domingo 22, diciembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

El Código de 101 años

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Por Carlos Palacio Laje (*)

Corría el 29 de octubre del año 1921. El Poder Ejecutivo Nacional, a cargo por entonces de Hipólito Yrigoyen (primer mandato), promulgó la ley 11179 que daba curso al Código Penal Argentino, sancionada el 30 de septiembre de ese año. La nueva ley sustantiva penal comenzó a regir en abril de 1922, con 302 artículos, más cuatro de forma.

Por entonces, aún ni se soñaba con Internet ni con computadoras. Es que para esa época ni la televisión podía ser imaginada, e incluso el cine sonoro apenas asomaba en la intención. La penicilina tampoco figuraba siquiera en el anhelo de la medicina. Incluso para el voto femenino debían transcurrir aún algo más de 25 años. 

Aquella era una Argentina de ritmo pausado, aún de pulperías, en la que reinaba un orden económico y social altamente diferente del de hoy, en la que se destacaba la hegemonía de un patriarcado extremo. Era la Argentina de los inmigrantes. 

Aunque sólo han pasado 101 años, el Código Penal que se promulgó en aquel octubre de 1921 es el mismo que rige hoy. 

Un código que surgió de la urgencia: “La reforma de nuestra legislación penal no puede postergarse un instante más. Las causas que motivaron su iniciación hace ya 30 años la justifican ahora más que entonces, pues se han hecho más graves con el transcurso del tiempo. Las leyes penales en vigor no responden ni al espíritu de estos tiempos ni a las necesidades del país. La criminalidad continúa en progresivo aumento y el sistema penal actual, basado en el antiguo principio de represión severa, se ha sentido impotente para evitar los males y peligros que amenazan a la sociedad” (Del Informe y despacho de la Comisión de Códigos de la H. Cámara de Senadores – septiembre de 1919).

Ahora bien, ¿cómo puede la letra de la ley sustantiva penal de nuestro país, promulgada en aquel octubre de 1921, regir en este abismalmente distinto 2022? 

Intentemos una primera respuesta: el código es el mismo, pero con casi un millar de retoques, entre parches, agregados, modificaciones y derogaciones. 

Ahora esbocemos una segunda respuesta: se ha requerido un bastón llamado “interpretación” frente a una la legislación penal que, como ninguna otra, debe contener conceptos seguros y manifestaciones lingüísticas muy claras. 

Ya sabemos que interpretar es determinar el sentido de la letra de la ley, y ya conocemos también el notorio problema que existe entre el lenguaje y el concepto jurídico. 

Como operadores del sistema judicial, aunque podemos remitir mensajes directos o indirectos al legislador, no nos ocupa la tarea de legislar (ni acción semejante), aunque sí la necesaria tarea de interpretar. Si esa es de por sí una labor delicada para el jurista, en el marco de un código de 101 años, interpretar la ley sustantiva penal debe realizarse con sumo cuidado, siguiendo a ultranza el criterio de intervención mínima.

Éste es el gran reto en el que nos coloca nuestro Código Penal de 101 años, plagado de parches, derogaciones e incorporaciones parciales o totales, provenientes de legisladores de distintas épocas y contextos sociales muy diferentes. Bajo estas circunstancias, en ese desafío permanente, la prohibición de analogía es sólo un primer eslabón.

En este aspecto, siguiendo a Hassemer, es conveniente recordar: “Una vez que se ha elegido la codificación como forma de organización de las reglas jurídicas fundamentales, esto tendrá necesariamente amplias consecuencias en cuanto a la importancia del lenguaje en el derecho. Pues en ese caso la ley adquiere una función de parámetro que, por lejos, no se puede comparar con el rol de los precedentes (es decir las decisiones anteriores similares en un caso jurídico concreto)”. (Críticas al Derecho Penal de Hoy – Winfred Hassemer – Ad Hoc, pag.14).

Tomemos como ejemplo el delito de estafa, en su figura genérica. Se trata del art. 172 del CP, que permanece “intacto” desde aquel octubre 1921. El artículo, en realidad, tiene origen directo de la legislación española de 1870: “El que defraudare a otro con nombre supuesto, calidad simulada, falsos títulos, influencias mentida, abuso de confianza o aparentando bienes, crédito, comisión, empresa o negocios o valiéndose de cualquier otro ardid o engaño”.

No hay aquí una fórmula conceptual (que el Código de España, del que la tomamos, ya tiene desde el año 1995) y se limita a una abstracción de diversas modalidades de acción, es decir, diferentes y posibles modos de engañar, para finalizar con una la fórmula “valiéndose de cualquier otro ardid o engaño”. Después de una lectura atenta de ese tipo penal no podemos más que llegar a la conclusión de que ese texto es un punto de referencia para arribar al concepto del delito de estafa contenido en el tipo del art. 172 del CP. Todo lo que a lo largo de más de 100 años ha construido la doctrina penal sobre la base de ese texto es logrado en base a una labor de interpretación. 

Por ejemplo, bien podríamos preguntarnos cuál es en verdad el momento en que se consuma el delito, porque aunque bien es sabido que es el perjuicio el que marca ese punto, a ello se llega por un consenso doctrinal y jurisprudencial pero no resulta sencillo leer ese extremo en la figura relacionada, y quizás hasta pueda resultar más sencillo determinar que al gestarse el error se consuma el delito.

El ejemplo del tipo del art. 172 debe servirnos para “observar” hasta qué punto una fórmula añeja y desactualizada ha obligado a internalizar una interpretación alejada del texto del tipo. 

Así decimos, casi invariablemente, que el tipo estafa tiene cuatro elementos: el ardid, el error, la disposición patrimonial y el perjuicio. Cada elemento está vinculado causalmente con el siguiente. 

Estos elementos no surgen de la sóla lectura del art. 172, y por eso -inclusive- se ha discutido si el enriquecimiento también es otro elemento del tipo en cuestión. 

Una ley penal no debe admitir en nuestros tiempos estas aulas de dudas y disputas hermenéuticas.

No es mi objetivo criticar la figura de la estafa sino marcar como a la exégesis que ha demandado ese tipo penal, necesaria para lograr su concreta aplicación, se la aprecia como sumamente natural hoy. Casi sin reparo. Por tanto, cómo la dinámica de esta modalidad interpretación “autorizada” se ha incorporado al ADN del operador jurídico-penal. 

Lo que se desprende de aquí es el enorme riesgo que importa la incorporación de esta dinámica de interpretación autorizada ante la falta de un texto acorde a nuestros tiempos, por las derivaciones que pudieran implicar.

En este aspecto, debe recordarse que para que el tipo penal (y, por tanto, la tipicidad) cumpla correctamente, tanto la función motivadora general como la función de garantía, es preciso que esté redactado en forma clara y sencilla, fácilmente comprensible en su totalidad y evitando ambigüedades e indeterminaciones.

Nadie puede estimar hoy el tiempo de vida que le resta a la ley sustantiva penal vigente, y que -reitero- está plasmada en un Código promulgado hace 101 años. 

Pero creo que durante ese tiempo debemos estar alertas y trabajar con consciente discernimiento, para que no se diluyan los pilares rectores que rigen el orden jurídico penal. 

Eso nos compete celosamente a todos los operadores del sistema.

(*) Vocal de Cámara en lo Criminal y Correccional – Córdoba

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