Por Osvaldo Entre Ríos (*)
En el libro Juan P. Ramos, Historia de la Instrucción Pública en la República Argentina (1810-1910) se cita: “En uno de los Libros Capitulares del antiguo Cabildo catamarqueño (de comienzos del siglo XIX) consta que Ambrosio Millicay, mulato del maestro de campo Nieva y Castillo, fue penado con veinticinco azotes, que le fueron dados en la plaza pública por haberse descubierto que sabía leer y escribir”. Esto sucedió en 1819.
Traspolar esa situación a nuestros días exige, en primer lugar, elucubrar sobre la historia y conocer lo que sucedía en nuestro suelo por esos tiempos y qué significado tenía la educación. La dedicación casi de manera exclusiva a lides castrenses en el período que va desde 1806 a 1820, de la cual surgió el fruto de la independencia, hace que esta época esté signada, con respecto al tema de la educación, en meros intentos individuales, no por eso prosaicos. Sin embargo, se apostó sólo a la formación académica y no es en verdad el tema que nos preocupa tratar. En realidad, el disparador del primer párrafo quiere hacer centro en lo que significaba la educación a principios del XIX, a qué franja etaria apuntaba, qué nivel social era merecedora de ella y fundamentalmente qué perseguía.
En una anterior publicación en Comercio y Justicia hice hincapié en lo que se centraba (o quizás aún se centre) la formación académica en estas pampas, y su utilización como instrumento o herramienta de poder. No sólo como universo de aptitudes para dirigir sino también como elemento per se para estar ubicado en las más altas esferas sociales, para SER. La anécdota de Ambrosio muestra un hecho que para nada era aislado y que significaba la exclusión de ciertas clases de las mieles del Saber.
Siempre han corrido ríos de tinta sobre lo que le proporciona al ser humano el ser instruido, pero por contrapartida se ha escrito mucho menos sobre lo que significa, para otros, que no lo esté. En los primeros ensayos constitucionales tibiamente se hace alusión a una Educación universal e inclusiva, pero no dejan de ser esbozos sin plasmar en letra. En el Estatuto de 1815 se revocó el decreto de 1813 que prohibía el castigo a los alumnos por los maestros de enseñanza media y educación pública, y aquí cabe una paradoja: había azotes por no estudiar para los que estaban en el sistema y también había azotes para los que no debiendo, estudiaban.
Para no hacer tediosa la lectura ni transformarla en una clase de historia, sólo agregaré que debemos saber que fueron épocas de profusa anarquía política y de vaivenes sociales muy marcados, que en muchos casos superaban a algunos decretos “positivizados”, que al no tener un sustento natural eran difíciles de aplicar. Basta como ejemplo la libertad de vientres, dispuesta en 1813 y que, sin embargo, llevó décadas en plasmarse en la realidad.
Traspolando el castigo que sufrió Ambrosio hace casi dos siglos a nuestros días, quizás debamos interpretarlo de otra manera y verlo como los derechos que sólo poseen algunas minorías, que cuando son conquistados por la mayoría causan revuelo. A lo mejor, en estas épocas los “azotes” se merezcan por otras razones que no son las de saber leer y escribir.
Hemos dejado atrás el tiempo en que así como causaba orgullo en quien lo decía, causaba un odio solapado en algunos que lo escuchaban, y me refiero al trascendental “m’hijo el dotor”. En la actualidad, SER pasa por otros bemoles, entonces el “pecado” de Ambrosio no afectaría tanto por el conocimiento en sí sino por la universalización de algunos derechos reservados a unos pocos.
El crecimiento económico individual, tomado como cima de realización, desplaza la Educación como método de “castizar” en nuestros tiempos y, si bien en algunas épocas de nuestro siglo próximo pasado se ha procurado una mayor igualdad o por lo menos atenuar la desigualdad, poco se ha hecho por lo que verdaderamente transforma una sociedad, que es la equidad.
El “Gordi” de Landrú inevitablemente, una vez llegado a serlo, desprecia al mersa que no llegó y si puede le pone zancadillas. Por otro lado, debemos tratar de poner las cosas en su lugar y preguntarnos cuáles son, a ciencia cierta, los peldaños por los cuales mereceríamos azotes al escalarlos y si valen la pena cuando tomamos conciencia y vemos que son meros espejos de colores que sólo alimentan vanidades o bizarras opciones para llegar a SER.
Se trata de un cúmulo de cosas por las que luchamos, pensando que nos dan entidad como personas o que nos perfilan la esperanza de “ascenso social”. En algunos casos, el esclavo moderno lo es a conciencia y ya no de otros congéneres sino de si mismo y de una ambición que no traspasa los límites que su propia nariz puede oler.
Llegado este punto y tratando de meternos en la cabeza de Millicay, deberíamos tratar de saber qué significó para él descifrar los códigos de la escritura y si hay puntos de comparación con nuestros deseos de conquista de derechos.
Hoy, ¿valdrían la pena los azotes?
(*) Ensayista. Autor de Carta de leones a corderos (Mención de Honor del Fondo Nacional de las Artes)