Por Alejandro Zeverin
Nuestro sistema de justicia penal no logra adquirir personalidad, transita en una mixtura filosófica que se traduce no sólo en los códigos procesales de provincias que adoptaron el sistema acusatorio, sino también en la hibridez que se replica en el nacional, apuntando a un modelo anglosajón que no lo fue.
Lo concreto: el resultado no convence por ineficiente y se refleja en la poca consideración que la gente tiene de la justicia.
Un laberinto en el que los operadores del sistema también se encuentran atrapados. Abogados, jueces y fiscales no hallan la salida y la respuesta legislativa no llega. Lo que produce no sirve para tener un Poder Judicial que cumpla con la manda constitucional de asegurar la administración de justicia.
El sistema requiere una reforma revolucionaria a la que no hay que temer, si la intención es definidamente republicana y sólo puede ser mirada con antipatía por quienes perderán en algunos casos privilegios, en otros protección.
La gente comprende lo elemental del sistema, que no es poco. Que el Ejecutivo administra, que el Legislativo hace las leyes y que el Judicial, en un marco de simpleza y claridad, debe controlar a los demás poderes del Estado y a la población, para que interactúe dentro de la legalidad.
Pero la administración de justicia transcurre en su devenir con la exclusión de la participación popular y nadie quiere discutir el quid del problema: el autismo del sistema judicial en relación con el pueblo, que desde la sombra lo acosa en forma permanente. Esto se muestra en la baja estima que manifiesta por aquél, un síndrome sólo tratable con la incorporación popular al sistema.
La incorporación es inclusión de la gente en las decisiones de la justicia, es decir, poder dictar justicia, porque aunque redundante, el servicio de justicia siempre la afecta. La justicia, a la gente la sostiene y la requiere. En lenguaje sencillo, es necesario que pares juzguen a pares.
Nuestro código procesal penal -ley 8123-, por cierto deficitario con relación a la justicia que la gente quiere, fue empeorando con las sucesivas reformas. Por ejemplo, con la introducida por ley 9182, que instaló el Juicio por Jurados, tan bien vendida por la política y absolutamente ineficaz.
También con otras posteriores; al caso sirve otro ejemplo: la suspensión de Juicio a Prueba -últimamente modificado por ley 10457-.
Y, para rematar, desde la óptica que nos brinda la selección de magistrados y funcionarios Judiciales por medio del Consejo de la Magistratura -ley 8802- y el régimen de destitución, Ley de Jury – ley 7956 y sus modificaciones-.
Los jurados populares integran los juicios en los que se juzgan hechos comprendidos en el fuero Penal Económico y anticorrupción administrativa, homicidios agravados, contra la integridad sexual con resultado de muerte, secuestros extorsivos, torturas y otros, resultando inexplicable por extraño que la propia ley excluya de su composición a los abogados, escribanos y procuradores matriculados, integrantes de las fuerzas armadas, de seguridad, ministros de los cultos reconocidos, miembros de los Tribunales de Cuentas de la provincia y municipales y otros.
Contradictoriamente, la propia ley establece que los jurados han de ser una muestra justa y representativa de la población.
Así los jurados no son soberanos, porque los jueces del tribunal también lo integran y hasta definen el veredicto si hay empate de votos. Entonces con autoridad se afirma que aquella extraña exclusión de personas por su oficio sólo obedece a un exceso de poder dado por ley a los jueces para influir en la decisión final del jurado. Harry Dorfman, un juez de prestigio que integra la Corte de San Francisco (EEUU) estuvo como invitado en nuestra ciudad y abofeteó nuestro sistema cuando el 2 de noviembre (ver nota Comercio y Justicia https://comercioyjusticia.info/blog/justicia/si-quieren-que-la-comunidad-crea-en-la-justicia-dejenlos-participar-como-jurados/) a los anfitriones locales les dijo: “Si quieren que la comunidad crea en la justicia, déjenla participar como jurado”.
Y advirtió para no dejar dudas sobre la importancia de que los jueces técnicos no influencien el tribunal y de que los abogados sean capaces de presentar el caso respetando a los jueces legos.
“Es prácticamente inconcebible que la decisión sobre la culpabilidad o inocencia de una persona quede limitada a la decisión de un juez técnico. Los delitos, aun de índole correccional, son susceptibles de ser juzgados por este sistema… Antes de iniciar el debate, yo les digo desde el primer momento a todos los jurados que ellos no tienen que sentirse presionados”, afirmó Dorfman.
Y continuó: “Cuando les doy las instrucciones antes de la deliberación, no hago comentarios ni valoraciones sobre pruebas o testimonios que se hayan escuchado en el debate”. “Los jueces no deben intervenir en la decisión de la ciudadanía… deben respetar al jurado y entender su psicología”.
En Córdoba ocurre todo lo contrario. Los jueces en la deliberación aconsejan, objetan, indican. En suma, influyen en la decisión final.
Ejemplo de una mentira de participación popular y las supuestas incompatibilidades dictadas por ley para integrar un jurado apuntan sin dudas a restarle más cultura al núcleo de personas que actúa como jurado, para así hacerlo más maleable. En el ámbito nacional será igual cuando se implemente.
En la suspensión del juicio a prueba la víctima o querellante que ha sido parte en el proceso contradictoriamente ya no existe, no define, no resulta vinculante su opinión. La del fiscal sí, y con desparpajo manda a la víctima en caso de disconformidad a litigar por sus derechos a la justicia civil. Un mal chiste, por cierto, pero el dislate republicano tiene su base en otro de orden sustancial, ya que el artículo 76 del Código Penal abre el camino para la exclusión de la víctima en el proceso de suspensión de juicios, a pesar de la declamaciones legislativas de participación de víctimas en esos procesos.
Tampoco a la víctima se le permite participar en el proceso de libertad condicional o prisión domiciliaria solicitado por el condenado del delito que lo ofendió ante los juzgados de ejecución penal -ley 8658-. La discrecionalidad judicial otorgada por leyes resulta inconcebible, calificable como monarquía jurídica inatendible en un sistema democrático, porque los magistrados aparecen como personas con facultades integrales, absolutas, completas, todopoderosas y -por ende- incontrolables.
Tampoco el querellante particular, ése que es el ofendido puede participar en delitos donde denuncien corrupción y el Estado no esta obligado a constituirse como tal. Y así estamos.
Véase el caso del régimen de selección de jueces a través del Consejo de la Magistratura, está integrado por nueve miembros titulares y dos suplentes representado por un miembro del TSJ, el ministro de Justicia, un legislador, el fiscal General de la Provincia, un miembro de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, dos magistrados o funcionarios del Poder Judicial -uno de la capital y otro del interior-, dos abogados de la matrícula -uno de la capital y otro del interior-. Como se advierte, no hay ciudadanos en la integración.
En el ámbito nacional el mismo Consejo de la Magistratura, creado por Ley 24937, que en este caso no sólo selecciona sino que también destituye y sanciona a magistrados demuestra a las claras la falta de participación ciudadana y el origen o causa de la dependencia que se acusa a la justicia de depender del poder político de turno.
La cuestión, porque es la norma, se repite en el régimen de destitución y de Magistrados y Funcionarios del Poder Judicial según ley 7956 de Córdoba. El jury esta integrado según su Art. 3, por un vocal del TSJ y cuatro legisladores, dos por la mayoría y dos por la minoría, lo que releva de mayores apuntes.
Entonces no es posible argumentar como cierto que el pueblo participa en las decisiones judiciales, además en la integración de la administración de justicia y control. El ciudadano de a pie, ni es legislador, juez, fiscal, académico u abogado. Indirectamente parece elegirlos pero la cuestión radica en participación directa en la justicia, con su inclusión. Ésa que la clase política, los académicos del derechos y los colegios de abogados declaman y no defienden.