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Un interrogador de misterios

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El derecho y sus preguntas incómodas nunca están ausentes en la trama de sus novelas

Joël Dicker escribe en francés, ambienta por lo general sus tramas en la costa este de Estados Unidos y se ha convertido en un autor de superventas a escala global.  

Nacido en Ginebra un 16 de junio de 1985 bajo el signo zodiacal de Géminis, no por nada, asociado al intelecto y la comunicación. Suizo francoparlante, los veranos pasados en buena parte de su niñez en la costa este de Estados Unidos, darían luego la localización de varias de sus novelas.

Aunque conoce poco de América Latina, en una entrevista a la BBC en 2017 dijo: “La lectura de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, me inspiró a convertirme en escritor».

Estudió Derecho en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad de Ginebra. Fundada por el propio Juan Calvino en 1559, el derecho fue parte de su oferta académica desde sus inicios como seminario teológico, aún antes de establecerse como universidad. El lema de la casa de altos estudios era “Post tenebras lux”. Después de la oscuridad, la luz. Le venía como anillo al dedo en su búsqueda de un lugar en el mundo.

Todavía siendo estudiante de derecho, en 2009, concluyó una novela llamada Los últimos días de nuestros padres, donde cuenta la historia una rama secreta del Servicio de Inteligencia Británico durante la Segunda Guerra Mundial. A pesar de sus intentos, ningún editor quiso publicarlo.

Cuando se graduó como abogado en 2010, la envió a concursar para el Prix des Écrivains Genevois y lo ganó, aunque sólo fue publicada dos años después. Entraba, al fin -por la puerta grande- al mundo de los escritores editados. 

Ese mismo año, 2012, aparece su segunda novela, La verdad sobre el caso Harry Quebert, que se convierte en un éxito de ventas con más de seis millones de copias, dos de ellos sólo en Estados Unidos, siendo traducida a 33 idiomas y obteniendo, también en ese año, el Grand prix du roman, otorgado nada menos que por l’Académie française.

En uno de los diálogos más jugosos de ese libro, entre Benjamín Roth, abogado de Harry Quebert y el protagonista, Marcus Goldman, tras decirle el primero al segundo que “sería un buen abogado”, se explaya sobre la particular concepción de la dimensión jurídica de Estados Unidos: “Es lo maravilloso del derecho en Estados Unidos, Goldman: cuando no hay ley, se inventa. Y si alguien le busca las cosquillas, se presenta usted ante la Corte Suprema, que le da la razón y publica una sentencia con su nombre: Goldman contra el Estado de New Hampshire. ¿Sabe por qué tienen que leerle sus derechos cuando le arrestan en este país? Porque en los años 60, un tal Ernesto Miranda fue condenado por violación basándose en su propia confesión. Pues bien, figúrese que su abogado declaró que era injusto porque el bueno de Miranda no había ido mucho al colegio y no sabía que la Bill of Rights le autorizaba a no confesar nada. El abogado en cuestión montó todo un guirigay, apeló a la Corte Suprema y todo eso, ¡y resulta que el muy idiota va y gana! Confesión invalidada por la famosa sentencia Miranda contra el Estado de Arizona y, a partir de entonces, la obligación para todos los polis de soltar eso de: “Tiene derecho a permanecer en silencio y a llamar a un abogado, y si no puede pagarlo, tiene derecho a un abogado de oficio”. En fin, que todo ese rollo idiota que se escucha siempre en el cine ¡se lo debemos al amigo Ernesto! Moraleja: la justicia en América, Goldman, es un trabajo en equipo, todo el mundo puede participar. Así que tome posesión de esta casa, nada se lo impide, y si la policía tiene la cara de venir a molestarle, le dice que hay un vacío jurídico, les menciona la Corte Suprema y les amenaza también con pedir daños y perjuicios. Eso siempre asusta. Aunque yo no tengo las llaves de la casa, claro”. 

También con trasfondo jurídico fue su siguiente obra, en 2015: El libro de los Baltimore. Vuelve a rescatar en su trama al escritor Marcus Goldman, que va a pasar en Baltimore con su primo Woody el último día de libertad antes que entre en prisión por un crimen con muchos claroscuros. Allí también está uno de sus mejores personales secundarios: el abogado Leonard Horowitz.

Luego aparecería en 2018, su obra La desaparición de Stephanie Mailer, y en 2020 El enigma de la habitación 622, ambas con varias centenas de páginas de intriga y preguntas incómodas con el trasfondo de un delito. 

Cuando le preguntan si alguna vez regresará a la práctica de la abogacía, que dejó por las letras, dijo: “No lo sé. Quiero seguir disfrutando de lo que me gusta: pintar y tocar la batería. Y que en diez años nos volvamos a ver y yo haya publicado muchísimos libros”. La frase es de 2013. Bien puede decirse que lo ha logrado razonablemente. 

Buena parte de su éxito reside en trasladar al papel y a la trama las preguntas que todos nos hacemos ante los hechos que nos conmocionan o no terminamos de aceptar o entender. Cómo es que pasan ciertas cosas, o por qué personas en apariencia normales traspasan  toda línea de cordura.

Nos ha pasado algunas veces en el estudio, en varios casos, de preguntarnos: “¿Por qué hizo eso?”, o frente a un hecho del que se sabe poco “¿Qué pasó acá?”. Se trata de las dos preguntas claves de la indagación jurídica respecto de los hechos difusos. Es que, en esas situaciones de la práctica jurídica, como Dicker frente al papel, un abogado termina siendo, en no pocas situaciones, un interrogador de misterios.

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