Gilberto Bosques, uno de los mayores benefactores de la humanidad, sobrevivió a la tortura y el aislamiento que le impuso la Gestapo con la complicidad de la iglesia Católica. (Leer aquí la parte 2/3)
Por Silverio E. Escudero – Exclusivo para Comercio y Justicia
Igual suerte corrió todo el personal diplomático y los miles de refugiados cuando vieron caer la red de solidaridad que había montado el Consulado General de México de Paris, desde su sede transitoria, en Marsella.
Los alemanes, tantas veces burlados por las ingeniosas estratagemas de los mexicanos, claman venganza. Bosques vivió 18 meses de horror. Entre los historiadores que se ocupan de la suerte de los prisioneros de guerra, es comentario habitual que mientras el diplomático mexicano y su familia eran atormentados estuvieron a la vera del potro de torturas Heinrich Himmler, el todopoderoso jefe de las SS, y Hermann Göring. Este úlitmo no olvidaba -ni por un instante- que ese mexicano “tan parecido a los monos” había rescatado de entre sus garras -en París- a una joven pianista austríaca a la que el jerarca nazi pretendía secuestrar por no haber aceptado sus requiebros amorosos.
Las negociaciones por la liberación del cónsul General de México fueron duras y complejas. Hubo que sortear un sinnúmero de inconvenientes. Uno de ellos fue impensado. La Unión Soviética, que no tenía vela alguna en este entierro, pone trabas. Su servicio secreto frustró dos veces un posible canje de prisioneros. Tarea que le fue encomendada a un experto. El tristemente célebre Victorio Codovilla, uno de los principales responsables de la derrota de la II República Española, fue el elegido.
Al fin se celebró el acuerdo. El intercambio de prisioneros se efectuó en Lisboa. Bosques, su familia y todos los miembros del consulado, al fin, estaban libres. Los nazis, también, obtuvieron lo suyo. Era el final de una tragedia que había comenzado cuando los submarinos alemanes hundieron los petroleros aztecas Faja de Oro y Potrero de Llano, razón por la cual México confiscó las propiedades de los países del Eje y ordenó la detención de un gran número de súbditos de Alemania, acusados de integrar una vasta red de espionaje.
“Las gestiones para el canje se llevaron a cabo en México –recuerda Don Gilberto- por nuestra Cancillería. Nosotros llegamos en febrero a Bad Godesberf. En abril el representante del gobierno alemán en nuestro cautiverio (…) nos comunicó que por lo que se refería a México estaban terminadas todas las negociaciones para el canje; que nosotros saldríamos en breves días. Transcurrieron y después este señor, con irónica satisfacción, me dijo: ‘Todo está terminado; pero nos hemos encontrado que en el caso de México, como el de otros países latinoamericanos, el asunto ha sido entregado a Estados Unidos, así es que se va a retardar su salida’.
Efectivamente, nuestra Cancillería entregó el caso al gobierno de la Casa Blanca. Fue ésta la que arregló nuestro canje, que se tardó, naturalmente. Las gestiones concretas las desconozco. Al fin se nos comunicó -continua rememorando Gilberto Bosques- que íbamos a salir y se nos condujo a Biarritz. De ahí seguimos en trenes que atravesaron hacia Lisboa. Allí estaba un barco con alemanes para el canje. A nosotros nos canjearon por un número de alemanes detenidos en México, en Cofre de Perote (Veracruz) y en otras partes. No sé, parece, según nos dijeron, que fueron 12 alemanes a canjear por cada uno de nosotros”.
La travesía atlántica, en un barco sanitario que trasladaba heridos norteamericanos bajo la bandera de la Cruz Roja, fue compleja. Sorteo, a la altura de las islas Azores, navegando a toda máquina, una enorme tormenta y dos destructores nazi que, en gesto poco amigable, dispararon sus cañones. Sólo la habilidad del capitán pudo sortear el peligro para arribar a Nueva York, donde el contingente fue recibido casi en triunfo.
Tras ser alojado, para reponer fuerzas y sanar las huellas de la última sesión de torturas, en el Waldorf Astoria, don Gilberto se prepara para emprender el último tramo de su regreso a casa. “Los ferrocarriles norteamericanos me ofrecieron un carro para el personal, libre de gastos, hasta México. A la llegada encontramos una recepción popular que realmente fue muy calurosa, que no esperábamos, porque tomó ciertas proporciones. Toda la prensa se ocupó de eso. Estuvieron esperándonos muchos españoles y de otras nacionalidades que habían participado de la guerra”.
El andén de la Estación de Buenavista desbordaba. Las calles adyacentes albergan una multitud abigarrada. Los refugiados, jubilosos, impacientes, esperan la llegada del tren. Emilio, como todos sus compañeros, tiene el abrazo presto. Sabemos que el encuentro sucedió. Nuestro amigo formó parte activa, en nombre de los exiliados anarquistas, del comité de recepción. Su testimonio, apoyado en antiguas fotografías y ajados recortes de diarios, tiene un valor excepcional. Los vítores atronaron el aire. Un ignoto periodista describe la escena. El júbilo “zumbaba en el andén de la estación ferroviaria. Lo cargaron en hombros. Era el México generoso y libre al que ellos exaltaban en Gilberto Bosques.”
Hasta aquí nuestra historia. Seguramente volveremos sobre ella. Así nos lo exige Emilio, quien se quiebra una vez más y contagia su emoción. “Los cristeros, esos jueputas –se indigna- nos tirotearon. Llenábamos las calles. A sopapos limpios los corrimos. Huyeron. Cobardes. Inundamos con nuestros gritos el Zócalo. Querían asesinar a Don Gilberto, que era un héroe de la Revolución Mexicana, padre de la Nueva Escuela de la Revolución.”