Fue el alma detrás de un código que cerró una época y abrió otra, que aún rige
Por Luis R. Carranza Torres
Desde su prisión en Santa Helena, apaleado ya por la historia, diría Napoleón: “Mi verdadera gloria no está en haber ganado cuarenta batallas; Waterloo eclipsará el recuerdo de tantas victorias. Lo que no será borrado, lo que vivirá eternamente, es mi Código Civil”.
No le faltaba razón. El Code civil des français, promulgado el 21 de marzo de 1804 (el 30 de ventoso del año XII para el calendario revolucionario), durante su gobierno como cónsul vitalicio antes de autoadjudicarse el título de emperador, marcó un antes y un después en la historia jurídica occidental y de la codificación.
Se lo denominó también “la Constitución Civil de los franceses”, y fue la base en la cual se asentó el derecho francés, no sólo su vertiente civil. Se trató de un texto pionero en la legislación universal, claro, sencillo y sólido conceptualmente, que de forma directa fue modelo de otros similares en 24 naciones y una de las fuentes ineludibles de cualquier código en la materia hasta bien entrado el siglo XX. La prueba de su perdurabilidad es que -aunque con algunas modificaciones- está aún hoy en vigencia en Francia.
Fue fruto de la voluntad de Napoleón de lograr reunir en un solo texto legal y bajo un único método, todo el cúmulo de la tradición jurídica, desterrando al olvido de la historia el complejo derecho del Antiguo Régimen, un intrincado, clasista y oscuro derecho, pródigo tanto en normas que sólo se dirigían a determinado sectores (leyes para la aristocracia, leyes para los campesinos, leyes para los gremios, etcétera), como en normas locales que daban en la practica con que Francia tenía, según la región, distintos ordenamientos jurídicos.
Fiel a su espíritu práctico, la comisión nombrada por Napoleón contenía juristas con “experiencia de calle”: Tronchet, presidente de la Corte de Casación; Malleville, juez en el mismo tribunal; Portalis, un alto oficial administrativo en el Estado; Bigot de Préameneu, antiguo miembro del Parlamento de París y cabeza de la sección de legislación del Consejo de Estado. El grupo fue puesto bajo la dirección de Cambacérès, coordinador de los anteriores proyectos, todos malogrados. En 1793 y 1794 se habían tratado en la Asamblea Nacional los borradores de los códigos denominados “de los montañeses”. El primero fue rechazado por demasiado largo y no lo suficientemente revolucionario. El segundo, exactamente por lo contrario: demasiado corto. Dos años después, en 1796, un tercer proyecto naufragaría víctima de luchas políticas.
Pero esta vez, el pequeño gran corso estaba atrás de la empresa, a la que puso la misma energía que en sus campañas militares. En el plazo de cuatro meses la comisión presentó un borrador que fue enviado a la Corte Superior y a la Corte de Casación para que presentaran sus observaciones.
Tras ello, el proyecto fue revisado por el Consejo de Estado, presidido por Napoleón, antes de ser mandado al parlamento para su aprobación. Allí quedó en claro que el cónsul Bonaparte no era sólo un general existoso. Por una parte, su avasalladora personalidad había sido la que ayudó a superar todos los obstáculos formales que presentaron las Cortes, forzando su rápida aprobación y entrada en vigencia. Por la otra, participó en persona de la discusión de buena parte del texto, en particular las cuestiones referentes al derecho de familia como en los institutos del divorcio y la adopción. No por nada, su padre había sido un abogado de tanto prestigio en las cortes como mala fortuna en sus negocios personales. Su propia historia personal era una fuente pródiga de cómo hacer frente al derecho.
Para juzgar el tenor de sus intervenciones, basta con citar un comentario suyo relativo al divorcio: “Se pretende que el divorcio es contrario a los intereses de las mujeres, de los niños, de las familias; pero nada hay más contrario a los intereses de los esposos que su incompatibilidad de caracteres, lo cual los obliga al dilema de vivir juntos o de separarse con escándalo. La separación de cuerpos tiene, con respecto a la mujer, al marido y a los hijos, los mismos efectos que el divorcio, y sin embargo está tan extendida como el divorcio lo es hoy día”.
Son palabras de un espíritu práctico sin caer en la superificialidad, fruto de una mente analítica que no evade, luego de considerar todas las aristas del problema, brindar una solución aplicable a la cuestión.
Como dirá Mathurin Sédillez, uno de los famosos abogados de la época: “Un código no se hace ni con ideas nuevas ni con ideas usadas sino con ideas sanas, aplicables a las necesidades presentes”.
Fue también, a la par de un gran avance jurídico, uno de los textos legales universales que más consolidó la libertad de las personas y que inauguró la contemporaneidad jurídica: desaparecía la división de la sociedad en estamentos y sus privilegios, e instalaba en su lugar un sistema de libertad económica y personal, igualdad ante la ley, carácter individual de la propiedad, matrimonio civil y divorcio.
Es por ello que nombrar este código como Código de Napoleón o Código Napoleónico no refiere únicamente a la autoridad que presidía el Estado durante su dictado. Tiene un sentido mucho más profundo y resulta, en virtud de los trasfondos de su génesis, una más que merecida denominación.