Por Silverio E. Escudero
Las noticias urgentes ocupan los titulares de los medios de comunicación. La guerra, las disputas entre los líderes de las principales potencias del mundo, la compra-venta de seres humanos, el tráfico de armas, el contrabando y el narcotráfico son algunos de los despachos que llenan de pavor en este desangelado siglo XXI. Parecería que ya no hay esperanzas.
Solo quedan, en el subsuelo, los resistentes que avisan a los “dueños del mundo” que se avecina una larga contienda. Que estallará aquí y allá, en pequeñas o grandes manifestaciones, encabezadas por campesinos, obreros, desocupados, indígenas, feministas, estudiantes, artistas, ecologistas, luchadores antiglobalizadores o pacifistas, convencidos de la pertinencia de sus reclamos.
Mienten los que quieren rotularlos con la simplicidad de la ignorancia. Son de todos los colores, de los más diversos tintes políticos, de la más variada gama de organizaciones y movimientos sociales que han florecido en todos los continentes. Y, extrañamente, conjugan los mismos verbos, a pesar de las diferencias lingüísticas y culturales.
Todos se han enfrentado con lo más granado del poder represivo del Estado en las calles de Ámsterdam, París, Londres, Colonia, Seattle, Davos, Ginebra, Washington, Bologna, Roma, Nueva York, Okinawa, Filadelfia, Buenos Aires, Córdoba, Río de Janeiro, San Pablo y cientos de otras ciudades donde ha sido menester hacer oír la voz de los sin voz que claman que “Otro mundo es posible”. Idea fuerza que surgió como lema del Primer Foro Mundial Social que se celebró en Porto Alegre entre el 25 de 30 de enero de 2001 (en paralelo al Foro Económico Mundial de Davos).
El recuerdo apenas es una referencia histórica que sirve de guía para desmadejar, para desenredar la maraña de la realidad –en medio de una creciente guerra económica- que delimita los nuevos perfiles del capitalismo.
Revolución contemporánea que ejerce una acción potente para redefinir y reestructurar sistemas productivos. Para trastocar procesos laborales y sustituirlos por otros, por nuevas formas que golpearan en profundidad estructuras sociales debilitadas no solo por la segmentación del trabajo sino por el nuevo esquema que propone la distribución internacional del mercado.
La revolución tecnológica es la estrella de un debate que cada día se profundiza. Sus teóricos se han transformado en los autores más buscados en los anaqueles de las librerías.
Refieren a transformaciones en las formas de organización frente a la mutación tecnológica en curso. Intentan –con relativo éxito- explicar el “trabajo en red” y de la interacción de “proyectos”, a la vez, aseguran que la nueva sociedad abriría nuevas perspectivas a la autonomía creadora de los individuos.
El planteo es apasionante. Es un desafío brutal.
Se nos ocurre que es de la misma magnitud que el sucedido como consecuencia de la Primera Revolución Industrial o del fordismo.
Abre un portal a nuevos-viejos interrogantes ¿Qué hacer con los que –por edad o formación- quedan a la vera del camino? ¿Y cómo se concibe el futuro de los trabajadores rurales que en la literatura especializada no aparecen considerados? ¿Cuál es la evaluación teórica de las consecuencias sociales de la revolución en ciernes? ¿Cómo enfrentar el problema de la superpoblación creciente y el aumento de los hambreados que pueblan los campos de refugiados a lo largo y ancho de los cinco continentes?
Los expertos y difusores hacen un curioso silencio sobre la cuestión medioambiental. La destrucción grave e irreversible de la vida sobre el planeta es tangible.
Resulta inviable cualquier proyecto que no considere esa variable. ¿Será el capitalismo, cualquiera sea la forma que adopte, capaz de atender racionalmente la emergencia ambiental que afecta en forma grave las ecuaciones económicas? ¿Aceptaran las grandes empresas limitaciones que, en protección de nuestra nave espacial, pueden establecer los Estados?
El discurso anti Estado se enmascara para legitimar la defensa de los intereses particulares que representan esas empresas. El economista francés Émile James, en su Historia del Pensamiento Económico en el siglo XX (Fondo de Cultura Económica, 1957) anota que: “La libertad reivindicada no es para todos, es la libertad para las empresas de hacer prevalecer sus intereses en detrimento de los otros. En este sentido el discurso (…) es perfectamente ideológico (…) El estatus de la relación capital oligopólico privado/Estado es ambiguo y nada dice que aquel que tiene viento en popa actualmente (el Estado aparece sometido a los intereses privados) sea definitivo, ni que en un futuro pueda ser modulado de manera diferente.”
Todo parece cocerse a fuego lento. Pero debería ser materia de discusión. Una discusión paritaria donde las voces tengan igual valor. Habida cuenta que el diálogo es la base fundamental de todos los acuerdos. Los Estados, en tanto, para equilibrar el poderío de las partes, deberían disminuir la emisión de gases efecto invernadero, cumplir escrupulosamente la ley de bosques como extremar la protección de glaciales y su área circundante entre otras medidas de carácter imprescindible.
A medida que avanza nuestra tarea las dudas aumentan. ¿Qué sociedad civil surgirá de la aplicación de los nuevos modelos de producción? ¿Cómo administraran los espacios públicos frente a la mundialización de las relaciones capitalistas? ¿Y la ciudad? ¿Cuál será su rol y quiénes atenderán sus necesidades de abasto y de limpieza?
Deberá, en consecuencia, formular su propia agenda dentro de los límites que le establezca el nuevo sistema mientras asiste a la construcción de una cultura urbana diferente, con altas y bajas, con éxitos y fracasos, aciertos y errores. Agenda que no debe estar a la zaga de los medios de decisión mundiales.
La concepción de una nueva identidad ciudadana tornara compleja la estructura de la nueva sociedad. Cumplir con las recomendaciones de las organizaciones internacionales y los organismos de Naciones Unidas serán vallas insalvables. Los propagandistas y teóricos de la nueva sociedad muestran –entre muchos otros defectos- una ignorancia supina acerca del rol de las ciudades. No son meros “dormideros” como surge de la concepción utilitaria de la urbe. Por si no se dieron cuenta, las calles, plazas y parques de la ciudad son lugares de encuentro de la familia y la sociedad.
Sería de gran utilidad a los tecnócratas del mercado que se dieran un baño de humanidad. Las ciencias humanas esperan para acompañarlos en la aventura del conocimiento. Pocas veces enfrentamos gurúes del poder tan ignorantes.
Por ahí anda el “hombre del pelo color zanahoria” y los que sueñan con emularlo.
Sería un hecho extraordinario que quienes opinan o deciden con liviandad sepan de qué se trata. Insistimos en el desafío. Les espera en un recodo del camino Saúl Alejandro Taborda, el más importante pensador que albergó Córdoba de la Nueva Andalucía. Ahí está, aguardando, con su imprescindible “Córdoba o la concepción etnopolítica de la ciudad”, texto póstumo que rescató Santiago Monserrat en su revista Tiempo Nuevo (1947).
“La ciudad -afirmó el sabio cordobés al inicio de su libelo- “no es un asunto que se preste a ser despachado con facilidad en de saber si la actividad creadora del pueblo que se manifiesta en la construcción de ciudades cae en los dominios que se señalan respectivamente a la sociología, a la historia y a la política, o sí, en realidad, concierne a una disciplina que aún no tiene nombre pero que ya se insinúa en cada ocasión que se trata de ese fenómeno llamado pueblo sobre el cual reclamaron la atención, en el siglo pasado (XIX), los estudios de Mannhardt, de Rihel y de Herder”.
“Por lo pronto, es evidente que ni la sociología, ni la historia, ni la política ofrecen esquemas adecuados para penetrar en su intimidad y para captar con eficacia las notas que son de su esencia (…)”, escribió.