Por Luis R. Carranza Torres / Ilustración: Luis Yong
Habían sido los mejores amigos, allá en España. Fueron compañeros inseparables de estudios en la Universidad de Salamanca, compartieron alojamiento luego en Madrid y hasta amaron allí a una misma mujer. Nada de eso logró romper su amistad, antes bien la hizo más cercana y entrañable.
Pero en esa planicie entre cerros que era Salta, no sólo se hallaban en bandos opuestos y enfrentados: eran quienes lideraban a los que se enfrentaban.
En ese amanecer de 20 de febrero de 1813, el brigadier Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano, comandante en jefe del Ejército del Norte o Ejército del Perú, por los patriotas, y el brigadier Juan Pío de Tristán y Moscoso, comandante en jefe del Ejército Grande español, se hallaban al frente de sus respectivas fuerzas, para combatir al otro.
Lo que no habían logrado las ansias de ambos de destaque intelectual ni las rutinas y hartazgos de la vida de convivencia, ni tener idénticos sentimientos por la misma dama, lo pudo la revolución emancipadora latinoamericana.
Belgrano, natural de Buenos Aires, por ser fiel a su tierra y a sus ideas, había tenido que renegar de su rey. Tristán, natural de Arequipa en el Perú, tan criollo como él, había andado el camino inverso: por ser fiel a su rey había renegado de su origen y sentimientos respecto al terruño.
No era la primera vez que se enfrentaban por las armas. Ya en año anterior, en el Campo de las Carreras, situado en las afueras de la ciudad de Tucumán, Belgrano -con la mitad de hombres y recursos- lo había sorprendido y derrotado en una confusa batalla en medio de una tormenta de tierra y otra de langostas. Sólo al oscurecer cada cual pudo saber quién era el vencedor y quién el derrotado.
Tristán se había quedado con la sangre en el ojo luego de ello. Y pretendía, fortificado en Salta, devolverle gentilezas a su antiguo amigo, a la par de redimirse respecto de sus superiores en el ejército del rey.
Lo esperó fortificado en el Portezuelo, de cara al sur, pero Belgrano lo evadió con la ayuda del capitán Apolinario Saravia, natural de Salta, cruzando bajo la lluvia por una áspera senda de montaña que desembocaba en la Quebrada de Chachapoyas, llegando de tal forma por detrás del dispositivo realista, a la altura de Campo Castañares. Completamente sorprendidos, fue inútil todo intento español de dar vuelta su dispositivo y enfrentar a los patriotas.
Decidida la suerte de las armas, Tristán pidió capitular por medio de un mensajero, para evitar inútiles derramamientos de sangre.
Belgrano la aceptó de inmediato, con estas palabras: “Dígale usted a su general que se despedaza mi corazón al ver derramar tanta sangre americana”. Y siendo dueño y señor de la situación, renunció a las veleidades de la victoria, para dar honrosas condiciones a la rendición: rechazó que Tristán le entregara su espada y demás atributos de mando, lo estrechó en un fuerte abrazo delante de ambos ejércitos, y ofreció la libertad de todos los combatientes realistas, exigiéndoles solamente que hicieran el juramento de no volver a tomar las armas en contra de la Patria. Había capturado toda la vanguardia del ejército español del Alto Perú.
Esto le valió críticas en Buenos Aires pero la condición de vencedor lo puso a salvo de toda reprimenda o represalia oficial. La estrategia del creador de la bandera se reveló correcta. La medida le granjeó el agradecimiento de muchos, incluso de acérrimos enemigos. Y le dio a la revolución un “rostro humano”, que había perdido desde 1811 por los fanatismos cometidos por Castelli y sus adláteres en la zona. Belgrano bien sabía de ello: Castelli no era ni más ni menos que su primo.
A consecuencia de ésas y otras medidas magnánimas de don Manuel, así como de su éxito en la batalla de Salta, las provincias altoperuanas de Chuquisaca, Potosí y, más tarde, Cochabamba, pronto se levantaron contra los españoles y se pasaron al bando patriota. Se volverían a perder, por la fuerza de las armas realistas, luego de Vilcapugio y Ayohuma.
En cuanto a Tristán, a diferencia de otros, no volvió a tomar las armas contra los patriotas a pesar de la liberación de su juramento realizada por un obispo partidario del rey, que entendía que la palabra dada a los revolucionarios podía romperse pues se trataba de herejes.
Solicitó su baja del ejército del rey y se retiró entonces a su natal Arequipa. Cumplía de tal forma mucho más que un juramento oficial. Se trataba de honrar la promesa hecha a un amigo.