Por Ismael Arce. Licenciado en Historia
Al promediar el mes de marzo nos sorprendía una noticia proveniente de la lejana Turquía. El primer ministro de ese país, Recep Tayyip Erdogan, no dudó en amenazar la comunidad internacional con expulsar a unos cien mil armenios de Turquía, residentes ilegales en esa nación, según su principal funcionario de gobierno. El mandatario turco lanzó su advertencia en una visita al Reino Unido, adelantándose al tratamiento por parte del parlamento británico de una moción sobre el genocidio armenio y en respuesta clara e inequívoca al congreso sueco y al Comité de Asuntos Exteriores del Congreso de los Estados Unidos, que días antes habían reconocido la existencia de ese hecho histórico que Turquía pretende mantener en el silencio y la negación.
El pueblo armenio ha vivido en un territorio fluctuante y a lo largo de su historia ha padecido la dominación de romanos, bizantinos, persas, árabes, mongoles, turcos seljúcidas, tártaros, turcos otomanos y rusos. En el siglo XIX, Armenia -dominada por el Imperio Turco Otomano- alcanzó un llamativo y elevado nivel cultural, literario, artístico y religioso que, a la vez que llamaba a los armenios a buscar su autonomía, generaba envidias, recelos y preocupación en el sultanato turco. Paralelamente, el pueblo armenio tenía fuertes expectativas de alcanzar la independencia. La rara mezcla de todos esos elementos motivó un anticipo, un preludio de la tragedia que vendría. Entre 1894 y 1896 el sultán Abdul Hamid II desató las primeras oleadas de un profundo odio y resentimiento, aniquilando a cerca de trescientos mil armenios. La situación parecía comenzar a cambiar cuando, a comienzos del siglo XX, un grupo de intelectuales turcos que residían en París empezó a organizarse bajo el mando de Comité para la Unión y el Progreso (CUP).
La entidad propiciaba la destitución del sultán y la instauración de un régimen democrático. Poco después el grupo adoptó el nombre de Jóvenes Turcos y, en 1908, dio un golpe de Estado y se apoderó del gobierno implantando un régimen nacionalista extremo. Las expectativas que no sólo Armenia sino todo el Imperio Otomano tenían en los cambios que prometieron los nuevos gobernantes pronto se esfumarían. Los ideales democráticos de los Jóvenes Turcos fueron sólo un señuelo para lograr adhesiones, pues sus métodos políticos y su pensamiento no diferían mucho del de los miembros del imperio, al extremo de que, en 1909, dispusieron la metódica matanza de treinta mil armenios en la ciudad de Adana. Este episodio resultó ser un verdadero globo de ensayo: comprobar si las potencias de Occidente, protestarían ante episodios aún más graves que ese “experimento”. El silencio europeo le dio al gobierno turco la certeza de que sólo debía aguardar la ocasión propicia para concretar sus antiguos planes de exterminar el pueblo armenio.
El momento llegaría poco después, al estallar la Primera Guerra Mundial. El carácter autoritario e imperialista, unido a intereses económicos, determinó a Turquía a formar parte de la alianza que aglutinó Alemania, Austria-Hungría y Bulgaria. Sus objetivos para entrar en esa sangrienta contienda eran varios: apoderarse de los territorios de Armenia Occidental, vaciar esos territorios y Anatolia de toda su población armenia, extender el territorio turco hasta el Mar Caspio y apoderarse de los yacimientos petrolíferos de Bakú y erigirse en el país más fuerte del mundo musulmán. Además, el gobierno turco aprovechó el estallido de la Primera Guerra Mundial, para proclamar la “unión sagrada de la raza turca” y el “panturquismo”. Esas ideas no dejaban lugar para minorías ni discrepancias raciales. Más aún, el gobierno de los Jóvenes Turcos creyó sinceramente estar ante una oportunidad única para llevar a cabo sus antiguos planes de exterminio del pueblo armenio, y no estaba dispuesto a dejarla pasar. Así, en la noche del 24 de abril de 1915 se puso en marcha el macabro, perverso y diabólico mecanismo del genocidio armenio.
Todo se inició con la detención de unos ochocientos líderes armenios (políticos, religiosos, intelectuales, etcétera). Al mismo tiempo comienzan los asesinatos de los hombres en edad militar (que habían sido enrolados en el Ejército turco) y, finalmente, la deportación hacia la nada de la enorme mayoría del pueblo armenio: mujeres, niños y ancianos fueron puestos en marcha hacia el desierto sin agua, comida ni descanso. El resultado, no por conocido, deja de horrorizar: un millón y medio de muertos.
El episodio escandalizó hasta a la propia Alemania, llamada -años más tarde- a protagonizar otro espantoso genocidio. Sin embargo, es casi tanto o más horrendo el silencio que, salvo honrosas excepciones, cruzó la superficie de la Tierra. Un silencio espectral, de muerte, gélido, abandonó al pueblo armenio al peor de los castigos, el olvido. Desde entonces han pasado noventa y cinco años y Turquía se empeña en calificar esos hechos como “eventos trágicos”, pero rechaza el término genocidio.
Empero, en el Derecho Internacional surge cierta luz sobre este tema tan delicado, pues en 1948 las Naciones Unidas aprobaron la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio en el entendimiento de que “en todos los períodos de la historia el genocidio ha infringido grandes pérdidas a la humanidad”. Por ello, el artículo 20 de la Convención dice: “Se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional étnico, racial o religioso como tal: a) matanza de miembros del grupo; b) lesión grave ala integridad física o mental de los miembros del grupo; c) sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; e) traslado por fuerza de niños de un grupo a otro grupo”. En ese sentido, el artículo 3° de esa Convención tipifica penalmente a las siguientes figuras: “a) el genocidio; b) la asociación para cometer genocidio; c) la instigación directa y pública a cometer genocidio; d) la tentativa y e) la complicidad en el genocidio”. Este instrumento jurídico supranacional se complementa con la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad que comenzó a regir en 1970 (recuérdese, para valorar su importancia, que ese instrumento es el que ha permitido en definitiva, juzgar a los comandantes militares de la última dictadura argentina).
Sin embargo, el monstruoso delito cometido quedó impune pues, tras la derrota catastrófica que Turquía sufrió en la Primera Guerra Mundial, el gobierno otomano fue obligado a enjuiciar a los genocidas, llegándose a condenas a muerte en varios casos. Pero, ni bien la mirada de los vencedores de la Gran Guerra se posó definitivamente en la sometida Alemania, Turquía dejó ver su juego. Al entender el exterminio armenio como una política de Estado, decretó el indulto de todos los acusados del horrendo crimen. Los tiempos fueron pasando y a pesar del intento de imponer el silencio más extremo y el más espantoso olvido de los hechos por parte de Turquía, el pueblo armenio continuó, en la medida de sus posibilidades, intentado que el mundo escuchara su clamor. Años de horror y espanto llegarían para la humanidad, cuando otro genocidio se perpetró en Europa Central. La Turquía de la Segunda Guerra y, sobre todo, de la posguerra parecía respirar aliviada cuando los ojos del mundo se posaron sobre la Alemania nazi y su Estado asesino. Luego sobrevino la Guerra Fría, que significó para el país otomano una nueva oportunidad para lograr su impunidad.
Turquía sigue siendo poderosa, pues cuenta con más de setenta y cinco millones de habitantes, mantiene una posición estratégica importante entre Europa y Asia, controlando los estrechos del Bósforo y de los Dardanelos, única salida de las flotas rusas hacia los mares exteriores. Además, es la única democracia de mayoría musulmana del mundo. Esas razones la convirtieron durante mucho tiempo en un aliado de peso, principalmente para los Estados Unidos, pues Turquía ha sido y es una importante base militar estadounidense, que cobró mucho valor en los conflictos con Irak y Afganistán. Pero otro es el balance ético, moral e histórico que podemos hacer de la cuestión que nos ocupa. Sucede que el Estado turco se empeña con denuedo en negar el atroz crimen cometido hace casi cien años.
Y esto es así porque, consciente de lo horroroso de los hechos perpetrados, procura evitar el castigo internacional. La experiencia de su otrora aliada Alemania, condenada a una importante reparación económica y moral por sus crímenes durante el Tercer Reich, le sirve a Turquía como evidencia de que debe rehuir ese castigo universal. De allí deriva el extremo enojo del premier turco por los posibles cambios de posición de Estados Unidos, Gran Bretaña y otros grandes países occidentales. Acostumbrada al silencio cómplice y casi tan criminal como el
genocidio perpetrado, Turquía no parece dispuesta a soportar el escarnio. Por eso, el primer ministro Recep Tayyip Erdogan se arriesga a extorsionar la comunidad internacional con la expulsión de cien mil armenios “ilegales” según él. Por eso, Turquía ha retirado a sus embajadores de las principales capitales de Occidente.
Apostando, una vez más, a una posición de fuerza cree poder mantener alejado el brazo de la Justicia. Aun sabiendo que sus responsables directos no podrán ser afectados porque han corrido la suerte de aquéllos a quienes masacraron sin piedad o hicieron perecer de hambre y sed por el simple hecho de ser diferentes y (según su óptica racista), inferiores, Turquía no puede soportar ni quiere esta condena. Un Estado basado en un odio irracional y un fundamentalismo religioso incomprensible llevó a la pira del holocausto a cientos de miles de indefensos armenios por ser menos humanos o quizás -aún más- seres infrahumanos a quienes convenía hacer desaparecer. Y, como dijimos antes, aquellos ideólogos y ejecutores han sido sometidos al infalible e inapelable juicio del tiempo, que los igualó a sus víctimas proporcionándoles la muerte. Sucede que, casi por una ironía de nuestra existencia, los supuestos seres superiores y sus víctimas se igualan en el momento de dejar este mundo en los brazos de la muerte. Y eso les sucedió a los fríos ejecutores de esa terrible decisión de exterminio.
Cuando un grupo de hombres conjuga con perversa lógica un sentimiento de superioridad, razones políticas, racismo y espíritu criminal, el mundo puede asistir aun espectáculo horroroso como el que ha acontecido en 1915 en la lejana Turquía. Una vez disipado el humo y el espanto de las dos Guerras Mundiales, los países del mundo, aunque no todos, han repudiado ese espantoso episodio. Aún muchas naciones siguen negando o pretendiendo mirar hacia un costado de que ya es una realidad incontrastable. La República Argentina sancionó la Ley No 26199 (promulgada el 11-01-07) por la cual se establece el día 24 de abril de cada año como “Día de Acción por la tolerancia y el respeto entre los pueblos” como un homenaje al pueblo armenio y sus mártires. Casi cien años nos separan de esas jornadas lúgubres, tenebrosas, llenas de sangre, odio, crueldad y horror sin límites. El hombre ha conocido muchos genocidios en su historia; sin embargo, nunca tan crueles y sistemáticamente ejecutados como los del siglo XX. No obstante, el otro gran holocausto de esa centuria (el del pueblo judío) desencadenó un sentimiento de culpa tan extremo entre los alemanes y sus gobiernos que difícilmente
desaparezca algún día. Las consecuencias económicas de la locura hitleriana han sido y son importantes para las finanzas germanas. Pero lo más destacable es la innegable vergüenza que experimenta el pueblo alemán; la pesadilla que implica convivir día tras día con el recuerdo del horror que sus antepasados produjeron y nadie puede olvidar.
Sin embargo, Turquía responde a los reclamos de Justicia con soberbia, amenazas y extorsiones. Nada hay próximo a un mea culpa, ni siquiera el reconocimiento de los hechos como lo que fueron: la sistemática ejecución de un plan macabro destinado a borrar de la faz de la tierra un pueblo que se consideraba indigno de vivir, de compartir un espacio junto a los turcos, superiores y llamados a dominar el mundo. El pasado 24 de abril recordamos un nuevo aniversario de ese horroroso episodio histórico. No todo el mundo lo ha hecho pero en cada rincón del planeta un grupo más o menos numeroso de armenios se abrazó entre sí y a la esperanza de que la Justicia triunfe con respecto a su casi secular lucha.
Nosotros y todos aquéllos que creemos que la vida es el bien más importante que posee el ser humano, el valor más preciado y que debería ser
sagrado para los hombres, queremos abrazar al pueblo armenio y hacerle sentir nuestra solidaridad, nuestro dolor y aun nuestra vergüenza porque su sacrificio casi infinito todavía no ha sido reconocido por toda la humanidad.