Por Silverio E. Escudero
Los detrás de la escena a veces sorprenden. La imagen de Jane Fonda detenida a los 81 años retrotrajo nuestra memoria a tiempos de la guerra de Vietnam. Época en la que, en la vanguardia de los resistentes, podían descubrirse los rostros de Henry, Jane y Peter Fonda, una familia de tenaces luchadores contra todo tipo de autoritarismos.
Los presidentes de EEUU, los integrantes del Congreso, las direcciones de los partidos Demócrata y Republicano y los gobernadores temblaban ante el verbo encendido de una bellísima Jane, trepada sobre los hombros de otros militantes, mientras los desafiaba a debatir -en el terreno que quisieran- las razones por las que Estados Unidos combatía en Vietnam.
Resultó al menos curiosa la mezcla política y racial que provocó su presencia en las tribunas que se multiplicaron en las universidades y ganaron las calles de pueblos y ciudades.
Un extraño colectivo conformado por hombres que ¿a sabiendas? de que serían carne de cañón se encargaban de acusarla de agente del comunismo internacional y de estar subvencionada por grupos antinorteamericanos.
En esa tarea vil se unieron, pese a sus diferencias raciales, políticas y filosóficas la Asociación Nacional del Rifle, el Ku Kux Klan y grupos de afroamericanos de reconocida militancia de ultraderechista. A ellos se sumaron puertorriqueños, “chicanos” y centroamericanos que, convocados a las armas, fueron protagonistas de una historia diferente, distinta de la que cuenta la cinematografía “yanqui”.
Terminada la guerra de Vietnam, Jane Fonda emprendió una gira mundial en pos del desarme. El Gobierno argentino en manos de la señora María Estela Martínez de Perón y de José López Rega le prohibió el ingreso al país y ordenó que las Fuerzas Armadas reforzaran la custodia de las fronteras.
Esa actitud fue imitada por otros países de la región, pero no pudieron evitar que circulara casa por casa una película en la que Fonda invitaba a militar en contra del armamentismo, rodeada de figuras de la cultura de fama universal. Una copia llegó a nuestro poder de manera accidental.
Nuestro archivo y biblioteca está de parabienes. Encontramos en un álbum gigantesco de fotografías una bellísima veinteañera, desafiante y con el puño en alto cuando el FBI la detuvo en la frontera con Canadá con el falso cargo de tráfico de droga. Retornaba a EEUU después de participar en una multitudinaria asamblea antibélica celebrada en la ciudad de Québec.
El cargo por el cual fue detenida fue hasta infantil. Nada tenían para incriminarla. Al descubrirse la maniobra, el FBI aseguró haber actuado por una orden directa del presidente Richard Nixon al que el apellido Fonda le resultaba profundamente indigesto.
La oficina de prensa de la Casa Blanca, un tanto desesperada, cambió cuatro veces la versión de los hechos.
En la práctica no pudo justificar el accionar ilegal del presidente Nixon. Un procedimiento que reiteraría en el caso Watergate.
Con el correr de los días un cronista del The New Yorker, autor de una saga sobre los presidentes estadounidenses, develó el misterio.
Nixon odiaba visceralmente a Henry Fonda y su prole porque el celebérrimo actor ridiculizaba en el teatro la participación del presidente en la Segunda Guerra, jugando con el testimonio de los camaradas de Nixon, que se reían de su habilidad para escabullirse del frente en los momentos calientes del combate o cuando se sucedían bombardeos aéreos.
Volvamos a nuestro objeto central. Jane no se quedó quieta. Siguió profundizando su compromiso con los movimientos sociales y políticos que caracterizaron las décadas de 60 y de 70 del siglo anterior. Fue influenciada por una fuerte corriente de intelectuales franceses antibelicistas.
Las manifestaciones por la vigencia igualitaria de los derechos civiles en Estados Unidos no le fueron ajenas. Marchó tras Martin Luther King, se declaró seguidora de Rosa Parks y fue a Seattle para unirse al grupo de nativos americanos liderados por Bernie White Bear, un activista indio oriundo Seattle, cofundador de la Junta de Salud Indígena de Seattle (SIHB) y la Fundación de los Indios Unidos de Todas las Tribus y el Centro Cultural Daybreak Star, que reclamaban la restitución de sus tierras en los conglomerados urbanos.
Pronto nuestra heroína comenzó a aparecer en la lista de los enemigos públicos de mayor peligrosidad. Junto a Angela Davis encabezó el listado de mujeres cuyas cabezas tenían precio. Se la consideraba miembro activo de las Panteras Negras. Y en su afán de remar contra la corriente y desafiar al poder inició colectas para sostener la defensa jurídica y política de los detenidos. Siendo una perseguida política se atrevió a visitar en prisión a Davis, en 1971 y el poder vaciló ante su presencia.
Entendió como pocos el cambio del humor social y las reacciones contra la guerra. Enfrentarla era un hecho revolucionario; la consagración de la rebeldía. Rebeldía que recorrió las arterias del mundo. Rusos y estadounidense se ocuparon de ella. Ateridos de miedo porque eran millares, millones de jóvenes que levantaban sus banderas. Ésa fue la razón por la cual la industria del cine la castigó con el silencio por más de cinco años.
Pero la niña que amaba los caballos y la libertad construye escenarios propios. Cuando nadie se preocupaba por la cuestión de género estaba ella. Donó 12,5 millones de dólares a la Facultad de Educación de la Universidad de Harvard en 2001 para financiar una investigación sobre el papel de género en la educación. En su discurso sorprendió al auditorio que aún no para de aplaudir. Allí dijo: “Si los penes fueran capaces de hacer lo que hacen las vaginas, el servicio postal los pondría en sellos”.
Pero no quedó allí. Se comprometió personalmente en el programa que auspiciaba. Así logró reunir las evidencias necesarias para retirar el donativo porque la alta casa de estudios había cancelado la investigación que patrocinaba y destinado los fondos a otro tipo de actividades.
Dirían nuestros mayores “le movieron la cadena al león”. Ordenó a su cuerpo de abogados que iniciaran acciones legales en contra de los directivos. La propia universidad, además de no encontrar justificativos de su conducta, debió responder ante otros filántropos que hicieron causa común con la actriz. Harvard estuvo a punto de quebrar.
Por estos días ha vuelto a la primera plana de los medios de comunicación y, como otrora, se ha convertido en un enorme ícono; un dolor de cabeza para los republicanos y la administración Trump. Todos los viernes es arrestada en las escalinatas del Capitolio mientras protesta por la decidia de los gobiernos para contener el cambio climático y el efecto invernadero.
En las redes ha desatado una auténtica batalla. Un ejército de trolls sostenidos con el erario lanza todo tipo de campañas difamatorias que caen en saco roto. Son cada vez más los estadounidenses que se dan cita frente al Congreso de los Estados Unidos para ser testigos de cómo detienen a una anciana que decidió cargar sobre sus hombros –cual si fuera Atlas- la más antigua de las preocupaciones desde el comienzo de los tiempos: cuidar su única e irreemplazable nave espacial.
“Ésta es una crisis colectiva que exige una acción colectiva ahora”, clamó Fonda antes de uno de su arresto y anunció que ella y otros activistas regresarían al Capitolio todos los viernes a las 11 “llueva o haga sol o nieve o una tormenta o lo que sea”. Cuestión que ha cumplido escrupulosamente.
Por nuestra parte, sumamos nuestra voz a esa cruzada, exigiendo que en nuestra ínsula acabe el desmonte del bosque nativo, se controle la emanación de gases invernadero y, de una vez y para siempre, el municipio de Córdoba restrinja el ingreso de automóviles al área central para disminuir la carga de contaminantes y prevenir las enfermedades pulmonares que afectan a la mayoría de los cordobeses. ¿Señor intendente entrante, será posible que se atreva a hacerlo?