viernes 22, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

Una ley ignominiosa

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Por Luis R. Carranza Torres

Fue una muestralamentable de un tiempo de represión legislativa de las ideas

Fue una de las leyes estadounidenses emblemáticas de un tiempo en que se pretendió echar mano a la norma jurídica para desterrar las ideas que no gustaban. La “Butler Act”, también llamada “Anti-Evolution Bill”, era de ese tipo. Una norma tan hipócritamente moralista como agraviante de los derechos individuales, equiparable a la sanción, cinco años antes, de la enmienda constitucional denominada “ley seca”, que prohibía en la Constitución tomar alcohol, en todo el país.
Es que en la década que comenzó en 1920, Estados Unidos distaba mucho de ser el paraíso de la libertad y la democracia del que frecuentemente se ufana. En la realidad de las cosas siempre ha distado mucho de ese eslogan, sólo que en esa época se hizo mucho más evidente. Todavía no lo disimulaba, como pasaría luego y hasta el presente.
En el año 1925, el granjero y miembro de la Cámara de Representantes de Tennessee, John Washington Butler, devoto feligrés de la iglesia Baptista Primitiva, tan convencido estaba de que la Biblia debía tomársela en sentido literal respecto de cómo se había producido la creación, que buscó prohibir por ley que cualquier otra persona enseñara algo distinto.
Redactó entonces un proyecto de ley prohibiendo la enseñanza de la Teoría de la Evolución en todas las universidades, escuelas normales y todas las demás escuelas públicas de Tennessee que estuvieran sostenidas en todo o en parte por los fondos públicos escolares del Estado.
En su texto se establecía además que en el estado de Tennessee sería ilegal “enseñar cualquier teoría que niegue la historia de la Creación Divina del hombre como enseña la Biblia, y enseñar en su lugar que el hombre desciende de un orden inferior de animales”, estableciendo penas de multas de entre 100 y 500 dólares para los infractores que osaren contravenirla.
A Butler esa idea no le había surgido de repente. Tres años antes, en su campaña electoral de 1922, se había comprometido a trabajar como legislador “para proteger a los escolares de las ideas evolucionistas” publicadas por Charles Darwin. Era público y notorio que lo llevaría a cabo y en los tres condados al noreste de Nashville, sobre el límite estatal con Kentucky, lo votaron prácticamente a dos manos. El fanatismo, en este caso, no era una cuestión sólo de políticos. Existía un electorado por detrás que lo avalaba.
El texto de Butler fue aprobado por amplia mayoría por la Cámara de Representantes, equivalente a la nuestra de diputados, y luego, el 13 de marzo de 1925, recibió su aprobación por el Senado de Tennessee en una votación de 24 votos contra 6.
Una semana después, el 21 de marzo, el gobernador Austin Peay estampaba su firma en el “Bill” promulgando la norma y haciéndola entrar en vigencia. Una sorpresa para muchos: aunque el mandatario era también un cristiano devoto, tenía tendencias mucho más liberales que el autor de la norma. Lo cual, si vamos al caso, no era muy difícil en virtud de la intransigencia de Butler, quien le decía a todo aquel que quisiera oírlo que 99 personas de cada 100 en su distrito pensaban como él, y que no conocía “a uno solo en todo el distrito que piense que la evolución, es decir, del hombre, pueda ser de la manera como la cuentan los científicos”. A juzgar por los números de las votaciones en el Capitolio del Estado, sus dichos eran algo cercano a la verdad.
Como explica Adam Shapiro en su libro Trying Biology: The Scopes Trial, Textbooks, and the Antievolution Movement in American Schools, publicado por la Universidad de Chicago en 2013, la teoría de Darwin no era algo nuevo en la época pero sí la expansión de la escolarización obligatoria en los sectores rurales de Estados Unidos, que suponía la irrupción de la ciencia en ese orden social, tradicionalmente dominado por la religión.
En opinión de dicho autor, la “Butler Act” fue “en parte una protesta y en parte una conciliación política”, un intento de quienes se sentían amenazados en sus creencias por demarcar lo que hoy diríamos una “zona de confort” para ellas. Claro está, a costa de los derechos a conocer de los demás. Por tal motivo, sin apoyarla, el gobernador Peay la promulgó en la idea de que calmaría los recelos de las comunidades rurales y no presentarían oposición a la construcción de nuevas escuelas y la formación de profesores en sus comunidades.
Esperaba, asimismo, que la norma pasara inadvertida. Que quedara, como tantas otras, en letra muerta. Sucedió todo lo contrario: al tomar estado público la noticia, la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles se ofreció para defender a cualquiera que fuera enjuiciado por infringirla. Tal ofrecimiento llegó a oídos, en la pequeña localidad de Dayton, de George Rappleyea, ingeniero y director de la Cumberland Coal and Iron Company. Al combinar creencias y conveniencia, logró convencer a los líderes locales de las ventajas de llevar adelante un juicio sobre el tema. Además de la oportunidad de manifiestar el rechazo a la norma, la publicidad ayudaría a revitalizar su alicaída economía. Y en la búsqueda de un posible culpable, persuadió a un profesor sustituto de biología, de 24 años, llamado John Scopes, de que permitiera ser acusado por dicha infracción.
Se estaba a las puertas de un juicio que jalonaría la historia jurídica de la libertad de pensamiento en nuestro mundo actual.

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