
Estaba -al fin- en la terminal del aeropuerto luego de un vuelo transatlántico de 12 horas, con tres de demora, después de pasar dos controles de seguridad especialmente inquisitivos. Alguien puso una bomba en algún sitio y el Aeropuerto Intercontinental Leonardo da Vinci literalmente se había militarizado.
No me gusta demasiado viajar, pero la oferta de Liugi Ferrabone, transmitida por su nueva asistente, Eleonora, de cubrir todos los gastos del viaje, por adelantado, más unos sustanciales honorarios al finalizar, por ayudar en la fusión de una empresa italiana con otra argentina, fue demasiada tentación para pasarla por algo. Aun cuando podía cruzarme con un pasado que no sabía si debía remover.
A pesar de la diligencia de Eleonora en todo lo concerniente al viaje, hasta de enviarme los pasajes, me fastidiaba ir a ciegas. Mis pedidos de los antecedentes del caso era lo único que había chocado con una negativa: el asunto era demasiado importante como para despacharlo por correo o enviarlo por fax.
Bajé del avión con toda la intención de sumergirme en el tema tan pronto dejara mi única valija en el hotel, para descubrir que nadie me esperaba a la salida de los vuelos internacionales con cartel alguno. Toda una contrariedad, siendo que debía llevarme a un hotel del que no tenía mayores datos.
Tal vez Eleonora no fuera tan eficiente como aparentaba. Seguí hasta fuera de la terminal, decidido a buscar un taxi, hospedarme en alguna parte e ir al imponente studio legale de don Luigi en el centro de Roma. Había trabajado allí, luego de una especialización en negocios en Bolonia, y algo más.
Absorto en mis pensamientos, tardé en descubrirla. Máxime, recibiendo de pleno el sol aún débil de Fiumicino de la primera mañana en los ojos.
Ahí estaba, apoyada contra la puerta de un auto deportivo. Cruzada de brazos, inexpresiva desde sus grandes lentes negros.
Era ése algo más de mi pasado y el motivo de mi inquietud por ese viaje, donde -sabía- lo profesional iba a mezclarse con lo personal. Chiara Ferrabone. La hija de don Luigi, mi compañera de estudios en Bolonia, un amor frustrado y una mujer que aún llevaba en la piel.
Supuse de inmediato que mi madre era la culpable. Le había dicho mil veces que no le avisara. Sobre todo, porque quería, en este viaje de corte profesional, buscar la mejor ocasión para hablar con ella y arreglar las cosas. ¿Para qué me habré gastado? Mamá, con una muy particular forma de brindar afecto, la prefería a ella antes que a mí, y todavía me echaba en cara haber terminado con Chiara.
Estaba bronceada, como siempre, aun siendo allí invierno. Llevaba el cabello suelto, algo más largo y más claro que como la recordaba. Iba y venía, como cuando salíamos, mecha a mecha, entre el rubio que adoraba y el castaño que le era propio. Me perdí, por un momento, en ese cuerpo de atleta que había tenido, muchas veces, cerquísima del mío. Llevaba una polera blanca de cuello alto, lo suficientemente ceñida como para dar ideas de las formas del cuerpo. El pantalón era de cuero negro, aún más ajustado. Mostraba sin mostrar, aún cubiertas, esas piernas torneadas en la práctica de deportes de las que tanto alardeaba.
–Ciao, Victor- me dijo, sin prodigarme el más mínimo sentimiento.
Se colocó los lentes sobre la cabeza, a modo de vincha. Sus ojos verdes, gatunos, asomaron desde su escondite. Eran hermosos, pero no me miraban nada bien. Podía entenderlo perfectamente. Tampoco yo lo hacía.
Apoyaba la cola en un Ferrari F50 en el mejor tono rojo que el Cavallino Rampante podía pintarlo. No tardé en reconocer el modelo. Se trataba del superdeportivo producido por la casa italiana con motivo de los 50 años de la marca.
Su forma baja, sinuosa y reluciente, con la indudable majestad que le confería el estilizado alerón a lo largo de toda la parte trasera, no dejaba lugar a dudas del linaje en el auto. Casi tanto como el abolengo de quien lo conducía.
Por mi pasión fierrera sabía que sólo se habían fabricado 349 unidades que únicamente podían adquirir las personas que antes hubieran comprado otros dos modelos de la marca. Todo un detalle que hablaba tanto de sus gustos como de la billetera de su padre.
Tras abrir la puerta del acompañante, ella se sentó en el asiento del conductor sin decir nada más. Dudé si aceptar o no esa invitación tan difusa. Terminé por entrar allí, acomodando como pude la valija entre las piernas.
El Ferrari emitió un metálico rugido en sus cuatro tubos de escape antes de arrancar del lugar donde había sido estacionado y lanzarse, velozmente, a la calle interna del aeropuerto. Pronto habíamos salido de allí y dejado atrás Fiumicino para ingresar a una autopista. Observé el velocímetro, en el tablero interior de fibra de carbono. La aguja acariciaba el límite de velocidad de 130 kilómetros por hora. Me alegré de que el modelo de Chiara tuviera instalado en los asientos los cinturones con cuatro puntos de sujeción, en lugar de los tres con que venía de fábrica.
El paisaje pasaba raudo, muy raudo, afuera de nosotros. Ella había bajado la capota y el viento acariciaba, con fuerza, su cabello. De pronto, ensimismado como estaba en ella, caí en la cuenta de algo.
-No te dije adónde voy.
Aceleró aún más, antes de responderme. Hecho en fibra de carbono y aluminio, lograba mantener dentro de lo razonable la carga aerodinámica a muy altas velocidades.
-Vamos a la villa de Toscana. Estamos ahí por el fin de semana- terminó por decirme, dos cambios de marcha después. -Papá te adora, mal que me pese. Quiere que pases con él el fin de semana, antes de empezar con la fusión el lunes-.
Me sorprendió la noticia. Sabía que don Luigi me guardaba afecto, aun luego de terminar con Chiara. Él la conocía aún mejor que yo en su carácter volcánico, supongo. Pero nunca había franqueado la barrera del trato profesional. De hecho, separaba a ultranza lo personal de los asuntos del estudio. Era extraño.
-Es una decisión exclusivamente suya, en todo caso- agregó, viendo la duda en mis ojos. -No creas que esto signifique algo para mí-.
Supongo que seguía enojada conmigo. Tal como yo lo había estado con ella.
Chiara conducía ese auto como una extensión de sí misma. Algo de bastante mérito, por carecer de dirección hidráulica o antibloqueo de frenos. Con ambas manos en el volante, parecía acariciarlo con sus largos y delicados dedos más que aferrarlo, aun siendo uno de los autos más difíciles de controlar.
Parecía -luego de la corta charla- ausente de mí, sólo concentrada en el manejo y en devorar kilómetros por la Autostrada del Sole. Sabía que se trataba de un simple disimulo. Aun cuando cambiara cada 30 segundos de carril para superar a otros autos o dejara una misma marcha, de las seis que tenía la caja de velocidades manual, por mucho más tiempo que eso. Parecía decidida a sacarle el máximo partido de los 520 caballos de potencia del sistema métrico decimal que poseía el motor.
Sin embargo, no era la velocidad sino la visión de un anillo matrimonial en su anular izquierdo lo que me sobresaltó. Descubrí que me apenaba que ella hubiera dado vuelta mi página en su vida.
En la radio, la masacre en una aldea india perpetrada por un grupo terrorista que mató a 74 personas, 16 niños y 32 mujeres entre ellos, no concitaba tanta atención en las noticias como el sorteo de la Copa Mundial de Fútbol de 1998, que se realizaba en Marbella. Así era el mundo. Imperfecto, descorazonado. Tal como nosotros dos.
Al parecer, a Chiara las noticias la habían cansado tanto como a mí. Puso un cassette en el equipo de música. Pop internacional, en inglés, como recordaba le gustaba. La melodía marcadamente azucarada de Love shine a Light se dejó sentir. La interpretaba la banda Katrina & The Waves, que había ganado el festival de Eurovisión en mayo de ese año de 1997 en que estábamos.
Seguíamos teniendo los mismos gustos, pensé. Era hermoso estar con ella, cuando había paz. Pero éramos más jóvenes y orgullosos. No dejar pasar una al otro había sido lo que finalmente nos había separado. Le hicimos caso más al amor propio que a lo que sentíamos por quien teníamos enfrente.
Luego de circunvalar Florencia, doblando por el Valdarno, antes de llegar a Arezzo salimos de la autopista tan velozmente como habíamos entrado. Pronto, cruzamos la verja de entrada al cuidado y verde parque que circunvalaba a la villa en la Toscana que tenía su padre para escapar del ajetreo de Roma.
Miré mi reloj. El mismo que ella me había regalado, en el último aniversario antes de pelearnos. Habíamos hecho poco más de 200 kilómetros en poco menos de dos horas.
Cuando se detuvo frente al severo edificio renacentista, me sentí obligado a retomar la cuestión de por qué estaba allí. O, más precisamente, las razones que Chiara tenía para haberme traído.
-Podrías haberte opuesto a que me quedara en la villa. Tu padre no puede negarte nada, según recuerdo.
Ella sonrió, malévolamente, debajo de esos lentes negros.
-¿Y ahorrarme el gusto de que me veas con otro? Habrás notado que llevo un anillo.
Por supuesto que sí. Pero no le dije nada.
– ¿Te casaste?
La pregunta quiso parecer inocente y despreocupada. No lo conseguí demasiado.
-Hace seis meses. Se llama Renzo. Trabaja con papá en la empresa. Es su mano derecha.
Tal como yo en su tiempo. Procuré disimular los celos. Sobre todo, cuando miré cómo ella me pispeaba de reojo. Los lentes oscuros con patillas delgadas no pueden disimular la mirada a los lados.
-Supongo que debo felicitarte.
-No es necesario.
-Me hubiera gustado que me avisaras de la boda.
Ella me miró por unos segundos, antes de volver la vista hacia adelante. Aun con esos lentes oscuros, podía ver que la había sorprendido.
-¿Por qué? ¿Habrías venido?
-No, pero te habría enviado un regalo.
Noté cómo las manos se aferraban aún más firmemente al volante. Los brazos se le pusieron rígidos por debajo de la blanquísima polera, y echó un tanto la cabeza hacia atrás, antes de decirme:
-No sé por qué pensé que encontraría alguien distinto del mismo imbécil de siempre.
Asentí. Había algo de cierto en lo que decía. Con el paso del tiempo, entendemos el valor de aquello que hicimos a un lado, cuando ya es tarde. Como comprobaba cada vez que veía ese anillo.
-Espero, entonces, que hayas mantenido ese gusto al casarte.
Me salió, más por bronca que por otra cosa. Fueron palabras de las que me arrepentí inmediatamente luego de decirlas, pero ya era tarde. Como sucedía con muchas otras cosas nuestras.
Chiara pareció no acusar el golpe. Se bajó del auto. Tras un momento de indecisión, hice lo mismo.
Procuré calmar mi carácter, tan reactivo y pasional como el de ella, para no tener que arrepentirme luego. La temperatura en el parque, de pocos grados sobre cero, contrastaba con lo caldeado del clima entre nosotros. Diciembre era muy fresco allí, tal como recordaba.
Chiara se detuvo a mitad de los escalones de la escalera de entrada a la residencia para decirse:
-Dos años sin una noticia tuya- me echó en cara, luego de su silencio, sin volverse a mirarme. -¿Qué querías que hiciera?
Yo seguía sintiendo cosas por ella, y veía que ella también por mí. Pero había pasado el tiempo sin tendernos puente alguno, a pesar de todo lo pasado, aun con todo lo que sentíamos a cuestas. Sólo porque uno era más creído que el otro.
-Algo más inteligente y menos orgulloso que lo que yo hice.
Mis palabras, sinceras, parecieron atenuar su ira. Algo de culpa se coló en esa expresión de enojo. Vino entonces adónde estaba parado.
-¿Y quién te dijo que no lo he hecho?, me preguntó, sin que fuera una pregunta en lo absoluto. Luego, me sonrió divertida para quitarse, como si nada, el anillo matrimonial.
-Ésta, me dijo, mostrándomelo, -es por todas las que me hiciste-.
Se lo guardó en el bolsillo. Parpadeé un par de veces, sin entender. O más bien, decidiendo si estaba en lo cierto o no con aquello que creía estar entendiendo.
Ella sonrió aún más. De hecho, se rió, abiertamente, de mi cara que aún no se recuperaba de la sorpresa.
-Deberías saber, con tanto tiempo que nos conocemos, que siempre he sido una muy buena mentirosa.
Su sonrisa triunfante había mutado. Ahora podía decir que me miraba con ternura. O, más bien, lívido.
-Supongo que tienes claro que no voy a dejar así las cosas, advertí, sin poder ocultar el alivio que me procuraba la noticia.
Chiarra se acercó aún más a mí, para decirme, risueña, en un susurro:
-Eso espero.
Aún sonreía con deseo, con los dientes de arriba mordiéndose el labio de abajo, cuando apoyó sus manos en mi pecho y su boca rozó la mía.
No pude empezar a pensar en cómo vengar mi orgullo herido, me dejé llevar por el sentimiento. La besé de nuevo en mucho, demasiado tiempo. Encontré que ese vínculo entre los dos, a pesar de todos nuestros errores, seguía allí.
Me sorprendía que ella fuera tan abierta y demostrativa, con su padre cerca. Tal vez no lo estuviera. De hecho, tenía el leve presentimiento de que esa fusión no existía, al igual que la nueva asistente del padre de Chiara que me había llamado y coordinado todo el viaje. Ambos, tenía el pálpito, eran tan falsos como cierto anillo de casada. Pero ya en ese momento, con ella rodeándome con los brazos, nada concerniente al trabajo me importaba en lo absoluto.
Noticia del autor: Luis Carranza Torres es abogado y doctor en ciencias jurídicas, profesor universitario y miembro de diversas asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria. Es autor de diversas obras jurídicas y de varias novelas. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y como autor de textos jurídicos por la Legislatura de la Provincia de Córdoba.