían ese desierto armados hasta los dientes, entrando a los pueblos a sangre y fuego para sembrar el espanto de la gente, pero también despertando la admiración por su coraje y su protesta al orden constituido. Al fin y al cabo los tres eran productos del sertão y como tales eran recibidos por sus congéneres.
Otros personajes en la región son propios de ella y no de ningún otro lugar, porque no se los puede concebir como oriundos de otra parte de Brasil ni del mundo. El viajero curioso y porfiado los encontrará en Uauá, Casanova, Sobradinho, Jeremoabo, Euclides da Cunha, Canudos Novo, Juazeiro, o más aún en la emblemática Santa Brigida.
Allí, conocerá las figuras de Pedro Batista, el cura benefactor de los pobres (y que para Lampião fue un Dios), y cuya gigantesca estatua preside la plaza del pueblo. También conocerá a Dona Dodó, que dio ejemplo de vida virtuosa y pura a los creyentes y cuya imagen doliente comparte con la de Batista, a un costado de la plaza. Ambos eran santones consagrados por el catolicismo regional, que tiene poco que ver con la hagiografía consagrada por el Vaticano. Es de pensar que para un antropólogo y un geógrafo unidos en una sola persona es probable que no haya ejemplo más acabado de la empatía de un tipo humano, el sertanejo, con el espacio geográfico que constituye su hábitat.
Y aún hay que contar con un apéndice de la región: la caatinga, a la que llaman “o sertão dos sertões” -el sertón de los sertones-. Más inhóspito aún.
En uno de sus sectores más recónditos dicen que se refugiaban los cangaceiros de Lampião, porque allí el ejército no se atrevía a entrar y donde, quizá como una leyenda, aún sobrevive una tribu ignorada por la civilización, cuyos individuos visten como único atuendo un hueso de tapir atravesando sus narices. Seguramente, por más curioso que sea el viajero, no se atreverá a entrar allí y terminará su ruta en Jeremoabo, que es la puerta de entrada a la Caatinga.
Pero el viajero porfiado encontrará seguramente motivos para la anécdota, como por ejemplo cuando acudió a la única posada de un pueblo, regenteada por dos longevas mujeres solteras, y tuvo que esperar que terminara la telenovela para que le entregaran sábanas limpias con las que tuvo que hacer su propia cama.
De todos modos hay que ser justos con el sertão: es una región del mundo en donde su flor más hermosa es la poesía, que tiene sus dignos representantes, porque la poesía es allí un ejemplo del mayor recurso al que el hombre de cualquier parte del universo apela para descubrir y exaltar la belleza de la vida, por esquiva que ésta sea.
Una poesía que, a pesar de su sencillez, del basto papel con que llega a la gente, colgando de una cuerda y pendiente de una prensa para colgar la ropa y que se anuncia por sus propios autores en las plazas de los pueblos, como es la literatura de cordel, refleja con autenticidad la historia de la región.
(*) Doctor en Historia. Miembro de la Junta de Historia de la Provincia de Córdoba.