Por Carlos R. Nayi. Abogado.
Con la fuerza de un mandamiento, el art. 18 in fine de la Carta Magna expresa: “(…) Las cárceles de la nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificar más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorizó”.
Sucede que el solemne texto transcripto, parte integrante de varios postulados que conforman la Ley Fundamental, se encuentra lamentablemente divorciado de la realidad y, en este contexto, la mayoría -por no decir todas las unidades de encierro en la República Argentina- en nada se asemeja a establecimientos dignos y apropiados para lograr una adecuada recuperación del interno alojado. Muy por el contrario, quienes ingresan a una unidad carcelaria se encuentran por lo general con una escuela de entrenamiento y perfeccionamiento en el arte de delinquir, una inclemente realidad que un pasivo e inmutable Estado consiente con su silencio e inacción, una peligrosa pasividad que impide en el día a día rescatar a tiempo a miles de personas que invaden el terreno de la ilegalidad.
Basta con efectuar una lectura racional de la realidad carcelaria para advertir la flagrante violación que a diario se produce del precepto contenido en el art. 5 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que dispone: “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”. Si la idea es trabajar por un cambio superador, es menester abandonar el emblema de castigo que anuncia la prisión por la prisión misma, un objetivo que es tan dañino para el interno como para la sociedad toda, que aspira a un criterio unificado en cuanto a políticas de resocialización, apuntando por sobre todas las cosas a la recuperación del hombre en situación de crisis, partiendo de una propuesta educativa, una conveniente atención médica, alineada por cierto a una insustituible asistencia laboral y social entre otras cosas.
En definitiva, se trata de trabajar para fortalecer -entre otras cuestiones- la humanización de la pena y la recuperación de quien perdió el rumbo. Con alarmante frecuencia, la realidad carcelaria nos enfrenta a una tragedia indisimulable, el fracaso de las unidades de encierro donde se alojan internos en muchos casos como desechos tóxicos, objetos en desuso, un sistema perverso que muestra crudamente la desnaturalización del régimen de encarcelamiento, en el que no se le brinda al reo el apoyo psicológico -por ejemplo- con la frecuencia y calidad que cada caso exige ni se facilita el ingreso al proceso educativo de la manera en que se proclama desde el anuncio retórico ni la inclusión o el abordaje de algún oficio conforme las necesidades de cada caso, cimientos imprescindibles en el proceso de construcción de un régimen de reinserción social.
Lamentablemente, el incumplimiento de estas premisas básicas en nada contribuye a la difícil tarea de reconstruir el tejido social penetrado por la actividad delictiva, impidiendo consecuentemente la imprescindible reinserción social. El Estado tiene una gran deuda en esta problemática con la sociedad toda, desde la obligación indelegable de arbitrar todos los medios al alcance para salvaguardar a quienes han caído en el infierno de la delincuencia. Un sinnúmero de factores etiológicos y problemas, en su mayoría irresueltos, denigra el sistema carcelario, contribuyendo al agravamiento de la problemática.
Así, pues, sólo a modo de ejemplo puede citarse la peligrosa convivencia entre internos y guardiacárceles, que intoxica y desvirtúa el objetivo del sistema carcelario, problemática que se agudiza con mecanismos de control ausentes y que, conforme nos informa la crónica policial desde hace años, se asocian desde el pacto de silencio para ingresar droga, alcohol, celulares etcétera al lugar de encierro, comercializando estos productos de manera ilegal, generándose un orden de interacción entre líderes, sometidos y complacientes empleados del servicio penitenciario, un peligroso vínculo que atenta no sólo contra la salud del sistema y sus protagonistas activos, sino que genera un peligro para la sociedad entera que recibe a diario en libertad a quien muchas veces terminó entrenándose en el oficio del delito.
El panorama es preocupante y el horizonte anuncia un futuro sombrío; sin embargo, la problemática en manera alguna es irresoluble. La solución demanda una activa participación de todos los sectores comprometidos con la Justicia, en procura de lograr que las cárceles sean sanas, limpias y modernas, lugars donde los reos se encuentren debidamente separados conforme sus edades, grado de peligrosidad, alejando el ocio, evitando la desvinculación con el grupo familiar y procurando, sobre todas las cosas, que el personal encargado de la custodia en sus distintos niveles sea honesto, con preparación y entrenamiento específico.
Sólo el sinceramiento nos permitirá advertir en su verdadera dimensión la problemática, evitando encontrar responsables inexistentes en lo que hace a la problemática carcelaria, que alberga serios problemas, cuyos orígenes no radican solamente en el crecimiento de la delincuencia ni en las deficiencias procesales que pueden tal vez accidentar el patrón de marcha del proceso judicial.
Sólo así los establecimientos carcelarios dejarán de ser tenebrosas escuelas del delito y las penas privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados. Las cárceles deben dejar de ser espacios donde se potencia la violencia, los abusos y la organización de redes criminales, debiéndose retomar el trabajo para lograr la reinserción social de quienes han violado la ley, a fin de que no vuelvan a reincidir.