Aquella no fue una mediación en un sentido estricto pues sólo vimos a una sola parte. Para que lo sea es necesario que alguien solicite el procedimiento porque tiene un problema o un conflicto con otro; al primero llamamos requirente y al segundo requerido.
En este caso, ingresaron a nuestra sala de mediación tres personas: una pareja de unos 65 años y una joven de unos 30 años. Los mayores eran padres de la joven y la cuestión planteada según la carátula del expediente era “régimen de visitas para abuelos”.
Luego de presentarnos y pedirles que nos contaran la razón de esta solicitud, la joven, Susana, relató que había acompañado a sus padres porque ellos estaban muy vulnerables; habían perdido a un hijo, Juan, su hermano, en un accidente de tránsito, y desde entonces no veían al hijo de Juan, un niño de cinco años. Mientras nos relataba la historia, el papá, Raúl, hacía algunas acotaciones mientras Zulema, la mamá, se alejó de la mesa, se ubicó en un rincón y lloraba en silencio. En esta primera audiencia no le escuchamos la voz a Zulema, lloró todo el tiempo.
Las otras cuatro personas que estábamos en la sala -es decir Raúl, Susana y las dos mediadoras- continuábamos hablando; nosotras preguntando y ellos respondiendo, con la ausencia de Zulema en la narración de la historia y con el peso inconmensurable de su llanto abrumador pero absolutamente silencioso; su rostro estaba bañado de lágrimas pero sin un solo sonido. Así nos enteramos de que llamaban a la mediación a quien en el pasado había sido novia de Juan, que de esta relación había nacido un niño pero que entre ellos y esta joven no había ninguna comunicación, pues “a ellos no les gustaba esta chica”, según palabras de Susana. Cuando el hijo vivía se encargaba de buscar al niño los días que habían convenido con la mamá en el “régimen de visitas”, y como el joven vivía con sus padres todos disfrutaban de estos encuentros. Ahora el hijo no estaba y por lo tanto no había ninguna comunicación entre el niño, su mamá y ellos. Habían pasado cinco meses de la muerte de Juan y por sugerencia de un abogado habían solicitado en tribunales de Familia un “régimen de visitas para abuelos” y aquí estábamos con la requerida, bien notificada pero sin su presencia.
En casos como éste usamos el recurso del teléfono e intentamos comunicarnos con esta joven, a los fines de invitarla a una segunda audiencia y explicarle de qué se trataba el procedimiento, pero tampoco respondió a nuestro llamado. Les explicamos que si ella no asistía a la segunda reunión estando bien notificada no podíamos prolongar el proceso, debíamos cerrarlo. El Centro Judicial emite un certificado de haber concluido la etapa previa al juicio y así poder continuar con su reclamo en los ámbitos judiciales. Cuando nos preguntaron cuánto tiempo llevaba esa instancia, no pudimos contestarles. Les explicamos que había imponderables sobre los que nadie podía asegurar la duración y que la joven era quien tenía la guarda del niño. A veces las personas buscan respuestas en los ámbitos judiciales allí donde aflora cierta discapacidad para resolver problemas que son individuales, de cómo construimos nuestros vínculos, de cómo nos relacionamos con los otros.
Así indagamos un poco más en los motivos que tenían para desacreditar a la joven, exnovia de su hijo, y arribar juntos a la conclusión de que no eran cuestiones insalvables. Les propusimos que hasta tener la segunda audiencia -que era usar la herramienta de la ley- trabajáramos con “la palabra”. Les preguntamos si alguna vez se habían acercado a su casa y averiguado qué le hacía falta a ella y al niño, si le habían dicho que querían ayudarla a mantenerlo, a cuidarlo, a continuar con las visitas a su casa. Y qué bueno sería que se lo manifestaran, que se disculparan por haberla prejuzgado, que el hijo de ellos y padre del niño ya no estaba y debían todos sobreponerse a este gran dolor y acompañarse; en fin, que siendo ellos los adultos mayores tomaran la delantera para hablar “desde el corazón” de todo aquel mundo de cosas buenas que tenían para este niño, tendiendo un puente desde el afecto, desde los sentimientos, poniendo en palabras -y no en acciones legales- esta revinculación.
Cuando a los quince días nos reunimos en la segunda audiencia, asistieron sólo los abuelos. Zulema se ubicó frente a nuestra mesa de mediación, ya no lloró más y pudimos escuchar su voz. Ella y Raúl nos contaron que habían ido a la casa de la joven, charlaron con ella y le ofrecieron su cariño y su ayuda; y el niño había vuelto a visitarlos. El dolor de Zulema era enorme pero al menos había podido asistir sin el acompañamiento de su otra hija y hablar por ella, había podido comunicarse y decirle a la joven mamá que no la excluyera del cariño del nieto y habían logrado con Raúl, sólo usando palabras, comenzar a gestionar un nuevo vínculo con su nieto y con su mamá. Ésta no fue una mediación, nunca vimos al otro, al requerido, pero como dice la teoría de los sistemas “basta con modificar un elemento para que el sistema se modifique”.
(*) Licenciada en Comunicación Social – Mediadora