Gaviola es el “Primer astrofísico argentino y maestro de integridad. Trabajó sin pausa y con poco éxito por el adelanto y en contra de la farsa y la corrupción, lo que le ganó la hostilidad de los mediocres y la gratitud de quienes aún tienen fe en el país”.
Mario Bunge
Por Silverio E. Escudero
Hace años, en una singular escalera de la ciudad de Córdoba, sostuve un diálogo con el inolvidable Telasco García Castellanos -quien fue presidente de la Academia Nacional de Ciencias- en el cual, ante el asombro de quienes compartían el momento, dibujó en el aire los perfiles de hombres y mujeres quienes, además de transitar nuestras calles, prestigiaron con su talento la ciencia argentina.
Desde ese momento, pese a las lecturas previas, Enrique Gaviola (Don Enrique, como le llamaban con respeto y admiración sus amigos) ocupa un lugar destacado en mi canon de personajes históricos. Y así sumé su nombre a los temas de investigación preferente.
Es uno de los “malditos” de la historia de los argentinos, sobre quien pesa una condena de silencio y ocultamiento. Castigo que le habría sido impuesto porque cuenta la leyenda que, alguna vez, prefirió cumplir su turno de observación frente al telescopio que asistir y soportar un imprevisto e innecesario besamanos a un presidente de la Nación, que vagaba sin rumbo por las sierras de Córdoba y se le antojó hacer una posta en el Observatorio Astronómico.
O porque supo increpar a la sociedad y a los partidos políticos -como a las fuerzas armadas cuando ejercieron el poder de facto- por no elegir adecuadamente sus representantes y funcionarios que, una vez encerrados en su nuevo cubil, olvidan las necesidades del conjunto y muestran la mezquindad del sistema político argentino -salvo honrosas excepciones- y el profundo desprecio por la investigación científica y el desarrollo tecnológico, recortando los siempre escasos presupuestos mientras cercenan la formación de investigadores en beneficio de intereses subalternos jamás explicitados.
“Los hombres de ciencia -Enrique Gaviola explicaba con extremada paciencia en 1944- son escasos en cualquier país. A veces, debido a la política miope de los gobernantes de un país dado, una parte de sus mejores hombres emigra y le es posible a otra nación inteligentemente dirigida adquirir algunos ‘cientistas’ formados, con experiencia y en actividad. Pero este caso es poco frecuente. En condiciones normales, es prácticamente imposible importar `cientistas´ formados de primera línea. Algunos de segunda y muchos de tercera pueden obtenerse. Estos últimos hacen más mal que bien, según dice (James Bryant) Conant, a menos que estén guiados o dirigidos por `cientistas´ de primera línea”.
Esa cuestión retomó cuando, el 15 de julio de 1947, presentó -hastiado- su renuncia a la Dirección del Observatorio Nacional Astronómico de Córdoba (ONA). Ocasión que aprovechó para hacer una reseña de sus padecimientos y de su compleja relación con las autoridades nacionales, sintetizada en sus requerimientos sin respuesta de fecha 14 de diciembre de 1944 y 12 de mayo de 1947.
He aquí algunos párrafos político-científicos de esa renuncia que nos increpan como Nación: “Al elevar mi renuncia a V.E., después de diez años de labores en el ONA, lamento no poder decir, como Gould: `En toda mi larga permanencia en Córdoba, jamás se me ha rehusado solicitud alguna´ (…) La independencia científica es, a la larga, la base de la independencia industrial y ésta, a su vez, el cimiento de la independencia económica. La independencia científica es, también, la base de la independencia cultural, pues la cultura moderna es cultura científica”.
“La labor científica del ONA ha sido calificada por el profesor (George David) Birkhokk, Decano de la Universidad de Harvard, como `la verdadera declaración de la independencia científica argentina.´
Pero estamos aún lejos de haberla logrado; hemos asentado apenas la piedra fundamental. Para completar la independencia política fueron necesarios más de cien años. Para consolidar la independencia científica e industrial se necesitará no menos de una generación, si se sigue una política adecuada. La política actual con respecto a la ciencia pura y aplicada no lo es. Corremos el riesgo de seguir siendo colonia científica y cultural”, agrega.
“Si el Observatorio ha de convertirse ahora en una oficina burocrática más, a pesar del propósito expresado por Sarmiento al inaugurarlo en 1871: `Yo digo que debemos renunciar al rango de Nación, o al título de pueblo civilizado, si no tomamos parte en el progreso y en el movimiento de las ciencias naturales´; si sus funcionarios y empleados han de ser botín de `cuñas´ electorales, deseo que ello no suceda bajo mi dirección. Por eso ruego a V.E. que acepte mi renuncia”, expresó con crudeza Don Enrique.
Su renuncia fue una divisoria de aguas. Despertó una ola de reproches e indignación entre ese núcleo “monstruoso” de los autodenominados científicos puros, incontaminados de la realidad, que han sido, son y serán las primeras víctimas de los vaciamientos de los organismos científicos por parte del Estado. Esta vez aupados por caudillejos políticos ligados al partido gobernante que pretendía unanimidad y obediencia hasta de las leyes eternas.
Tanto que, uno de ellos, en un acto organizado por la principal unidad básica del antiguo Barrio Seco de la ciudad de Córdoba, aseveró, invadido por un estallido místico, que la renuncia de Gaviola era buena noticia porque “ese tipo atentaba en contra la intimidad de Dios”. ¿Pensaría acaso este buen cristiano que los astrofísicos del ONA, en su afán de explorar allende los planetas y estrellas, sorprenderían al Dios Padre en camiseta?
¿Quién es este Gaviola, con fama de gladiador incorruptible, que se sienta por derecho propio en el primer banco de un aula imaginaria a la que concurren a clase físicos, matemáticos, astrónomos, químicos, científicos de todas las nacionalidades y de aquilatada fama y reconocimiento?
¿Qué le hermanaba a los Premio Nobel James Frank y Max Born, Max Plank, Max von Laue, Albert Einstein y Walter Nernst?
Su tesis de graduación, dirigida por Max von Laue y Walter Nernst, obtuvo la calificación de sobresaliente “Magna cum laude” y el 6 de junio de 1926 asistió a la ceremonia ritual de graduación como Philosophiae Doctoris et Artium Liberalium Magistri, de la Friedrich Wilhelms Universität de Berlín.
En 1930 regresó a Argentina para trabajar en la Universidad de Buenos Aires, donde revolucionó los métodos de estudio y dio gran impulso a los trabajos experimentales. Logró además que se dictaran por primera vez electromagnetismo, termodinámica de la radiación, teoría cinética y teoría cuántica, que hasta el momento no se encontraban incorporadas al plan de estudios.
Inició una prédica por el desarrollo científico del país y ocupó importantes cargos, como el de director del Observatorio Astronómico de Córdoba, y profesor en varias universidades, como la de Buenos Aires, donde dirigió la cátedra de Físico-Química en la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales (1930-1936). También impulsó la creación de la Asociación Física Argentina en 1944, que presidiría, y del Instituto de Matemática, Astronomía y Física (IMAF) del Observatorio Astronómico de Córdoba, creado el 15 de noviembre 1956 para apoyar las actividades del observatorio.
Don Enrique, a quien Argentina le debe su reconocimiento, fue una de esas raras avis que la mediocridad circundante no pudo destruir.
A pesar de nuestro empeño, no hemos podido encontrar las razones por las que el general Juan Domingo Perón, junto a sus amigos y socios ideológicos Anastasio Somoza, Francisco Franco, Alfredo Stroessner, Rafael Leónidas Trujillo, Marcos Pérez Jiménez y António de Oliveira Salazar, le cerró el camino hacia el Premio Nobel a pesar de la infructuosa resistencia de su canciller, Juan Atilio Bramuglia, y de los ministros Ángel Borlenghi y Ramón Carrillo.
¿Quién nos ayuda a desentrañar tamaño intríngulis?