Su participación en la Alemania Federal dela posguerra fue determinante para convertirla en un Estado de derecho
Por Luis R. Carranza Torres
Manfred Rommel, en la Alemania ocupada de la posguerra, cargaba -además de su propia historia- la de su padre. Era el único hijo del mariscal de campo Erwin Rommel.
Como toda su generación, vivió los horrores de la guerra en la artillería antiaérea de la Luftwaffe teniendo que presenciar, además, a la edad de 15 años, que su padre fuera forzado al suicidio por orden directa de Aldolf Hitler.
Por todo eso, aprendió desde muy joven, muy pronto y en la peor de las formas, ciertas cuestiones inherentes a la vida. Por eso, apenas liberado del campo de prisioneros, volvió a sus estudios. En la Universidad de Tubinga estudió Derecho y Ciencias Políticas. Luego, en 1956, concursó para funcionario público del estado de Baden-Württemberg, de donde era oriundo. Escaló en la administración de éste hasta ser secretario de Estado.
En 1974, Rommel se convirtió en el sucesor de Arnulf Klett como Oberbürgermeister (alcalde) de Stuttgart, la ciudad que lo había visto nacer. Ganó por un nada despreciable 58,5% de los votos en la segunda vuelta. Algo que mostraba a las claras la adhesión que su figura convocaba. Permaneció en el cargo hasta 1996. Contrario a la regla que habla de un desgaste en el poder, Manfred fue reelecto en primera vuelta cada vez con mayor número de votos: 69,8% en las elecciones de 1982 y 71,7% en las de 1990.
Como alcalde siempre gobernó con un estricto control sobre las finanzas públicas, evitando que se dispararan los gastos e insistiendo en la reducción de la deuda pública. Bajo su administración, la ciudad tuvo un cambio de imagen radical: grandes avances en la infraestructura local, especialmente en el desarrollo de carreteras y optimización del transporte público, por ejemplo. También fue un tenaz defensor de la mejora en las relaciones franco-alemanas, a fin de dejar atrás una enemistad de siglos.
A pesar de pertenecer a un partido ortodoxo y conservador como la Unión Demócrata Cristiana (CDU), siempre se mostró heterodoxo y liberal. Privilegió permanentemente el diálogo y la convivencia pacifica, incluso por encima de sus convicciones personales o religiosas. Al igual que su padre entre los generales alemanes, Manfred fue también considerado un rebelde dentro de las propias filas de su partido, lo que le trajo algunos contratiempos pero, también, el ser tenido por una figura con quien se podía acordar, de parte de todo el arco político alemán.
Tuvo muestras de ese carácter a lo largo de toda su vida. No le importó, por tal causa, enfrentarse a la opinión pública imperante. Tenía una visión general y de largo plazo que, a la larga, terminaba por ser aceptada.
Cuando terroristas militantes del ejército rojo se suicidaron en la cárcel de Stammheim, en Stuttgart, en 1977, contra gran parte de esa opinión pública el insisitó en que tuvieran un entierro digno en el cementerio municipal. En 1989, luego del asesinato de dos policías por un refugiado africano, dio uno de sus más brillantes discursos, en el que dejó claro que debían evitarse las generalizaciones que promovían embozadamente el racismo. No se podía echar la culpa al que no la tiene, expresó, para luego agregar que “el asesino podía haber sido un blanco o un suabo”.
También, su estatura moral salvó de grandes males la ciudad. En los años de tensión racial con la minoría turca, luego de disturbios en los que se incendiaron varias casas de ciudadanos de esa nacionalidad, se produjo una gran concentración de protesta. Ante una multitud enojada de 40.000, Manfred se dirigió a la concurrencia pidiendo calma, sin medias tintas. Ironizó sobre un tema tabú en Alemania, aún hoy: la pureza racial. Afirmó con sorna que, ante una prueba de sangre, él sería el primer rechazado. La tranquilidad, aunque tensa, retornó a la ciudad.
No fue el único tema tabú que se atrevió a desafiar. Sus declaraciones a favor de la doble nacionalidad, algo que su partido sigue negando hoy en día, no le cayeron bien a casi nadie.
En los últimos días de su vida libró acaso su más difícil batalla, contra enfermedad de Parkinson, que lo obligó a dejar el gobierno en 1996. “Cuando me levanto, es necesario un enorme esfuerzo de voluntad, entonces empiezo a temblar, y comienzo a escribir cada vez con letras más pequeñas, cada vez menos legibles¨, confesó. Pero eso no le impidió tener una considerable producción literaria, de varios libros sobre política y economía, incluyendo sus memorias en 1998.
En un acto celebrado en 1996 en el Teatro Estatal de Würtemberg, recibió de manos del premier Helmut Köhl la más alta condecoración cívica alemana, la cruz al mérito civil o Bundesverdienstkreuz. Otro de los paralelos con su padre, a quien se le había conferido, en la Primera Guerra Mundial, la más alta condecoración militar.
Falleció en Stuttgart el 7 de noviembre de 2013. “Siempre fue un hombre pacífico, odiaba la beligerancia”, expresó una persona de su círculo íntimo. Ese niño a quien su padre le achacaba su falta de espíritu militar había triunfado para su país, en la paz, tanto como el “zorro del desierto” durante la guerra.