La importancia sobre los paradigmas a los que adscribe la nueva norma implica una toma de postura a la hora de discernir sobre cuestiones claves con incidencia en la salud o la vida de las personas.
Cierto es que ha sido severa la transformación que el nuevo Código Civil y Comercial (CCC) ha causado en la estructura normativa y también en la construcción ideológica y cosmovisional de la totalidad de los operadores jurídicos. Y por ello, tampoco resultaba esperable que su asimilación fuera sencilla y dinámica. Por el contrario, será una adecuación progresiva, quizás también traumática y de profundas desconfianzas. Mas la realidad está ya lanzada y nada queda para restañar las heridas que se han causado: el tiempo, el código, los jueces y los juristas “no tienen otra” que convivir como mejor puedan.
Múltiples aspectos podrían ser considerados desde la perspectiva que habitualmente tenemos, tratando de indagar sobre las cuestiones que no están en la superficie sino sobre aquellas otras que -por ser sustantivas- son las que definen desde un lugar no visible la matriz fenomenológica de la aplicación del derecho.
En este orden de cuestiones, es oportuno hacer una breve reflexión acerca de cuál es la incidencia que la bioética en general ha tenido en la novel normativa civil, y a la vez intentar clarificar algunas cuestiones relativas a la manera operativa mediante la cual se habrá de conjugar, en no pocas ocasiones futuras, la disciplina que debe su nombre en la versión moderna de los años 70 a Potter, y en su consideración primitiva y más holística a Jahr, sobre los años 30.
De igual manera, aprovecharemos también la ocasión para hacer una presentación muy breve, que no es suficiente ni siquiera para no iniciados -sino que debe considerarse una mera noticia-, de la existencia de la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos, que fue sancionada por aclamación en la 33ª sesión de la Conferencia General de Unesco, en un mes de octubre hace 10 años; y que por diferentes razones deviene ahora en un instrumento que goza de notable interés en ser considerado por la mayoría de los juristas.
Dos modelos para comprender la bioética
Para ordenar nuestro discurso hay que partir por comprender que desde hace algunos años han quedado suficientemente consolidados dos modelos ideológicos y también operativos para comprender la bioética. Por lo tanto, adscribir a uno importará privilegiar ciertas prácticas y dejar para un segundo plano aquellas otras que el modelo restante postula como más importantes.
La Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos responde a uno de esos polos, lo que no significa que haga negación de los conceptos del restante sino que, reiteramos, los coloca en un segundo orden de operatividad o los integra junto a otros.
La mayoría de las personas que tienen algún tipo de información acerca de la existencia de la bioética y de su relación como disciplina que coadyuva a tomar decisiones dilemáticas y también complejas en el campo de la salud y la biomedicina en general, nombra con frecuencia que ello es generalmente resuelto sabiendo hacer una práctica de discernimiento moral a la luz de lo que se conoce como el principialismo.
Éste -el modelo principialista- es el resultado decantado de una doctrina recomendada por una comisión presidencial de EEUU para llevar adelante la investigación en seres humanos, que se conoce como Informe Belmont, del año 1979; que concluye enunciando que para llevar adelante una investigación en seres humanos sin interferencias éticas, había que estar al respeto de los principios de beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia.
Para muchas personas no expertas la bioética se reduce a una mera relación de aplicación de los nombrados Principios de Georgetown que, tal como señalamos, tienen un fondo filosófico propio y adecuado para el mundo angloamericano, inspirados en una determinada manera de comprender la realidad en su conjunto.
Esa realización de la bioética, muy orientada -aunque no excluyentemente- a la perspectiva utilitaria de una sociedad que no es la nuestra para así brindar la respuesta al caso, se estructura por defecto mediante la mejor atención al principio de autonomía del sujeto en crisis sanitaria -expreso o presunto-, que resulta ser debidamente relacionado con el principio de justicia -distributiva- respecto al modo más ordenado para distribuir recursos económicos, que son limitados frente a una medicina que es a la vez altamente tecnológica como también costosa. De tal dialéctica principal se podrá orientar la respuesta que se brinde al conflicto.
Desde una perspectiva cultural humanista
Frente a la impronta angloamericana -que, con sello propio, sin duda colonizó gran parte de las estructuras médico-sanitarias latinoamericanas-se evidencia también un modelo que reconoce una tradición diferente, quizás con menor ahínco en un sistema filosófico específico, pero con una generosa perspectiva cultural humanista que la anterior tesis no recoge.
Dicho modelo tiene una fuerte impronta en la misma tradición de los derechos humanos, y en particular en la perspectiva del derecho internacional de los derechos humanos. Tiene como punto de inicio y de permanente centralidad la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, y luego todos los instrumentos que en ella habrán de abrevar.
Precisamente, cuando la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos fue avanzando en sus diferentes versiones de borradores -que como tales iban haciendo la trama de un documento de consenso universal y por ello también determinando la ausencia de algunos temas controversiales y por momentos irreconciliables argumentativamente-, recibió un importante componente desde la perspectiva de una bioética social -para otros más calificable de bioética intervencionista-. Tal componente es parte de los problemas que de forma bioética resultan cruciales en una realidad latinoamericana que, como sabemos, atraviesa grandes y severas desigualdades sociales y por ello trasladables en cuanto acceso a salud ello implica.
La tradición bioética de nuestro código
Desde este punto de la reflexión y tal como corresponde al jurista indagar, se puede advertir sin mayor disputa de que en un CCC que tiene una matriz abierta y que postula la existencia de un derecho dúctil -y que, por lo tanto, está integrado por principios y valores que habrá que atender como a auténticas fuentes del derecho a los fines de ponerlos en diálogo para encontrar la mejor respuesta al caso concreto-, no resulta ocioso ni teórico hacer una ponderación proyectiva acerca de cuál es la tradición bioética a la que el mencionado Código adscribe en sustancialidad. Puesto que, en ciertos casos, la consecuencia será totalmente diferente, sea uno u otro. Y recordemos que, siendo la salud o la vida de las personas lo que está en el debate, no resultan cuestiones menores.
Adelantamos a señalar estos aspectos porque advertimos que entre los juristas se propaga cierta banalización de estas cuestiones (por desinformación); no se asumen los registros cosmovisionales que se dan cita en el tópico sub análisis.
Por las razones que habremos de postular en otro comentario, advertimos con poco margen de duda de que el CCC adscribe a una ideología bioética que despliega su fisonomía sobre las figuras que dibujan los 14 principios que la Declaración Universal sobre Bioética y
Derechos Humanos postula, que no se agota en la anoréxica formulación de sólo cuatro. A modo de ilustración, recordamos a 10 años de su sanción, que los principios son: 1) dignidad humana y derechos humanos; 2) beneficio y efectos nocivos; 3) autonomía y responsabilidad individual; 4) consentimiento; 5) respecto de la vulnerabilidad humana y la integridad personal; 6) privacidad y confidencialidad; 7) igualdad, justicia y equidad; 8) no discriminación y no estigmatización; 9) respecto a la diversidad cultural y del pluralismo; 10) solidaridad y cooperación; 11) responsabilidad social y salud; 12) aprovechamiento compartido de los beneficios; 13) protección de las generaciones futuras y 14) protección del medio ambiente, la bióesfera y la biodiversidad.