viernes 22, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

Yrigoyen, el primer presidente democrático

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 Por Silverio E. Escudero

En un clima internacional complejo producto de la Primera Guerra Mundial y de los realineamientos continentales, el 12 de octubre de 1916 asumía la Presidencia de la Nación Hipólito Yrigoyen, el mítico líder de la Unión Cívica Radical, cuya influencia se mantiene lozana, pese a la claudicación ética y política de sus propios correligionarios.
Aquel 12 de octubre fue un día de excepción. Yrigoyen arribaba a la Casa Rosada construyendo un sólido liderazgo después de 30 años de trabajo político que terminó con la hegemonía del Partido Autonomista Nacional (PAN), dando inicio a un período de presidencias radicales que se extendió hasta 1930 cuando el propio Yrigoyen -entonces presidente por segunda vez- fue derrocado por un golpe de Estado encabezado por los generales José Félix Uriburu y Agustín Pedro Justo, hombres que, alguna vez, habían sido sus amigos y cofrades.
Sus enemigos cruzados formaban parte de la antigua oligarquía que aún rezume odio y rencor cuando se refieren a él y a sus seguidores. Lo acusan, lo responsabilizan de la decadencia argentina y de su propia pérdida de influencia, habida cuenta de que, cuando mudaron de cabalgadura en medio del río, eligieron insertarse en el peronismo para buscar cobijo y protección en un partido, en un movimiento de neto cuño conservador.
No sería justa esta recordación si no dijéramos que la revolución radical del 4 de febrero de 1905 fue la que sentó las bases para la apertura política que lograría consumarse en 1912 de la mano de Roque Sáenz Peña y con la elección del propio Yrigoyen como el primer presidente elegido democráticamente en el país. En Córdoba, las tropas del 8º de Infantería tomaron la Jefatura de Policía que se constituyó en sede del gobierno provisional, al mando del teniente coronel Daniel Fernández que, tomó, como rehenes, al vicepresidente de la Nación, José Figueroa Alcorta, y a Julio Roca (hijo), que oficiaba de secretario.
Pese a la derrota militar, los comités radicales se llenaron de nuevos adherentes. Se unían así al partido antisistema que recibía en su seno no sólo a jóvenes profesionales, hijos de inmigrantes sino a un conjunto de librepensadores y anarquistas que vigorizaron sus estructuras políticas, multiplicando las voces, que llegaron hasta los más remotos rincones del país.
Este crecimiento no pasó desapercibido en los ámbitos del PAN y sus satélites, que comenzaron a discutir los riesgos e inconvenientes de mantener estructuras políticas fundadas en el fraude y la coacción para alejar de la toma de decisión a las grandes mayorías populares. Los reformistas, encabezados por José Figueroa Alcorta y el Partido Modernista, se convencieron de la necesidad de promover una reforma electoral que permitiera elegir un gobierno absolutamente representativo. Reforma que encaró Sáenz Peña en medio de la ira de amigos y parientes que le acusaban de ser traidor a su clase, “de no saber qué hacer” o protagonizar un arranque romántico impropio de alguien que pertenece a la clase dirigente “con experiencia en la conducción del Estado para seguir influyendo directamente en las soluciones políticas ejerciendo una especie de tutela de nuestra incipiente democracia.”
El radicalismo introduciría una idea nueva en nuestra historia. Cuestión que abriría un inmenso cauce en el debate público. La idea de un sujeto político -escribe Graciela Ferrás- homogéneo como la Nación o el Pueblo asociado al líder político o al Partido (moderno y de masas) “aparece como una característica novedosa de la emergente democracia argentina. Si bien el Radicalismo nace como un partido de principios y esencialmente impersonal como recita su Carta Orgánica de 1890, para Hipólito Yrigoyen el radicalismo no era un partido político sino un movimiento; la Nación misma. Desde el principio esta idea está unida a la comprensión de la política como un apostolado. Yrigoyen aparece como el héroe restaurador enviado por la Providencia, tal como recita en Mi vida y mi doctrina (1923). Esta idea del apóstol y el sacrificio esta íntimamente conectada con concebir la Unión Cívica Radical como un movimiento, como “la religión cívica de la nación adonde las generaciones sucesivas puedan acudir en busca de nobles inspiraciones (…).”

Ese “héroe restaurador” marcará a fuego la historia política del país. Acaso sin saberlo estaba forjando una nueva forma de república, distinta, por cierto, de la aristocrática fundada por Julio Argentino Roca.
Y, después: “La política se dividió en partidos y nombres. Nadie ha encarnado mejor que Yrigoyen la voluntad de la masa anónima. Pero el yrigoyenismo era anterior y superior a él. Aunque haya encarnado la realidad trascendental y mágica en su persona, su mentalidad, sus actos, como apóstol y como mártir, quedó sin representar un sector de esa realidad. Por mucho que en él se hayan concretado tendencias latentes de las multitudes y que llegase a ser el paladín de un ideal de limitadas perspectivas”. Así lo describió Ezequiel Martínez Estrada, en Radiografía de la Pampa.

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