Siempre recordaré esta mediación por dos motivos. El primero, por un error grosero que cometí; el segundo, por la transformación que en sólo 15 días pudimos observar de las personas y el conflicto. Se trataba de un caso de divorcio.
El juicio ya llevaba 10 años en Tribunales, con cambios de abogados de ambas partes y la división de los bienes -la materia pendiente- seguía estancada. Esta pareja (que rondaba los 50 años largos) ya divorciada, tenía un hijo (28 años) y llevaba una década discutiendo quién se quedaba con el inmueble donde vivían la señora y el hijo. Cuando se ubicaron en la sala de mediación la hostilidad se volvió palpable. Literalmente. Si bien la división parecía sencilla vista desde afuera, pronto quedó claro que el tema eran las emociones. Las de la señora, concretamente.
Tomaron la palabra los abogados, explicaron con claridad el tema de los bienes y, al darle la palabra a la señora, quedamos todos sorprendidos. Primero la presento: estaba vestida toda de negro, desde zapatos, pantalones, camisa, hasta su pelo lacio recogido y anteojos al tono.
Empezó expresando su bronca, su indignación por las circunstancias de la separación, que ella había sufrido y sentido como muy dolorosa.
Silencio en la sala. Y luego apuntó a que en 10 años nunca pudo hablar con su marido, que siempre estuvieron los abogados de por medio. Que jamás ningún juez ni nadie escuchó su calvario: el dolor por la separación (ella refería que su ex marido se había ido con otra mujer), el tener que trabajar más horas para mantenerse y asumir sola el cuidado de su hijo, de salud delicada… Mirando hacia atrás ella sólo veía 10 años de dolor y profunda soledad. Y un solo culpable: el ex marido, que ni la escuchaba ni cedía casa en la que vivían ella y su hijo.
Cuando el marido tomó la palabra reconoció que no había pensado nunca en esos términos. Que entendía que la separación había sido clara para ambos y empezaba a atisbar qué estaba pasando con este hijo con el que se veían poco. El señor se mostró confundido ante todo lo que la señora dijo (si bien nunca negó haberse ido con otra mujer) y quedó en pensar las cosas de otra forma con su abogada. Barajó la posibilidad de que la casa quedara inscripta a nombre del hijo y aquí vino mi metida de pata. Interpretando el interés del señor de ir dejando las cosas a nombre de quien en definitiva iba a heredarlas, lo expresé en esos términos y, dando por hecho que la señora estaría de acuerdo, hice una pregunta retórica: “¿Sería lo que usted también desea, verdad? ¿Que los bienes queden a nombre de su hijo?”. La señora, rápida de reflejos, me puso en mi lugar: “Doctora, no disponga usted de mis bienes que yo sé hacerlo muy bien por mi cuenta”.
La audiencia continuó y antes de terminar, la señora agradeció a todos los presentes que la hubiéramos escuchado. Nos contó que si bien su expectativa era que un juez la oyera, se había sentido cómoda pudiendo contar lo que sentía y decir lo que quería. Cuando nos quedamos a solas me acerqué a disculparme nuevamente, expresándole mi torpeza y confesando que en realidad había pensado en mis hijos y no en el suyo. Eso le arrancó una sonrisa, me tomó del brazo y me dijo que las disculpas estaban aceptadas.
Si bien las palabras de todos antes de retirarse parecían auspiciosas, no estábamos seguras de cómo iba a seguir ya que las emociones estaban allí, a flor de piel. Además, el señor en algún momento había hecho gestos de desagrado y las abogadas de ambas partes no estaban en la sintonía de acordar.
Y en la audiencia siguiente sucedió el “milagro”. Por empezar, la señora se había quitado los anteojos oscuros, lucía su pelo suelto (lacio, largo, impecable raya al medio) y venía con camisa blanca y maquillada. A tal punto había cambiado y rejuvenecido que cuando me saludó en el pasillo antes de la audiencia no la reconocí. Al comentárselo sonrió coqueta y repitió que se sentía muy bien después de haber podido hablar. El resto de la reunión fue “coser y cantar”. Los abogados, viendo que la beligerancia había bajado notablemente, no desentonaron, tomaron el acuerdo en sus manos y redactaron las cláusulas (con las mediadoras en la sala), mientras los otrora esposos conversaban afuera con tranquilidad.
En este caso, de a poco, notamos que este conflicto se había ido construyendo tras los muros que, al ir levantándose, impedían que las emociones circularan, que todas las voces fueran escuchadas. Sobre todo las de quienes lo exigían con sus actos. Uno, el marido, había expresado amenazas y furia en su momento. Otra, ella, había respondido cerrándose a cualquier oferta de cualquier abogado.
Es por esto que no pude menos que pensar al leer la siguiente frase, que le venía a este caso como anillo al dedo. Dice Brian Muldoon en El corazón del conflicto: “Muchas veces nuestro adversario está prisionero de su propio sufrimiento, y es incapaz de ver más allá del dolor. Puede que no sea posible persuadir a un adversario herido a que se muestre razonable o incluso a que acepte negociar hasta que no exprese sus emociones y éstas sean reconocidas. En tal caso, la resolución eficaz […] es escuchar activamente su historia, sin intentar interpretarla o buscar respuestas. Sin hacer nada, el conflicto empieza a resolverse por sí mismo”.
* Abogada, mediadora