lunes 25, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

Líderes y democracias

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Parece haber menos incentivo político en el mundo intelectual; también parece haber menos interés en occidente por generar liderazgos claros en el ámbito internacional

Por José Emilio Ortega y Santiago Martín Espósito

El error de los años 90 fue pensar que la democracia liberal era irreversible; el último de los paradigmas, que incluso terminaba con la Historia misma.
Aunque los grandes debates actuales están cruzados por la inexorable crisis global de los procesos democráticos, así como -tal como señala el politólogo Yascha Mounk, en boga por estos días- el posible surgimiento de alternativas “iliberales” que plantean una suerte de democracia deliberativa dominada por un autócrata plebiscitado en elecciones populares; o formas liberales en las que el Estado de derecho cede ante las presiones externas de organizaciones internacionales o el mercado.
La democracia liberal convencional es desafiada por alternativas competitivas.
El mundo ya no se lee más en blanco y negro. La sociedad sin clases, el rechazo al colonialismo y la utopía revolucionaria, entre tantos temas, motivaban a no mantenerse al margen.
Los temas actuales -como el terrorismo y la protección del medio ambiente- ya no movilizan a la sociedad como antes ni estructuran la vida colectiva, como lo hicieron la lucha por las libertades en el siglo XIX, o contra los totalitarismos en el siglo XX. Es importante preguntarse hasta qué punto las potencias occidentales internalizan los desafíos del siglo XXI.
Al cambio climático y al terrorismo le podemos sumar el retorno de los nacionalismos no integradores -el brexit, el triunfo de Donald Trump, entre otros-, el fenómeno creciente de refugiados y desplazados sin refugio, las irreversibles brechas sociales y económicas entre comunidades cada vez menos “comunes” y más desiguales o el propio desprecio ciudadano por los asuntos públicos y quienes los gestionan; agenda atomizada cada vez menos controlada.

Rumbos posibles
Desafíos dispersos que suponen una dificultad para encontrar respuestas aglutinantes, movilizantes, globalmente eficaces. A diferencia de lo que ocurría en el siglo XX, quienes apoyan ciertas causas no son automáticos o sistemáticos defensores de otras. La ideología ya no garantiza cohesión.
La fragmentación también llega al campo de los intelectuales. ¡Basta de producir expertos en las universidades que resuelven problemas definidos por la sociedad, el Estado y las empresas! brama el filósofo esloveno Slavoj Žižek.
El futuro parece pertenecer a especialistas, quienes temen sumergirse en lo desconocido cuando surge la acuciante necesidad de abordar problemas desde una perspectiva global. ¿Habrá lugar en este siglo para intelectuales como Malraux, Keynes, Sartre e inclusive Vargas Llosa -hombres de letras, novelistas, economistas- que tuvieron peso internacional o local en los grandes temas políticos?
Así como cada vez parece haber menos incentivo político en el mundo intelectual, también parece haber menos interés en las democracias occidentales por generar liderazgos claros en el ámbito internacional.
Desde los años 70 hasta mediados del decenio pasado, el Estado de derecho se ha extendido en el mundo. Sin embargo, las democracias liberales no logran satisfacer las aspiraciones de sus ciudadanos, lo que suma desilusión por su funcionamiento.

La crisis de la democracia liberal se imprime en un cambio de las condiciones históricas.
La más grave crisis de legitimidad, después del retroceso del Estado de bienestar, puso en tela de juicio las posibilidades de la democracia liberal como la mejor opción para el desarrollo.
Por otra parte, el desarrollo de economías emergentes (Turquía, Indonesia, Singapur) que experimentaron una admirable transformación económica, trajo consigo el replanteo de formas legítimas y locales de gobierno. Desde un paradigma no occidental, la democracia liberal es legítima pero no universal ni posible de universalizar.
Si todavía creemos que, como había pronunciado con contundencia Milton Friedman, capitalismo y democracia son dos caras de la misma moneda -idea fundada, particularmente, en la experiencia europea que no tuvo en cuenta, por ejemplo, las distintas experiencias surgidas en Latinoamérica-, estamos en problemas.
A medida que la democracia liberal se expande, tanto más resulta permeable a diferencias culturales.
Ciertos países se hunden en una autocracia inviable pero hasta ahora resistente -Venezuela-. Se sostienen líderes fuertes con distintos perfiles o rasgos autoritarios en China, Rusia o Turquía – caso que sorprende, cuando hasta hace poco se discutía en todos los ámbitos académicos europeos sobre la posibilidad de su incorporación a la Unión Europea-.

Líderes que no cuestionan al capitalismo ni el desarrollo pero sí valores básicos occidentales. Estados Unidos y la Unión Europea -vaya paradoja, los que han hecho de la idea de “unión” su emblema- han perdido atractivo como modelos a imitar obligados a priorizar sus problemas domésticos.
¿Resulta evidente la pluralidad de posibles vías hacia el desarrollo?
Emergen dudas respecto del camino más confiable. Casi imitando la lamentable política de apaciguamiento de entreguerras.
¿Quiénes serán los líderes que marquen el camino? ¿Cuáles, los puntos cardinales o agenda a seguir? ¿O serán, como otras veces en la historia, los acontecimientos los que nos obliguen a volver sobre nuestros pasos?
Mientras seguimos sin encontrar referentes entre los mandatarios o instituciones más relevantes, bueno será, admitiendo que el fin de la Historia nunca llegó, adentrarnos una vez más en su experiencia y enseñanzas.

 

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