Por José Emilio Ortega y Santiago Espósito*
De las tantas historias que recorren los pasillos de la imponente sede neoyorquina de la Organización de Naciones Unidas, de más de 140 metros de altura y ubicada en el distrito neoyorquino de Manhattan, sorprende aquella relacionada con su construcción.
Una vez que Nelson Rockefeller donó el terreno -un antiguo matadero, más algunos lotes adyacentes-, y puso a su arquitecto personal a cargo de la obra, se trabajó sobre no menos de 50 propuestas antes de elegir la definitiva, tarea que se dejó a cargo de un comité de expertos de diversos países que poco ayudó a tomar la opción correcta, enredados en intereses y vanidades personales.
Finalmente Wallace Harrison, el hombre de Rockefeller, trabajó activamente para imponer criterio y la puja se limitó al intenso lobby del ególatra francés Le Corbusier versus las ideas más vanguardistas y eficientes de uno de sus discípulos, el brasileño Oscar Niemeyer, quien se impuso sobre un ofendido maestro, a quien Wallace astutamente consoló persuadiéndolo de que, finalmente, el alumno había interpretado su propia obra.
Con plano bajo el brazo, EEUU construyó el edificio.
Las “líneas rectas” norteamericanas, inequívocamente dirigidas a salvaguardar sus intereses inmediatos y mediatos, cierta fatuidad europea en los momentos clave, y el acompañamiento del resto marcado por las circunstancias coyunturales parecen sobrevolar por siempre, desde sus movimientos fundacionales, al accionar de la ONU. La 73ª Asamblea General no fue la excepción.
Brasil comenzó la ronda de deliberaciones, en la persona de su presidente provisorio, Michel Temer. Su discurso fue muy cuestionado, al focalizarse en dos temas objetables. En lo interno, sus manifestaciones sobre la calidad de la democracia brasileña, que pasa por su momento más bajo desde su recuperación en los 80.
En lo internacional, por su exagerada ponderación sobre el rol brasileño conteniendo la emigración venezolana, que motivó el retiro de la delegación de ese país, plegándose las de Bolivia, Cuba, Ecuador, Nicaragua y Costa Rica.
Había mucha expectativa por el discurso de Donald Trump y el mandatario no defraudó. En campaña para las elecciones de medio término, defendió agresivamente su gestión, generando hilaridad en algunos de sus colegas, que el inefable mediático consideró adhesión.
Abogó por aislar a Irán, ratificó su posición en Siria y ponderó la intención israelí de apropiarse de Jerusalén. Condenó el régimen de Nicolás Maduro y defendió su política comercial en las que, a las batallas con Europa, Canadá y China, les añadirá intensos rounds con la Organización de Países Exportadores de Petróleo, a la que acusó de “estar acabando con el resto del mundo”. Se detuvo para regar de optimismo los vínculos con Corea del Norte.
¿Quién podría contestarle a Trump? Naturalmente, alguna de las figuras europeas que acusa el impacto. Ausente Angela Merkel, fue el turno de Emmanuel Macron, quien planteó abiertamente avanzar hacia un nuevo orden mundial “con rostro humano”, en el cual la Unión Europea está llamada a liderar la vanguardia.
Defensor de las soberanías que interactúen en un marco multilateral que modere la inequidad de la globalización y el predominio de hecho de los más fuertes, una malla en la que sea imprescindible el diálogo para resolver los problemas. Matriz que debería aplicarse práctica e inmediatamente a la tensión turco-sirio-iraní. Las dudas que sobrevolaron el auditorio, mientras una lluvia torrencial se abatía sobre la Turtle Bay, fueron “¿cómo? ¿cuándo? ¿quiénes?”
El resto de países europeos, sea por voz de mandatarios o cancilleres, transitó el anodino repaso de asuntos de vecindario.
Otros países criticaron también el actual estándar del multilateralismo, como el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, quien calificó al Consejo de Seguridad como “estructura que sirve para los intereses sólo de cinco socios con derecho a veto, quedándose callado ante las brutalidades del mundo”.
Defendió su política en Siria y abogó por la construcción de una sede juvenil de la ONU en Estambul.
Muchos países se refirieron a Venezuela y Maduro tuvo la oportunidad de hacer una defensa de sus políticas. Resaltó como eje central de su discurso la indefensión y la opresión internacional de la cual se declara víctima. No ejerció autocrítica sobre su gobierno. Manifestó su disposición para un encuentro con el presidente Trump y regresó, una vez más, eufórico a su país.
El bajo perfil de Rusia y China en la asamblea -expectantes para resolver sus posiciones en otros escenarios-, el aprovechamiento de la concurrencia al encuentro por parte de algunos jefes de Estado para reuniones bilaterales, como también para resolver situaciones domésticas -como el caso argentino, compenetrado en sus gestiones crediticias ante el Fondo Monetario Internacional- explica que, una vez m{as, la comunidad internacional no fue más allá del atavismo: la directriz norteamericana, la pomposidad europea, y el sigilo del resto, siempre atento ante alguna migaja que picar.
Lejos quedó aquella utopía kantiana de los 90. Los distintos organismos internacionales parecen resistir, más que imponerse, con su apasionado afán por la burocracia.
El discurso de Trump, reiterando una y otra vez la palabra “soberanía”, y hasta por momentos arengando en contra de la globalización, parece fortalecer la idea de una vuelta a Westfalia, es decir un sistema basado en el equilibrio entre naciones soberanas.
En una reciente entrevista, Henry Kissinger afirmaba que quizá Trump podía ser alguien que aparece en la historia de vez en cuando para marcar el final de una era.
Son las potencias occidentales las que por primera vez critican aquellos valores liberales que contribuyeron a forjar.
Al fin y al cabo, ese nuevo orden mundial con “rostro humano” que reclaman Macron y Europa ¿no comprende acaso los pactos de derechos civiles, sociales y económicos, así como los incontables organismos especializados, agencias y fondos creados por Naciones Unidas que hasta superponen sus funciones?
Si no es así, ¿qué significado tuvieron todos estos años?
La crisis del sistema internacional marca un principio de agonía de las organizaciones internacionales que deberán readaptarse.
(*) Docentes UNC