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Manuel Lucero, un hombre de Facultades (2/2)

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Pesado trabajo fue el del doctor Manuel Lucero como defensor de los intereses públicos en sus últimos años de vida. Fue, al mismo tiempo, senador primero y luego presidente de la Cámara de Diputados de la Provincia, en cuanto hombre político, y rector de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) como figura reconocida de una sociedad que sabía bien de sus calidades intelectuales y humanas. En ambas responsabilidades cumplió acabadamente, consciente de sus deberes republicanos y de la lealtad que le merecía su propia vocación de servicio.
Hoy, a 137 años de su fallecimiento, un gran cuadro de Genaro Pérez sigue presidiendo el recinto deliberativo de la Unicameral, como indicador de una ejemplaridad axiológica; mientras que en el Salón de Grados de la UNC, un austero busto de bronce da testimonio a sucesivas generaciones de estudiantes y a visitantes de todo el mundo.
Durante su gestión rectoral no sólo reformó los estudios de Derecho (la universidad estaba limitada hasta ese entonces a los estudios de teología y derecho) sino que reveló un carácter innovador a la vez que tesonero.

A su llegada al cargo, los estudios físico-matemáticos y la Academia Nacional de Ciencias, fundada por Sarmiento, conformaban una sola institución aunque con distintos objetivos. Lucero examinó la realidad con lucidez y dijo: “Los primeros deben integrar la Universidad y la segunda debe estar fuera de ella”.
De este pensamiento devino la creación de la Facultad de Ciencias Matemáticas y Físicas. Claro fue Lucero en su decisión: “La coexistencia de la Facultad y la Academia es una especie de monstruo que no admite organización regular”.
Junto a Lucero se hallaban sabios y científicos como Oscar y Adolfo Doering, Luis Brackebusch, Hendryck  Weyembergh, Jorge Hyerónimus y Francisco Latzina, también notorios integrantes de la Academia de Ciencias. Comenzó con tres aulas y cinco profesores. Ya lo había dicho Sarmiento al fundarse la Academia: “Debe ser un centro de investigaciones científicas”.
Lucero reservaba otra misión para la flamante Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas.
Su posterior paso fue la creación de la Facultad de Medicina, pues entendía que “se franquearía así otra carrera a la juventud de la mayoría de las provincias, donde, sin aventurar la verdad, puede afirmarse que son raros los médicos reconocidos”.
En este sentido se apoyó en la experiencia del doctor Hendrik Weyenbergh, sabio holandés que era médico y naturalista. La provincia de Córdoba puso a disposición sus hospitales.
La tarea de Lucero fue homérica y en muy pocos años, entre 1873 y 1878, enriqueció los museos, fomentó publicaciones, abrió al público la Biblioteca General, organizó nuevas cátedras en Derecho, impulsó la Sociedad Literaria, dejó adelantado el proyecto de fundación de la Facultad de Letras e intentó la creación de una escuela provincial de parteras, entre otras muchas iniciativas que pueden atribuirse a su visión académica y a su capacidad ejecutiva.

Sus criterios liberales chocaron sin disimulos con las formulaciones clericales que hacían fortaleza en la Córdoba aldeana de aquellos tiempos. En su primera elección, de los tres ejercicios académicos que desempeñó, triunfó ajustadamente, siendo su vicerrector el presbítero Uladislao Castellano, luego arzobispo de Buenos Aires y, como él, originario de San Javier.
En el acto de asunción, el nuevo rector agregó a su juramento: “para que Dios Todopoderoso me ayude, imploro su auxilio y protección”. En su primera reelección, en 1875, enfrentó al propio Ulasdilao Castellano, y en la segunda (tercer período) ya los guarismos lo favorecieron ostensiblemente con 65 votos por su candidatura frente a sólo dos en contra. En éste, su último ejercicio, permaneció apenas nueve meses, pues la muerte lo sorprendería. Fue entonces cuando su hombría de bien se puso unánimemente de resalto y es la misma prensa católica la que reconoció sus méritos de personalidad proba.
El doctor Rafael García, en tiempos del rectorado de Lucero, era la figura prominente de la intelectualidad laica del catolicismo cordobés y un maestro sobresaliente en la Facultad de Derecho. Las divergencias ideológicas entre ambos eran notorias pero cada uno de ellos era dueño de una caballerosidad sin cortapisas.
Cierta mañana se toparon en la vereda de la Casa de Trejo y cada uno pugnó por darle al otro la derecha hasta que quedaron literalmente en la calzada, bastones en mano y galeras obsequiosas en la diestra. Por fin, comedidos transeúntes tomaron la resolución de alzar al doctor Lucero a la acera, al tiempo que el doctor García seguía saludando a testa descubierta. Lo cortés no quitaba lo valiente.

Al fallecer Lucero, el doctor García en reunión de académicos expresó que “como entendía que el doctor Manuel Lucero había muerto pobre, proponía que la Universidad costease de sus recursos el entierro, ofreciendo contribuir de su parte, si no se pudiese hacer así, de su peculio propio”. Hidalguía de tiempos idos, capaz de superar rotundos enfrentamientos conceptuales.
En la despedida de sus restos habló el entonces ministro Miguel Juárez Celman. Sólo algunos años después se le levantaría un monumento mortuorio en el cementerio San Jerónimo.
Fue en 1904 y allí el entonces rector, doctor José A. Ortiz y Herrera, lo presentó como modelo a la juventud estudiosa y lo confió a la contemplación y respeto de los habitantes del pueblo de Córdoba.

(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera.

Leé la primera entrega de Manuel Lucero, un hombre de Facultades

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