sábado 29, marzo 2025
sábado 29, marzo 2025
Comercio y Justicia

Ese primer hombre 

ESCUCHAR
Por Luis R. Carranza Torres

No me sentía a gusto allí. Era la primera vez que iba a ese bar y experimentaba, hasta las vísceras, ser un sapo de otro pozo. Todo era demasiado arreglado, ornamentado y pretencioso para mi modo de ser simple. Piso de mármol, paredes de madera trabajadas, suntuosas lámparas de cristal pendiendo de los techos. Hombres y mujeres acomodados, de mucha más edad que la mía, hablando banalidades. Todos medidos, impecablemente vestidos, invariablemente correctos. El ambiente me parecía antiguo, opresor. 

No era un lugar que hubiera elegido, y encima, temía que me hubieran dejado plantada.

Debía ser un festejo. De hecho, a la hora la había propuesto él y elegido el lugar. Acababan de ofrecerme ser socia en el estudio en el que trabajaba, uno del top cinco de Buenos Aires. En menos de una década de haber ingresado, sería la más joven y primera mujer entre los socios. 

Esa espera era algo recurrente en mi relación con él. Como terminar siempre por hacer lo que era de su gusto. Luego, su encanto conseguía de modo invariable que pasara por alto ese tipo de cosas. Llegadas tardes, ausencias, poca atención a mí.

Al parecer, mi éxito profesional iba de la mano con una mediocre vida sentimental. Que fuera igual a muchos en ese estudio de varios pisos del que pronto sería socia, no me consolaba. Terminé mi trago y pedí otro. No repetí el cóctel de limón y menta con vodka que había estado tomando. Quise, en cambio, un Old Fashioned. 

El barman -de camisa blanca y chaleco oscuro- me observó con cierta compasión. Era la única mujer allí, sentada en la barra, que no tenía compañía ni hablaba con nadie. 

Supongo que por eso me sirvió aún más de la medida doble. El vaso old-fashioned de contenido ámbar intenso quedó justo al lado de la copa de cóctel vacía. Se trataba de un cóctel elaborado con azúcar y bíter, además del whisky. Lo pedí servido en una bola de hielo con un twist de naranja, tal como lo recordaba de alguien.

Trataba de no ver de nuevo a la puerta por centésima vez cuando entró. No era el hombre que esperaba sino otro. El mismo del trago. Alguien que pensé había dejado atrás, superado hacía ya tiempo. 

Parecía como si lo hubiera llamado con la mente. Me fastidié por haber coincidido, pero no pude dejar de observarlo, de interesarme en él, aunque nuestra historia no hubiera sido nunca en los mejores términos. No parecía haber pasado el tiempo para él desde la última vez -hacía ya mucho- en que nos vimos. Apenas unas canas más en el pelo, alguna arruguita en los ojos. En apariencia, no parecía haber tanta diferencia de edad como la que en realidad teníamos.

El señor juez en persona. Una referencia en el fuero Civil, sobre todo enfrente de plaza Lavalle. Sonaba, incluso, para la Corte, cuando se produjera una vacante. Respetado, admirado, seguido en sus doctrinas por muchísimos, yo tenía en cambio mis personales razones para detestarlo. 

Me miró sorprendido. Debía ser la última persona que esperaba encontrar allí. Al parecer, mantenía ese gusto por relajarse luego de la jornada de trabajo, haciendo una parada en algún sitio, simplemente para sentarse allí y tomar algo. Solo, al azar, en vez de ir a casa donde lo esperaba en un tiempo ya lejano. Conocía, de sobra y para mi pesar, todas sus mañas. 

Seguía clavándome la mirada. Como yo a él. Entendí su duda sobre si era yo o no. Estaba arreglada muy distinta de cómo debía recordarme, si es que alguna vez lo hacía. 

Llevaba puesto un estilo elaborado, vistoso, a medida de quien esperaba y no de mis propias preferencias. Vestido de fiesta negro, con brillos y corte pronunciado en la espalda. Una más de las cosas que hacía por ese insensible que no venía, ni daba noticia alguna de por qué. 

Llevaba mi cabello rojizo recogido hacia atrás, en una especie de rodete algo suelto, con unos mechones sueltos, leves tirabuzones, a los lados del rostro, en lugar de libre como prefería. Maquillada con un rojo intenso los labios, ahumados los ojos en tono tostado, con pestañas bien definidas, negrísimas, algo curvadas. Como le gustaba al que esperaba.

Al fin, se acercó a donde estaba sentada. Debía odiar como me veía. Todo ese arreglo era algo muy lejos de ese estilo natural que a él siempre le gustaba ver en mí y que había exigido mientras me tuvo bajo su égida. Esa idea me provocó la primera sonrisa, solo a medias, en bastante rato. 

-¿Puedo sentarme?- preguntó, buscando acomodarse en el taburete vacío a mi lado. 

-Espero a alguien- le eché en cara. Aun pasado tiempo, varios años ya, seguía resentida con él. 

Igual, se sentó. No hubo saludos ni recordatorio de viejos tiempos pasados. Sólo una pregunta, que él formuló muy serio.

-¿Lo querés?-

Siempre fue directo para todo aquello que no tenía que ver con él. Me apresuré a contestar, con la mayor firmeza posible. 

-Por supuesto que sí-.

Mi respuesta fue automática, aun cuando tuviera mis dudas. No tenía la menor intención de mostrar ante él desventura alguna en mi vida. Esperaba simular ser tan feliz y despreocupada como los demás allí. 

Miró a mi copa con inescrutable atención, antes de proseguir el intento de charla. Yo tomaba el whisky como cóctel de esa forma extraña que había copiado de él. Vaya a saber qué le provocaría eso.

-Al parecer, ese sentimiento no es mutuo-.

Me sorprendí al escucharle decir eso. Me señaló entonces la copa vacía y el vaso old-fashioned a medio terminar, por delante de mí en la barra.

-Si le importaras, estaría ya acá. Además, todo este lugar no es algo que vos habrías elegido para nada-.

Como siempre, le sacaba la ficha a todo y a todos. Javier seguía sin aparecer ni dar noticia alguna, pasados ya 45 minutos de la hora fijada. Típico en él, siempre sumergido en su trabajo y sus amiguitos del fútbol. Mal que me pesara, yo era un apéndice, un complemento más de su vida como un lindo par de zapatos, que debía luchar por su atención, aunque lo tuviera al lado. Empezaba a cansarme ese estado de cosas, aun cuando fuera encantador si se lo proponía.

-No creo que seas el más indicado para hablar de amor. Defraudaste a todas las que cometieron ese error con vos- le dije, apenas disimulando el enojo.

Yo misma estaba en esa lista. No dijo nada respecto de mis palabras, como siempre pasaba sobre aquello que no le convenía hablar. Luego seguía como si nada. Tal como hizo al volver a hablarme.

-Lo mejor que puede pasar con alguna gente es que no esté en tu vida-.

Por lo visto, insistía en aconsejarme. Me refrené para no mandarlo al diablo. Habría sido un exabrupto que revelaría hasta qué punto seguía sintiendo cosas por él. Ni loca le iba a dar esa satisfacción.

-¿Lo decís por vos?- se la devolví, adicionando a las palabras una mirada de reproche.

-Sé que no tengo derecho…

-Exacto- lo interrumpí, algo exasperada, también por estar conversando con él como si nada, después de tanto tiempo y tanto ignorarnos. -No lo tenés. Lo perdiste hace rato-. 

-Que estés resentida conmigo, no justifica dejarte tratar de esa forma.

Fue una frase incómoda de escuchar. Era increíble como las palabras podían tener un efecto tan potente en la vida y los sentimientos. Pensé en por qué lo hacía; le dejaba pasar esas cosas a Javier. Necesidad de aprobación, de afecto, miedo a estar sola, qué se yo. Sentimientos que había tenido también con él, hacía mucho tiempo. Era con el primero que había mendigado cariño, antes de convertirlo en una conducta serial. 

-Como sea, es cosa mía- le enrostré.

Observé su reacción. No parecía molesto sino herido, hasta diría que preocupado. Por mí, al parecer. Debía estar alucinando o ser víctima de un espejismo. 

-Espero que entiendas que tu valor radica en vos, no por estar con otro. Sos maravillosa por vos misma, sin importar con quien estes. Si es que querés estar con alguien-. 

No contesté nada a eso. Mal que me pesara, sus palabras seguían sacudiéndome. Él me mantuvo la mirada por unos instantes, antes de decirme en tono de confesión:

-A veces dañamos a quienes queremos sin darnos cuenta. Por estar demasiado metidos en las cosas de uno. Y cuando lo advertimos, ya es tarde y el daño está hecho. Sé que son heridas difíciles de reparar y mucho más de perdonar-.

Asentí. Era la primera vez en la charla que concordaba en algo con él. Parecía emocionado, aun tratando de mantenerse en dominio de sí mismo. Me pasaba algo parecido. 

-No fui justo con vos- me reconoció. 

-Para nada-.

-Pero eso no quiere decir que no puedas ser feliz. O que tengas que jorobarte la existencia con alguien que no te merece. Viniste a esta vida a ser quien quieras ser. No le debes nada a nadie. Ni a él. Y menos a mí-.

Tenía razón en lo que decía, pero demasiado incómodo para reconocerlo en mi presente situación. Sobre todo, a él.

-Preferiría estar sola-.

Era mi turno de rechazar su afecto. Como él había sido indiferente al mío por tanto tiempo. 

Movió la cabeza, como asintiendo, para luego levantarse. Era tan escondedor en los sentimientos como yo. También en eso, como en otras cosas, me había moldeado. Más para mal que para bien.

-Me gustó verte-.

No le respondí nada. Sólo lo vi alejarse como si no quisiera hacerlo. Al otro extremo de la barra, cambió unas palabras con el barman para luego desaparecer tras la puerta que daba a la calle. Una que me quedé mirando más de la cuenta. 

Traté de volver a lo que estaba, antes que hiciera su acto de aparición. Miré mi trago a medias, sin poder quitarlo de mi interior. Muchas cosas se me removían por dentro.

Pese a todo lo sufrido por él, era asombroso cómo seguía teniendo una poderosa influencia en mí. Siempre había gozado del don de percibir las cosas como eran y de no dudar en decirlas. Todavía lo admiraba por eso, como seguía sin ser inmune a sus benditos consejos.

Podía estar muy herida con él, por todo cuanto me había hecho. O incluso más aún, por aquello que no hizo o dejó de hacer. Pero no podía dejar de aceptar que tenía razón con muchas cosas. 

La pantalla del celular se iluminó de repente, al tiempo que el aparato se movió al compás de un único zumbido. Era un mensaje de Javier por WhatsApp: “Me entretuve con unos amigos. Llego en media hora”

Mientras lo leía, me pregunté por qué antes había aceptado ese tipo de cosas. No una, sino muchas veces. Estaba en ese lugar por una ocurrencia de él, pasándola como el diablo en vez de festejar el mayor logro profesional de mi carrera. 

Seguí un impulso y en vez del habitual mensaje de aceptación y de que estaba todo bien, como en muchas ocasiones similares anteriores, esta vez escribí: “Mejor lo cancelamos”.

Terminé mi whisky e iba a guardar el celular cuando recibí otro mensaje suyo: “Estoy yendo. Esperame, Gordi”

Antes de la incómoda pero esclarecedora conversación con cierto hombre muy particular para mí, habría claudicado. Me habría sentido incapaz de contradecirlo. Habría permanecido allí, mirando cada dos minutos la puerta, esperando a que llegara. Embroncada y dolida, pero también necesitada de que estuviera conmigo.

Pero esta vez mi respuesta fue un lacónico “No”. Luego apagué el celular. No estaba furiosa con Javier. De pronto, no me movía nada el estar o no estar con él. Pensé, extrañada, lo fácil que había sido rechazarlo cuando antes se me antojaba imposible. 

Tal vez fuera porque todavía me sentía tocada por lo escuchado de quien acababa de irse; unas palabras que no podía quitar de mi cabeza. 

Me solté el pelo, que cayó, libre y volviendo a sus ondas. Con una servilleta de papel me saqué el rojo de los labios. Esperaba volver a verme como era todos los días. Mucho más simple, mucho más natural. 

Pedí la cuenta. El barman me miró, cómplice.

-El caballero con el que estaba ya la pagó-. 

Por algún motivo, ese gesto me hizo sonreír como hacía mucho tiempo no lo hacía. Dejé una propina y salí del bar, apresurada. No entendía el porqué de ir a buscar a quien había echado de mi lado y con el que permanecía resentida. Quizás, porque todavía tenía encima de mí muchas cosas de él. Además del gusto por cómo tomar el whisky. 

No tuve que rastrearlo mucho. Estaba a solo unos pocos metros de la puerta. En el borde de la acera, mirando a la calle, con el brazo derecho inquieto. Buscaba un taxi, supongo. 

Me acerqué, tímida como sólo él podía ponerme. Lo llamé, algo avergonzada. No sé por qué. O, sí, lo sabía. Con todo lo que pudiera reclamarle, siempre sería el primer hombre de mi vida. Aun no estando en ella. Incluso sin poder, ni querer, perdonarle ciertas cosas. Asuntos por los que él tampoco había pedido, ni buscado, perdón alguno. Sólo mi entendimiento.

Me miró, con extrañeza. Nunca pensó que yo estaría allí, buscándolo. Vi cómo se le nublaban los ojos. Pero sus sentimientos no pasaron de ahí. Aunque era mucho más de lo que me había demostrado siempre. 

La nuestra siempre fue una relación de silencios, de distancias. Mis ojos se nublaron también. 

Fue entonces cuando me acerqué y lo abracé sin aviso previo. Él se sorprendió en grande por ese gesto. Llevaba muchos años sin hacerlo. 

Lo besé con cariño, algo torpe por la emoción, un poco debajo de la oreja. Luego, le dije en un susurro:

-Gracias, papá-. 

Sobre el autor: Luis R. Carranza Torres es abogado y doctor en Ciencias Jurídicas, profesor universitario y miembro de diversas asociaciones históricas y jurídicas. Ejerce su profesión y la docencia universitaria en Córdoba y Buenos Aires. Es autor de diversas obras jurídicas y de varias novelas. En 2021 fue reconocido por su trayectoria en las letras como novelista y como autor de obras jurídicas por la Legislatura de la Provincia de Córdoba.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Leé también

Más populares

¡Bienvenid@ de nuevo!

Iniciá sesión con tu usuario

Recuperar contraseña

Ingresá tu usuario o email para restablecer tu contraseña.

 
Are you sure want to unlock this post?
Unlock left : 0
Are you sure want to cancel subscription?