OPINIÓN

Una pequeña Gran Revolución

“La razón de que nos atrevamos a hacer cosas no está en que éstas sean difíciles, las cosas son difíciles porque no nos atrevemos hacerlas” 

Séneca

Por Silverio E. Escudero

Hubo un tiempo heroico. Un tiempo en que un puñado de hombres y mujeres, ordenados y puntuales, decidieron dar una gran batalla. Recuperar para sí su fuente de trabajo. Sabían que el porvenir era duro y complejo. Sólo estaban armados con esa coraza que brindan las convicciones y el coraje civil.

Habían sido estafados. La empresa dadora de trabajo, como salteadores nocturnos, había huido, vaciando a este diario que se había transformado en una cáscara vacía.

La batalla fue ciclópea. Debían convencer a la jueza de la quiebra de que Comercio y Justicia no podía desaparecer. Qué permitirlo era atentar contra el capital simbólico de nuestra querida Córdoba de la Nueva Andalucía.

Las palabras no alcanzaban. ¡Cuántos alegatos de oreja! Todo estratagema era valioso. Formaban parte de la forja de la esperanza.

Un enorme capítulo ocupa en esta historia -que se renueva cada día-, el queridísimo Atilio Tazzioli, por entonces diputado nacional por el Frente Grande. Abrazó como suya la causa de los trabajadores burlados por una empresa brasileña con complicidades locales.

Como siempre, el Gordo estaba donde correspondía. No hacía falta llamarlo. Era ese tipo de militantes que tanto escasea en el supermercado de las vanidades en que se ha transformado la política en Argentina.

Inquebrantable en sus principios y de una coherencia absoluta entre lo que se dice y lo que se hace; entre cómo se piensa y cómo se vive.

Y llegó la hora de comenzar la Gran Historia. La Revolución estaba en marcha. Estaban dispuestos a transformar los sueños en realidad. Llenar de letras, ideas y conceptos las páginas de un diario que se pretendió asesinar.

Ésta es una aproximación a la historia de una pequeña y a la vez gran revolución en la que un puñado de trabajadores derrotó las trampas del capitalismo.

Un llamado de Javier De Pascuale, mi hermano del corazón, alteró para siempre mi rutina. Me invitaba a ser parte de la historia. No resultaría fácil la partida. Debía compartir página con Efraín U. Bischoff, un auténtico lujo. Y ser un columnista más al lado del inmenso Salvador Treber y de Matías Altamira.

Debía definir el perfil de la columna. Me aferré a mis grandes maestros. Reaparecieron en mi escritorio, como por arte de magia, Ezequiel Martínez Estrada, Germán Arciniegas, Waldo Frank, Domingo Faustino Sarmiento, Silvio Frondizi, el Falucho Luna, Diego Abad de Santillán, José Martí, Luis Alberto Sánchez, José Carlos Mariátegui, Víctor Raúl Haya de la Torre y Jorge Semprún asociados al universo de autores que pueblan los anaqueles de nuestra pequeña biblioteca.

Así nació El Balcón con pretensión de ser una columna crítica, polémica y con agenda propia. Un espacio dedicado a promover el librepensamiento, en contra del racismo, la xenofobia y el antisemitismo. Una barrera permanente para los traficantes de esclavos y la trata de personas.

Debía ser grito inquebrantable contra el fascismo que busca, desde siempre, apoderarse de la escuela pública, clausurar todos los debates y quemar, en una pira cuasi sacramental, millones de libros.

Denunciamos, asimismo, la guerra donde ésta sucedía y a los fabricantes y traficantes de armas. Por esa razón hemos puesto nuestra lupa hasta en los rincones más alejados del globo.

Ésa fue la construcción de nuestro paradigma que para muchos resultó, al menos, urticante. Temieron verse desnudos cuándo llegó el turno de sacudir el polvo de los gobelinos, espantar a los levitones y asustar a los fantasmas que, aferrados a un pasado complejo lleno de supersticiones, pretende encorsetar la conciencia libertaria de los cordobeses.

Nuestras primeras columnas fueron escritas a matacaballos. Una de ellas aludía a los peligros que acechaban nuestra integridad territorial. Señaló como un absurdo la decisión gubernamental de desechar las hipótesis de conflicto con nuestros vecinos.

Se olvidaban ex profeso de lo aprendido en viejos y enjundiosos manuales de geografía y de historia, en los que abundan mapas ideográficos que grafican la presión demográfica sobre nuestras fronteras con Uruguay, Brasil, Paraguay, Bolivia y Chile.

Fueron, al menos, ingenuos a la hora de enfrentarse a la realidad política del continente. Sigue vigente y está en juego la teoría del espacio vital, salida de la afiebrada mente del geógrafo alemán Friedrich Ratzel, que es justificante de todas las guerras de conquista.

Tema que, años después, retomamos, en solitario, cuando recordamos el paso de Orélie Antoine de Tounens, aquel aventurero francés que se autoproclamó “rey de la Araucanía y la Patagonia”.

Avisamos a quienes correspondía que sus sucesores mantienen activos reclamos territoriales ante organismos internacionales y, que, el actual rey de la Araucanía y la Patagonia era, hasta mayo de 2020, relator Especial sobre los derechos de los pueblos indígenas, sin que la diplomacia argentina hubiera presentado quejas por la conflictividad que traía consigo y que se replica en el sur de Chile.

Desde ese alto sitial logró el reconocimiento como Estado soberano por alrededor de 15 naciones de Asia Central y de África. Sucede que se presentan ante la sociedad internacional luciendo algunos elementos básicos para la constitución del Estado.

Tienen himno, bandera, acuñan moneda, cobran impuestos y disputan como suyo un territorio bioceánico conocido como Mapu que integra, en forma legítima, Argentina y Chile.

Pese a estar seguros de nuestros objetivos, nos dimos a la tarea de recorrer la historia profunda de Comercio y Justicia. Pasamos largas jornadas en su hemeroteca.

Tarea recomendable para los historiadores de la Escuela de Córdoba ya que encontrarán trabajos perdidos de los grandes maestros del Derecho.

Recordar el nombre de todos sería una tarea ciclópea y agobiante para el lector. La memoria nos trae algunos nombres. Arturo, Raúl y Alfredo Orgaz y, también, Oscar. Aquel otro Orgaz cuasi desconocido que ingresó como “pinche” en tribunales para culminar su carrera como presidente del Tribunal Superior de Justicia.

En esas añosas páginas cubiertas por el polvo están todos los debates que conmovieron, desde 1939, a los cordobeses. Allí están a la espera de ser redescubiertos trabajos enjundiosos de Ricardo Vizcaya, Ricardo Núñez, Enrique Martínez Paz, Sofanor Novillo Corvalan, Mauricio Yadarola, Henoch Aguiar y de tantos más, que llegaron a nuestras páginas históricas sin que nadie les mirara la marca en el orillo

Como también los ásperos entrecruces que sostuvieron Alfredo Vélez Mariconde y Sebastián Soler con ilustres abogados del foro local defendiendo aspectos capitales del Código de Procedimientos Penales de la provincia de Córdoba que habían redactado en conjunto y por el cual se instauró la oralidad en el juicio penal.

Comercio y Justicia fue una voz potente que denunció el trabajo esclavo al que fueron sometidos los militantes republicanos por Francisco Franco Bahamonde; también gritó cuando sucedían en plena Segunda Guerra Mundial campañas de esterilización forzosa de miles de mujeres de Europa del Este mientras el humo de los campos de exterminio oscurecía la conciencia de la humanidad.

“La batalla fue ciclópea. Debían convencer a la jueza de la quiebra de que Comercio y Justicia no podía desaparecer. Que permitirlo era atentar contra el capital simbólico de nuestra querida Córdoba de la Nueva Andalucía”

Por esos días confirmamos que nuestro rumbo era el correcto. Fue un momento de silente alegría cuando descubrimos escondida detrás de un pseudónimo la exquisita pluma de Oliverio de Allende en defensa de la riqueza arquitectónica de una Córdoba que desaparecía para dar paso a una nueva imagen más utilitaria.

Temas estos que retomamos en El Balcón en reiteradas ocasiones. Señalábamos entonces –y lo reiteramos ahora- que el municipio de Córdoba carece de “Políticas activas para proteger las riquezas urbanas” y debe detener como sea menester el saqueo de bienes culturales que sucede en el espacio público y en los mullidos despachos oficiales, que vacían el museo Genaro Pérez.

Denuncias que extendimos a la destrucción que sufre la memoria de la humanidad cuando marchan ejércitos sembrando a su paso muerte y desolación.

Esta crónica, escrita al calor de los recuerdos, puede ser extremadamente extensa y aburrida como los discursos de ocasión, por eso nos detenemos en este punto.

Éste es nuestro homenaje a los obreros de este nuestro taller de forja que, martillo en mano, dan forma a un mundo que debería ser mejor, más justo y equitativo.

A esos hombres y mujeres que nos permitieron estar presentes en la despedida a Rafael Gómez Nieto, el último libertador de París y sobreviviente de “La Novena División”; o, en la Córdoba La Vieja cuando la ciudad entera se lanzó a las calles para decirle adiós a Julio Anguita, “El Califa”, quien fue el primer alcalde electo por el voto popular tras la larga noche franquista.

Decía temprano que este juego arbitrario entre el pasado y el presente sería el mejor homenaje posible a mis convecinos de esta barriada llamada Comercio y Justicia. Juego en el que participan nombres que los ha tapado el olvido que fueron columnistas del querido diario y perviven en nuestro presente, a pesar de que, al parecer, gane la partida cierto tono autorreferencial.

Quiero finalmente recordar la calidez y emoción de los abrazos de bienvenida del Gordo Eduardo Martín y de Sarita Cabral, quienes fueron mis críticos más acerbos. Para ellos, hoy y siempre, memoria y homenaje.