La realidad nos muestra cómo una gran parte de nuestra dirigencia y muchas instituciones se han amoldado al actual decadente y mediático proceso electoral. Ni los hechos más significativos o traumáticos que afectan la sociedad ni las políticas públicas han podido independizarse del desborde irresponsable que generan muchos gobernantes y ciertas conducciones de entidades intermedias que, abandonando sus funciones específicas, son arrastrados por la especulación personal.
Utilizar medidas coyunturales con el propósito de institucionalizar un estado de dependencia permanente a los despojados de su dignidad, como la de ilusionar a otros sectores con promesas que por arte de magia acabarán con los problemas del país, es considerar al pueblo como un ente sin conciencia ni razón y también sin memoria. Por eso es muy común en el decir popular: “Aprovechemos que están en campaña para ver si conseguimos lo que durante años nos negaron”.
Hace un largo tiempo que la utilización de los sistemas de indagación popular como ciencia que sirve para medir opiniones, intenciones o reclamos de la población se ha convertido en el caballito de batalla de las preliminares electorales.
Lamentablemente, la profesionalidad de estas agencias termina siendo invadida por la degradante lucha de incumbencias personales y de grupos que -al igual que los medios de comunicación- muchas veces son llevados a una contienda en la cual cualquier cosa sirve para validar su propia verdad, ya sea por su relación con alguna de las partes, por afinidad ideológica o por simple conveniencia.
Al final, las encuestas se transforman en anticipadoras del futuro y a veces con el malicioso interés de consolidar tendencias, confundir al electorado o captar su decisión. Casi siempre su utilización ha servido para ganar elecciones pero no para gobernar, a no ser utilizándolas para medir la “temperatura” popular. Hasta se las insinúa como posibilidad de suplantar el voto de los ciudadanos.
Imitando al camaleón
Por otra parte, las ambiciones personales y la especulación política constituyen una expresión más de la degradación ética y moral en el obrar de dirigentes e instituciones, en la cual los cambios permanentes de posiciones ideológicas y consignas delatan la precariedad conceptual de las alianzas, ninguna plataforma de gobierno consolidada y menos un plan de contingencia para restablecer la unidad y armonía entre todos los sectores nacionales para arribar a consensos sobre temas estructurales.
Todo se esparce y se “arregla” en la mesa de los cambalaches, aun las actitudes más disparatadas y las ocurrencias verbales salidas de madre, siempre y cuando contribuyan al propósito perseguido de “voltear” al adversario. En este “todo vale”, dichas tácticas son destacadas como parte de la habilidad de ser más pícaro que los demás. Esperar de tanta decadencia la solución integral, justa y equitativa de todos los males que sufre la sociedad es pecar de ingenuo.
De todos los actores que intervienen en la toma de decisiones para recuperar la esencia democrática en la continuidad institucional y la puesta en marcha de un proceso reparador, la que menos está involucrada en su consideración es la propia sociedad, a no ser que la simple respuesta a una encuesta o los segundos que le lleva introducir el voto en la urna sea lo que realmente interese. Por eso se argumenta que el pueblo, cuando votó, ya participó, y que superada esa instancia sólo queda dejar gobernar a los representantes. Y si las cosas salen mal, queda la libertad de protestar o esperar cuatro años para elegir otro mejor.
Flaca democracia la del sistema que sólo pende de tan menguada participación social. ¿O será que hemos perdido la memoria que nos confirma las penosas consecuencias sufridas demasiadas y repetidas veces sin que el país consiga un desarrollo social armónico, un crecimiento sustentable y un futuro trascendente que todos los candidatos siempre prometen en tiempo de campaña?
Protagonismo social como reaseguro del cambio
Los que especulan con la poca o nula participación del pueblo argumentan que si las cosas salen mal es porque el pueblo tuvo la culpa: se equivocó al elegir.
El futuro de las generaciones venideras no merece estancarse en la falta de interés y de compromiso con el país, ya que ambos, juventud y país, constituyen el reservorio de nuestros más caros anhelos y la posibilidad de realizarnos como una verdadera Nación. Para ello, debemos reconstruir una elite al servicio del pueblo, desechando la que pretende seguir sirviéndose de él.
Pero no todo es culpa de la dirigencia, que al final es un producto más de la crisis, ya que también es el modelo de gobernar el que está agotado y son sus graves consecuencias las que nos están obligando a asumir una mayor responsabilidad, ya que nadie puede gobernar sin el concurso organizado del pueblo.
La sociedad debe comenzar por recuperar, fortalecer y hacer trascender sus instituciones partiendo de la decisión de reconstruir la familia argentina como célula primaria de la organización social, pero también con las que responden a los centros vecinales, cooperativas, entidades deportivas y sociales como así también partidos políticos, de empresarios y trabajadores, pero libres de concepciones corporativas y al servicio de la comunidad.
Lo peor para un gobernante es no sentirse acompañado activamente por su pueblo frente a las graves consecuencias provenientes de un mundo convulsionado, de la marginalidad y pobreza, del narcotráfico y la delincuencia, de la crisis de valores y la falta de unidad y solidaridad.
A no ser que le interese la pasividad o el desconcierto en la sociedad para operar libremente con el solo fin de lograr sus mezquinos intereses.
*Arquitecto. Ex ministro de Obras y Servicios Públicos de Córdoba (1973-74). Vicepresidente del Foro Productivo de la Zona Norte.