ESCUCHARPor Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth**
La semana pasada hablábamos sobre la necesidad e importancia de proteger los bienes públicos y la falta de valoración que, en general, parte de nuestra sociedad tiene para con ellos. Y justamente, a fines de la misma semana encontramos una noticia en distintos medios sobre la aparición de una estatua que estaba emplazada en la plaza Colón de nuestra ciudad, que había desaparecido de allí hace nada más y nada menos que 40 años. Sí, cuatro décadas.
Según se informó, personal de Delitos Económicos de la Policía de la Provincia recuperó la pieza de una vivienda ubicada en el barrio Cerro Chico, a la que llegaron luego de una investigación iniciada a partir de un posteo de Facebook en el que se ofrecía a la venta. Según el tenedor de la obra de arte, la había adquirido para venderla como chatarra meses atrás, luego de encontrarla tirada en los alrededores del Pabellón Verde de Feriar.
La obra, valuada en unos US$200.000, representa “la industria masculina” y fue realizada en Francia, en 1835, y luego de ser exhibida en la Exposición Universal de París de 1889, fue traída a nuestro país por orden del presidente Juárez Celman. Y fue emplazada en la plaza Colón, donde estuvo hasta que desapareció.
Aunque no se tenga muy en cuenta en el repertorio de los delitos epidémicos, robo de arte es, detrás de la venta de drogas y del tráfico de armas, el tercer negocio ilegal más rentable del mundo. Palmo a palmo con la trata de personas.
Varios factores ayudan a la impunidad en dicho ámbito. En primer término, la falta de denuncias. Sobre todo de particulares que no las declaran a la AFIP, por ser un bien suntuario.
Otro de los factores es la desidia estatal. No son pocas las instituciones que no tienen catalogado todo lo que se poseen. Es decir, en buen romance: muchas veces no saben lo que tienen en custodia. Esto a veces es negligencia pura, y a veces no tanto. Una pieza fuera de catálogo es más difícil de ser detectada si desaparece y mucho más fácil de vender en canales “informales”. Como nos dice una persona experta en el negocio del arte local, que por algo pidió encarecidamente reservar su nombre: “En el tráfico de arte muchas veces no sabés bien de qué lado están los que toman parte de un hecho. Sea el damnificado, un seguro o las autoridades”.
En el caso de la estatua de la plaza Colón, una de las tantas cosas incomprensibles del hecho es que no se sabe cuándo desapareció del tradicional espacio público. Efectivamente, en declaraciones radiales Manuel Ortega, director de Patrimonio y Cultura de la Municipalidad, dijo: “Creemos que fue, aproximadamente, en los últimos años de 1970 y principios de 1980. Sabemos que fue una compra que se hizo en París a finales del siglo 19 por el entonces intendente Luis Revol”.
No sólo sorprende que no se tengan datos sobre desde cuándo falta la estatua de su lugar sino la falta de preocupación por parte de las autoridades por buscarla, algo que fue reconocido por el abogado de quien tenía la estatua, el que además de manifestar la inocencia de su cliente por no haber delito, afirmó: “No hubo campaña alguna por parte del Estado que le permitiera conocer a mi cliente que se estuviera buscando este monumento”.
Como en otros asuntos, respecto a las cosas que son de todos los vericuetos de la noticia de la estatua nos muestra cómo somos. O más precisamente, la falta de importancia que les damos a cosas realmente importantes. Tal vez porque magnificamos bastante la “pavada” por eso del parecer sobre el ser y de “atarlo todo con alambre”, como se dice en el barrio.
No es una simple estatua. Es el producto del genio y el tesón humano, que acredita una parte de nuestra historia. Ha sido creada para mostrar belleza y valores. Por eso mismo, todo el asunto habla mucho sobre cómo somos colectivamente.
