Comienzo señalando que estas reflexiones son un decantado de una gentil invitación que recibiera de María S. Maine, directora de la Sala de Mediación del Colegio de Abogados de Córdoba, en el marco del ya clásico “Encuentro de Abogados Mediadores – Ciclo 2018”. Evento que me dejó sorprendido por una concurrencia de cerca de 130 personas de todo el país, como una serie de videoconferencias de reconocidas autoridades extranjeras en la mediación y con un alto trabajo académico en la disertación de los expositores presentes.
El abordaje que se me había solicitado no era sobre las discusiones operativas que la reforma legislativa sobre mediación importaba (no es mi campo de estudio), sino que habiendo ya incursionado en el ámbito nacional en los temas relacionados con la ética profesional del mediador y la misma deontología de la mediación, me solicitaron que me ocupara de ellos a la luz de la aprobada ley 10543.
En ese marco destaco que no puedo sino presentar mi mayor entusiasmo con la reforma en cuestión, toda vez que como está por demás dicho y por ello sobrediagnosticado, una de las severas dificultades con las que un Poder Judicial se encuentra es el alto grado de morosidad que existe. Y ello, si bien puede obedecer a una multicausalidad, sin duda sobre quien primero recae el desajuste es en quienes integran los Poderes Judiciales.
Por ello, promocionar un sistema de mediación amplio (art. 6) y no cerrado, que tenga las característica de ser obligatorio y previo al inicio de las actuaciones judiciales (art. 2), es un claro signo de la preocupación por descongestionar, en teoría y creemos que lo será en la práctica, los diferentes tribunales del abrumador número de causas.
Pues según lo revelan fuentes periodísticas de Comercio y Justicia, “se estima que un promedio de 12.400 causas del fuero Civil y Comercial de la Capital de Córdoba, serán remitidas por año a los centros de mediación (…) La cantidad de causas que hoy ingresan al fuero y que ronda un promedio de 38 mil, según las estadísticas del Poder Judicial de Córdoba” (diario del día 10/05/18).
Apunto que la morosidad es también concausa de desconfianza social y, a tal respecto, cabe recordar que un estudio de opinión pública sobre la justicia argentina –Fuente Voices, año 2017- señalaba que 22% de la población tenía mucha o bastante confianza y el resto: 78% tenían poca o nada de confianza.
Quizás fuera ello uno de los disparadores que puso en tensión a la Corte Suprema de la Nación para que el mismo presidente del cuerpo presentase iniciativas para una transformación profunda de la justicia (la nota en diario La Voz del Interior, 7/02/18).
Sin embargo, debemos agregar, y como centralidad a nuestro aporte, que el presidente se refirió a temas vinculados a lo que podríamos decir que es la anatomía dura del Poder Judicial: edificios, parque informático, acceso a tecnología, bibliotecas, etc. Y también a la anatomía blanda: reorganización de fueros, competencias, organización de sistemas de administración de causas, reformas procesales. Pero en ningún lugar se ocupó de la fisiología de los poderes judiciales, esto es: los jueces, y con ello sus competencias no solo técnico-profesionales sino muy especialmente las morales.
Puede parecer baladí, pero los poderes judiciales no serán buenos por tener solo modernos edificios y computadoras más desarrolladas. Sólo podrán ser mejores cuando sus jueces sean reconocidos en manera uniforme por la sociedad –aun en desacuerdo con sus sentencias- y que se considere que los poderes judiciales están integrados por hombres probos y honestos y de una alta ejemplariedad para los demás.
Y ello, bien sabemos, puede no ser apreciado así mucho lugares.
Por ello observo con gran tristeza y revisando con esa télesis la flamante ley de mediación (que por la gran cantidad de causas que tendrán que absorber los mediadores ha implicado una necesaria formación acelerada de recursos profesionales –de quienes no desconozco la auténtica vocación por la práctica, pero tampoco puedo ignorar la cantera laboral que se ha generado-), que se haya producido una notable omisión de ser más criterioso normativamente respecto a los temas éticos. Que en la práctica de la mediación están en juego.
La ley 10543 se refiere –en la mayoría de las ocasiones- en igual modo a como lo hacía la anterior norma, cuando de las cuestiones éticas se refiere. Esto es, con una mirada más proyectiva que efectiva, más lateral que central.
Lo cual denota poco interés por estas cuestiones, cuando en paralelo ha sido el Poder Judicial de la Provincia de Córdoba quien desde hace 14 años ha sido señero en la República con dichos temas. Habiendo logrado el funcionamiento pleno del Tribunal de Ética Judicial; lo cual no quiere decir –entiéndase bien- que las cosas se hayan resuelto totalmente, pero se ha cooperado a que funcionen algo mejor.
Por ello, el no haberse tomado con detenimiento dichas cuestiones parece un claro descuido o, lo que sería peor, un evidente desinterés. En tal orden, sin duda que se podrá decir –con razón- que las cuestiones de naturaleza más operativa no pueden ser atendidas por la ley y habrá que aguardar a su reglamentación. Y ello es comprensible. Sin embargo, debo reparar en que la derogada ley 8858 decía lo mismo para lo idéntico y nada se hizo.
¿La inquietud es, entonces, no ocurrirá ahora algo similar?
La situación ha sido grave por la ausencia de dichos aspectos en la ley 8858, pero sin duda que lo será más ahora atento a la incuestionada masa de pleitos que en vía obligatoria pasarán a los mediadores y una gran cantidad de ellos con insuficiente experiencia en la práctica para atender a una notable demanda.
No puedo omitir la tesis –nunca demostrada en contrario- que sostuviera el jurista italiano Piero Calamandrei a propósito de la devaluación de la abogacía en la Italia de los años 30, por la enorme masa profesional con una insuficiente base ética.
La ley, y sin pretender exégesis alguna, se refiere al tema de marras en los arts. 53, 58, 60, 62 y 66. En el 53 inc. 4 –reproduciendo- indica que el Centro Judicial de Mediación –dependiente del Poder Judicial- recibe las denuncias éticas en contra de los mediadores y las remite al Tribunal de Disciplina de Mediación que funciona en el Ministerio de Justicia de la Provincia.
Dicho Ministerio (art. 62 inc. 12) será quien aplica –no dice que también las tramita, pero debemos suponer que es así- las sanciones a los mediadores “…de conformidad a las normas éticas que se dicten”. Y que se deberían haber dictado ya con la anterior ley.
Mas suponiendo que en el ínterin alguna dificultad se puede generar, el art. 66 y haciendo gala en su mismo texto de la provisoriedad que posee, señala: “Hasta tanto se dicte la ley de ética para el ejercicio de la mediación, son aplicables a los mediadores, en lo que fuera pertinente, las disposiciones éticas reguladoras de la profesión de base y las reglas establecidas en la presente Ley; asimismo deben desempeñar su tarea respetando las siguientes pautas:…”.
Pues parece no quedar dudas de que la ley reconoce que hay algo importante que en ella está ausente, y busca la subsidiariedad precaria en “… las disposiciones éticas reguladoras de la profesión de base y las reglas de conductas establecidas en la presente ley”.
Pero sin embargo, informalmente todo parece indicar que los nombrados colegios profesionales de base no contabilizan causas éticas de dicho origen, a lo que no se puede dejar de sumar que incluso hay profesionales de la mediación que tienen profesiones de base donde no existe colegiación obligatoria y, por tanto, carecen de códigos éticos y naturalmente de tribunales deontológicos.
Se podrá señalar que ello se suple –aunque la historia dice que muta- a la atención de las reglas de conducta que brinda la ley, y que para ello el art. 3 indica: “imparcialidad, confidencialidad, comunicación directa entre las partes, satisfactoria composición de intereses, consentimiento informado, celeridad del trámite, y libre disponibilidad para concluir el proceso una vez iniciado”. Además de lo relativo a las “excusaciones” del art. 6.
Sin embargo, quien tiene experiencia en el tópico de conflictos éticos profesionales, y más aún cuando la figura del mediador es una tal que por un número importante de razones tiene funciones que concluyen siendo análogas a las de un juez (puesto que con su acuerdo el pleito ha cesado) es de mirada corta creer que producidos los problemas los incisos del art. 3 habrán de ser suficientes. Como que lo fuera a ser la remisión a la ética profesional de base cuando ella exista, por la sencilla razón que en algunas profesiones la buena práctica profesional es justamente operar en manera diferente a como lo hace un mediador.
Quien acude a un terapeuta está buscando que lo ayude profesionalmente a él y no que haga un equilibrio satisfactorio y compositivo para ambos mediados. Pues por ello, la reglamentación que se debe dictar no puede eternizarse en el tiempo, porque ahora las urgencias –por el volumen en consideración- son diferentes a los existentes en vigor de la 8858.
Quizás lo ideal hubiera sido que tampoco fuera la Dirección de Mediación la que se ocupara de dicho aspecto. Ese es un ámbito administrativo, acostumbrado a resolver cuestiones de ese tipo y que se diferencia de lo ético.
Soy de la opinión que se ha desperdiciado una ocasión que hubiera fortalecido estos tópicos con sólo una mayor consulta a los ámbitos deontológicos más próximos a la materia y quienes, sin duda, habrían formulado aportes que hubieran iluminado la nueva ley.