Por Alejandro Zeverin Escribano – Exclusivo para Comercio y Justicia
Si está aceptado que la sensación de inseguridad es la consecuencia de hechos que acreditan su existencia que tienen tal magnitud que superan lo común, lo tolerable, algo similar ocurre con la corrupción y su sensación ciudadana. Ubicada por la gente junto a lo primero en el podio de los problemas nacionales informa la evidencia de una degradación social que todos padecemos. Hay adecuado diagnóstico, pero no terapia: no disponemos de las instituciones adecuadas para enfrentarla.
Sobre corrupción, Martín Rafael dice que en la república hay agujeros negros por donde se aprovecha el cuele de ilegalidades: contrataciones inexistentes, licitaciones arregladas, composición de órganos de decisión permisivos, interés político por encima del público, aceptación de urbanismo sospechoso, privatización de servicios públicos interesadas y todo un armatoste burocrático que da lugar a la famosa “puerta giratoria”.
El incumplimiento sistemático de la rendición de cuentas, el alarmante déficit de auditorías, la opacidad de datos públicos, la doble contabilidad, la usina de facturas de cajón. Así se estimulan las prácticas con consecuencia de enriquecimiento ilícito de particulares y de agentes públicos.
El poder para algunos es adictivo, lo creen inagotable y si esas personas anhelan dinero, mediante aquél es fácil conseguirlo. Ese poder adicionalmente otorga al cargo que lo ejerce el espejismo de una fuerza especial que aumenta su autoestima, porque compensa frustraciones, convierte los deseos en órdenes, infunde “sabiduría”, otorga “infalibilidad” y parece conferir una engañosa impunidad. Ese poder, que suele ser insaciable, debe estar limitado y contrapesado para que su ejercicio no sea autoritario ni excesivo y debe disponer de las reglas y controles adecuados para evitar su abuso.
Hemos construido un espacio donde se han dado objetivamente las condiciones idóneas para que germinen dichos estímulos. Los incumplimientos legales, tráfico de influencias, normas elaboradas ad hoc, favoritismos, nepotismo y abusos de autoridad no son más que los efectos de un proceso imparable de colonización política de las instituciones públicas que han arraigado, en el que el clientelismo ha sustituido a la profesionalidad y donde el juego de poder entre partidos, sindicatos y algunas empresas ha traspasado con más frecuencia de la deseada los límites de la legalidad y la decencia, y el narcotráfico terminó por deteriorar el sistema.
El fraude y la corrupción no dejan de ser una estafa colectiva consentida, en la que unos pocos delinquiendo ganan y el resto respetuoso de la ley pierde.
Buscando razones
Hay motivos que han contribuido a ello: la falta de control institucional, la falta de voluntad política en asumir que potenciaron dichos controles y la indolencia social de calidad democrática. El diseño de control democrático que nos impusimos resulta ineficaz.
No se advierte interés legislativo por leyes de transparencia y sostenibilidad de la administración que no sean normas lampedusianas; prefieren la injusticia al desorden, que parezca la ley para que la república se salve, si queremos que todo siga como está es necesario que todo cambie, en donde el lema es “hecha la ley, hecha la trampa” y, en donde cualquier medida que aumente los controles será de agradecer aunque ofrezca resultados insatisfactorios.
Sin embargo, convendría reflexionar si los ilícitos no castigados son un estímulo para su reincidencia y analizar si la maraña de instituciones públicas que se dedican al control institucional alcanzan la eficacia a la que aspiran los ciudadanos. Hay pocas cosas tan negativas y demoledoras para una democracia como la comisión de ilícitos en su nombre.
La falta de voluntad política para asumir responsabilidades o potenciar los controles recae sobre organizaciones que se han desautorizado a sí mismas para proponer nada sensato y coherente a la sociedad que no sea una transformación radical de sus estructuras, acciones y propuestas. La sociedad aspira a la ejemplaridad de sus representantes, a que la actividad política profesional se someta a las mismas reglas de responsabilidad y exigencia que el resto de las profesiones y a que la inhabilitación para cargo público sea más habitual en la práctica judicial.
Si la intención es buscar una solución, hagámoslo con sencillez y firmeza, y dejemos la elegancia para un sastre. Concluimos en que la corrupción no se traduce en hechos individuales con iguales consecuencias, sino que es una estafa colectiva.
*Abogado Penalista. Máster en Criminología