Por Edmundo Aníbal Heredia
Al pisar suelo de los Estados Unidos, en 1823, José Antonio Miralla debió pensar que estaba culminando un momento especial de su vida; habían transcurrido 33 años desde su nacimiento y de su bautismo en la Catedral de la ciudad de Córdoba.
Había quedado huérfano de ambos padres siendo niño, pero tuvo la suerte de que el deán Gregorio Funes reparara en él y conociera su situación, lo que lo motivó a protegerlo y procurarle luego buenos estudios. Así había pasado su infancia y adolescencia, una etapa durante la cual comenzaría a diseñar sus proyectos de vida, signados por su vocación al estudio y por su pasión política dirigida a combatir el poder colonial español, para lo cual el apoyo del deán fue fundamental.
En esos años iniciales pasados en la ciudad conventual y doctoral no se pudo imaginar que ahora estuviera cruzando desde Cuba a Estados Unidos para entrevistarse con una de las máximas figuras de la nación que emergía como una potencia para marcar el rumbo de los nuevos tiempos. Una nación que había nacido bajo el signo de la democracia y de la república, enfrentada a los viejos imperios monárquicos europeos que durante siglos se habían considerado dueños de los destinos de los americanos. Una nación que ahora se presentaba como el ejemplo y modelo para los pueblos que querían terminar con la explotación económica, la opresión política y el sometimiento de la población. En ese viaje, en el que se internó en un territorio que consideraba tierra de libertad, rumbo a Monticello, un pueblecillo del Estado de Virginia, Miralla tuvo tiempo y ocasión de revivir una trayectoria que había iniciado en la ciudad mediterránea y desde la cual -al alcanzar la mayoría de edad- se había trasladado a Buenos Aires, donde continuó sus estudios en el Colegio de San Carlos, siempre protegido por el deán. El paso desde Córdoba a Buenos Aires había sido al primer cimbrón en su mente de adolescente, provocado por el cambio que significaba salir de la ciudad recoleta para introducirse en el inquieto puerto mercantil en el que se ventilaban las nuevas ideas del siglo. El futuro revolucionario comenzaba a insinuarse, aunque entonces de manera inconsciente.
En Buenos Aires fue testigo curioso de las invasiones inglesas y de los sucesos revolucionarios de 1810, que lo impresionaron vivamente y le permitieron tomar contacto directo con la situación del mundo en el que vivía y que tenía ya proyecciones internacionales. Allí adoptó el ideario liberal que repetía las consignas ideológicas nacidas en Europa y que estaban convulsionando aquel continente, a su vez traídas a los medios locales por tan dignos representantes como Manuel Belgrano. El escenario porteño le había permitido avizorar el sentido continental y aún intercontinental que adquiría el proceso de emancipación de su país.
Por entonces Miralla entró en contacto con un platero genovés, José Boqui, y con cierto afán aventurero decidió partir con él a Perú; para cumplir trámites administrativos del traslado figuró como hijo del platero. Cuando llegó a Lima, el virrey tomaba severas medidas de seguridad para evitar que los levantamientos cundieran allí.
Miralla se incorporó a uno de los centros en donde se debatían proyectos reformistas del orden colonial y en una redada policial fue hecho prisionero. Fue sometido a juicio y condenado. Pero precisamente uno de los jueces que lo condenó se apiadó del joven y lo sacó de la prisión, cambiando la pena por la de expulsión del país.
Se trataba de José Baquíjano y Carrillo, quien poco después fue designado Consejero del Reino, por lo cual debió trasladarse a Madrid; conmovido por las cualidades de Miralla, el consejero decidió llevárselo a Madrid en calidad de secretario. Lejos de aclimatarse políticamente, el cordobés aquilató en España sus ideas liberales frente al absolutismo, y decidió cambiar de escenario trasladándose a Cuba, donde alternó la actividad de comerciante con la de poeta y periodista. Allí apareció decididamente su condición de revolucionario y comenzó una activa campaña por la independencia de Cuba, uno de los reductos que conservaba España cuando ya había perdido sus dominios en el Río de la Plata, en Chile y cuando Bolívar se afirmaba con la creación de la Gran Colombia y se dirigía a una campaña libertadora a lo largo de la cordillera de los Andes para culminarla más tarde en el Alto Perú. Habían transcurrido algo más de dos décadas en la formación del revolucionario, plena de vicisitudes y experiencias, hasta adquirir y desarrollar su definitiva personalidad en esa isla que era una de las claves del poder geopolítico que ambicionaban las potencias europeas que en el Caribe y las Antillas habían competido para asegurarse la expansión de sus industrias y de su comercio, hasta alcanzar Cuba un extraordinario valor geopolítico y estratégico. Ubicada como un tapón o puerta de acceso al rico golfo de México, separada a Estados Unidos sólo por un canal marítimo, en la cabecera del rosario de islas caribeñas pertenecientes a otras naciones europeas, la isla de Cuba era el bocado final para ser arrebatado del dominio español y para cimentar nuevos imperialismos en la América antes española. En 1823 Miralla transitaba este camino con su propia mirada mientras se dirigía a Monticello, un pueblo del Estado de Virginia, donde Thomas Jefferson descansaba luego de su presidencia, mientras veía progresar su hacienda esclavista. Allí el gran patriarca recibía la veneración de sus sucesores, que lo reconocían como uno de los grandes fundadores e ideólogos de la nación norteamericana.
Era también el consultado por los presidentes sobre las grandes decisiones políticas del gobierno. Pocos días antes de la llegada de Miralla a Monticello, el presidente James Monroe le había consultado sobre la actitud política con respecto a Cuba, porque siendo de uno de los reductos destinados a sucumbir de la dominación española, los Estados Unidos debían tomar una posición al respecto.
Por entonces el gobierno británico lo había instado a ello, porque la cuestión alcanzaba al nuevo orden inter-continental, y porque a su vez el de Francia –aliada a España en Europa, y por extensión en América- había lanzado un memorándum en el que manifestaba la necesidad de que las naciones acordaran una actitud lo suficientemente explícita con respecto a las posesiones que habían integrado el imperio español en América. Miralla concurría en busca de Jefferson desde su propia mirada.
Entendía que en Cuba había tres partidos: el de la independencia, el de la anexión a Estados Unidos y el de la continuidad como colonia española. Llevaba la propuesta de que los Estados Unidos coadyuvaran en la tarea de hacer independiente a Cuba, para beneficio de las independencias frente al yugo de cualquier potencia europea. Obviamente Jefferson tenía otra mirada. El patriarca recibió a Miralla y escuchó sus argumentos. La entrevista fue cordial y provechosa mucho más para el virginiano que para el cordobés. Poco después Jefferson contestó lo siguiente a la petición de su Presidente: “Cuba debe seguir siendo española, hasta que pueda ser nuestra”.
(*) Doctor en Historia. Miembro de Número de la Junta Provincial de Córdoba