En su grave rincón los jugadores rigen las piezas a la velocidad del rayo. Un aparatito compuesto por dos relojes digitales les hace sentir su presión. Al efectuar cada jugada, el jugador presiona uno de los botones del aparato y ello detiene su reloj y pone en funcionamiento el de su adversario.
Por Carlos Alfredo Barrionuevo * – Exclusivo para Comercio y Justicia
Al comienzo de la partida, cada jugador disponía de 30 minutos. La complejidad de la partida fue consumiendo el tiempo de cada uno de los contrincantes. El del conductor de las piezas blancas parece haber transcurrido más rápidamente pero ello es –obviamente- sólo una impresión.
Jugó con rapidez en la apertura –la primera de las tres fases de la que puede constar una partida de ajedrez- basado en sus sólidos conocimientos de la defensa que le planteó su rival, conocimientos adquiridos en largas horas de estudio que fueron construyendo en su cerebro una base de datos que podía consultar a toda hora.
Sin embargo, en el medio juego –la fase siguiente-, debió invertir mucho tiempo para calcular las consecuencias de una seductora variante que prometía un desenlace rápido y espectacular. Su rival –un “viejo lobo” de los torneos rápidos- se defendió con eficacia, gastando poco tiempo y –en apariencia- sin inmutarse pero sin poder evitar llegar a un final –la tercera y última etapa de la partida- con un peón menos que su adversario. Eran casi las ocho de la noche; desde las 11 –hora a la que el torneo comenzó puntualmente- el tablero había demorado a más de cien participantes que llevaban jugadas seis partidas, sin contar la pausa para almorzar. En la partida definitiva, la séptima, el cansancio se hacía notar; el cálculo ya no era tan preciso y la intuición, cada vez menos confiable.
La base de datos instalada –mediante arduo trabajo de estudio e investigación- en la cabeza del conductor de las blancas también incluye una sección dedicada a la fase final de la partida. En ella hay desde conceptos básicos –tales como “la torre, siempre atrás del peón”- hasta posiciones complejas, como la llamada posición de Lucena.
Sin esos conocimientos es muy difícil jugar correctamente cuando se cuenta con escasos minutos en el reloj. A esa altura de la tarde, el acceso a la base de datos se ve dificultada por el cansancio, la ansiedad, el nerviosismo, todos males que no afectan a los cerebros de silicio pero sí a los de carne y hueso. Sin embargo, la férrea voluntad de ganar del jugador que mueve las piezas blancas es más fuerte que todos esos males. No sin esfuerzo encuentra el camino para obligar a su oponente a cambiar las torres y hacer llegar su peón a la octava línea. El peón se transforma en dama y ésta da la impresión de mover la mano del jugador.
El conductor de las negras mueve su rey lo más rápidamente posible, con la esperanza de que los pocos segundos de los que dispone su contrincante se agoten antes de tener que oír “jaque mate” o –simplemente- “mate”, esperanza ésta que se demuestra vana. Con resignación, el jugador de las negras extiende la mano a su rival, quien respira aliviado. No sólo ganó la partida sino también el torneo. El exiguo premio en metálico seguramente no sobrevivirá el festejo; en tanto, la satisfacción de haber vencido al rival y a aquéllos que lo azotaban desde su propio interior le dará combustible para enfrentar una exigente semana laboral.
El héroe del relato precedente es una de las tantas personas de diversas edades, condiciones socioeconómicas, sexo y orientación sexual que animan los torneos. El ajedrez –deporte convocante e incluyente como pocos- los invita a que –a cambio de una inscripción barata y de algunas horas de su vida- midan fuerzas con sus oponentes y aprendan de éstos. No hay excusas para rechazar la invitación ya que ninguna limitación física o cualquiera de las eufemísticamente llamadas “capacidades especiales” impide jugar; sólo es necesario sentir interés por este juego cuyo origen algunos atribuyen a los chinos y otros a los persas.
Un juego que es considerado deporte –“actividad física, ejercida como juego o competición, cuya práctica supone entrenamiento y sujeción a normas”, según una de las acepciones de la Real Academia Española- porque, a pesar de la casi ausencia de movimientos físicos, el cerebro se mantiene activo, apelando ora a la memoria -para buscar respuestas a posiciones conocidas- ora al razonamiento –para solucionar problemas creados por situaciones desconocidas-. Un juego que puede ser considerado -¿por qué no? – un diálogo entre dos cerebros –sean éstos humanos o de silicio- en busca de una verdad.
Tiene un campeón mundial desde 1866; Wilhelm Steinitz –el primero de los campeones- pero a muchos “les suenan” apellidos Karpov o Kasparov, representantes de la escuela soviética que entre 1984 y 1990 disputaron cinco matches por el título mundial. Algunos habrán oído hablar de “Bobby” Fischer, genio norteamericano que –en plena guerra fría y absoluta soledad- enfrentó al temible imperio ajedrecístico soviético y lo derrotó, convirtiéndose en 1972 en campeón mundial. Fischer doblegó al también genial Boris Spassky en un match que concitó la atención mundial y engrosó las filas de adeptos al ajedrez. El campeón actual es un joven noruego de 22 años, Magnus Carlsen, quien el año pasado derrotó al indio Viswanathan Anand, de 44, en una interesante lucha generacional.
Cuenta con olimpíadas propias que se juegan cada dos años desde 1924, año en que fue fundada en París la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE, por sus siglas en francés). Argentina es uno de los cuatro países fundadores, el único no europeo; ese hecho de por sí demuestra del interés que siempre existió en el país, sin nombrar que Buenos Aires fue sede de un match por el campeonato mundial (Capablanca contra Alekhine, en 1927), dos olimpíadas (1939 y 1978) y Potrero de los Funes (San Luis), sede de un campeonato mundial en 2005.
También puede ser considerado una representación de la vida misma. Cada jugada es una decisión que no se puede volver atrás y -por lo tanto- debe ser tomada concienzudamente, aun cuando el implacable reloj de la vida nos ponga bajo presión.
* Jugador y profesor de ajedrez. Autor del libro Historia y Práctica del ajedrez. Cómo aprender de los campeones. Secretario del Consejo de Administración de Comercio y Justicia Editores Cooperativa de Trabajo Ltda.