Por Luis R. Carranza Torres
En un momento de zozobra económica, se apeló al más condenado socialmente
Ciudad de Buenos Aires, capital de la Argentina, año 1890. La malaria económica “se ha llevado puesto” al gobierno de Miguel Juárez Celman, revolución local mediante. Una vez más -y ya van muchas- la historia del país se escribe desde el estado de ánimo en la cerrada cuadrícula urbana porteña.
Don Miguel, cuya exitosa gobernación en Córdoba le había hecho llegar, el 12 de octubre de 1886, a la primera magistratura de la Nación, no se hallaba exento de yerros. Pero el descalabro económico que precipitó su caída fue más producto de la avidez de la burguesía porteña por hacer dinero fácil que otra cosa. Era el período adolescente de nuestra modernización económica y, como suele pasar, todo se “desmadró”.
Cuando el estado de euforia fenicia se chocó con la realidad de la depresión económica, todas las culpas se cargaron al Ejecutivo nacional. Es que, a decir verdad, nunca ese gobierno le había cuajado mucho a los porteños: demasiado jóvenes, con demasiadas ansias de cambio y, sobre todo…, demasiados cordobeses en el timón de la República.
La denominada Revolución del 90 no pasó de ser un movimiento municipal apañado por la naciente Unión Cívica, de cuño profundamente porteño. Pero ya en ese entonces, la capacidad amplificadora de los sucesos que se daban en la novísima Capital Federal no era menor. Es así que Juárez Celman debió renunciar y su vice, Carlos Enrique José Pellegrini, asumió al frente del ejecutivo.
“El Gringo” era, a diferencia de su antecesor, porteño de pura cepa. Su padre, a pesar de su título de ingeniero, había sido el pintor más solicitado por la sociedad de Buenos Aires para ser retratada. Su madre, María Bevans, era inglesa, sobrina del político liberal inglés John Bright, un estrecho colaborador de William Gladstone. Fue educado en ambos idiomas desde el hogar, al punto de hablar el castellano con cierta pronunciación. De allí el mote de “Gringo” que le pusieron en la escuela.
Fue el primer presidente bilingüe de nuestra historia. Al asumir tenía 44 años de edad y una activa carrera política. Apremiado por los tiempos a salir a calmar el incendio político y financiero, conformó un gabinete con hombres de reconocida reputación pública, sin distingos de partido.
Una de las carteras cruciales era la de Economía. Para ella recurrió al abogado Vicente Fidel López, sobre el que pesaba una condena social no escrita al ostracismo político, en razón de haber sido un férreo defensor de la política del general Urquiza y de la Convención Constituyente de 1853, en contra de las pretensiones hegemónicas de Buenos Aires.
Siendo desde entonces una mala palabra en todo ámbito político, Vicente Fidel se había desarrollado en el ámbito cultural y jurídico. Fue un distinguido profesor universitario en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, llegando a dirigirla como su rector entre los años 1874 y 1877.
En lo literario se destacó en el rubro histórico, siendo de los pocos con el conocimiento y el valor para contestarle a Mitre sobre los yerros en su Historia de Belgrano. Compendió sus opiniones en dos volúmenes de su Debate histórico. Refutaciones a las comprobaciones históricas sobre la historia de Belgrano, en 1882. Básicamente Mitre defendía la historia fundada en documentos y López creía más en la evocación y la remembranza, ya que tales documentos -por lo general- eran escritos desde el poder, por lo que sólo con ellos no podía apreciarse, en su opinión, lo realmente sucedido.
También de su pluma historiográfica vieron la luz los tres volúmenes de su Introducción a la historia de la República Argentina y La Revolución Argentina, un año antes, en 1881, y los diez volúmenes de Historia de la República Argentina, escrita entre 1883 y 1893.
Pese a su avanzada edad, con 75 años cumplidos aceptó el cargo de ministro de Hacienda, que se le antojaba, a un mismo tiempo, a revancha y desafío, siendo tanto una reivindicación personal como la tarea más compleja que había enfrentado en toda su existencia.
Desempeñó la cartera entre el 6 de agosto de 1890 y el 22 de octubre de 1891. En poco tiempo hizo mucho. Presentó al Congreso varias leyes con el fin de mejorar y ampliar la recaudación fiscal. Se reestructuró la deuda y acompañó la creación de un banco nacional. Luego de que la moneda argentina recuperó respaldo, se creó la Caja de Conversión, respaldando con oro el circulante en papel. Arreglada la deuda y afianzada una moneda en circulación, la crisis comenzó a languidecer. Campeada la peor parte del vendaval, fue reemplazado por Emilio Hansen, joven abogado que había logrado establecerse asesorando bancos y entidades financieras y contaba con el apoyo de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires.
El mismo poder económico que había causado la crisis y cargado a Miguel Juárez Célman con toda la culpa, volvía a las andadas. Pero don Vicente Fidel, al menos, había “levantado” su injusta condena. Ese defensor como pocos de la unidad nacional, incluso en contra de sus propios conciudadanos de Buenos Aires, había luchado una vez más por ella, esta vez en las difíciles aguas de la economía.